Reflexiones desde un punto de vista personalista comunitario.

En la mitología helénica Apolo es la contrafigura de Dyonisos, pero además ambos son arquetipos de toda la humanidad, ya que no hay ser humano al que falten ambas dimensiones. El estado apolíneo y el dionisiaco corresponden al fenómeno del desdoblamiento que se opera en el fondo subconsciente de las personas, sin que éstas cobren conciencia de la realidad de las sugestiones que dicho subconsciente les envía, por ello asisten como espectadoras a su propio espectáculo una vez perdida la relación entre autor y actor. Lo saben muy bien los publicitarios; los culebrones de los mass media son la crónica olímpica que distrae a las masas medias, las cuales, a modo de voyeurs, aplauden y moquean las gestas de sus héroes buenos, e incluso se ponen las camisetas de los malos. He ahí los medios cuyos fines no son otros que la generación de mediocridades satisfechas con sus héroes, que también les venden perfumes en los entreactos.

Rea Sylvia, una vestal romana a la cual violentó el dios Mercurio, por lo que fue condenada a muerte, dio a luz dos hijos gemelos, Rómulo y Remo, los cuales se salvaron porque fueron puestos en el río en una cesta de mimbre que, arrastrada por la corriente, se detuvo al fin en la maleza, hasta que una loba los acogió y amamantó entre sus cachorros. Un mellizo contra otro, como no podía ser menos, pues no hay enemistad mayor que la entre ellos generada, y al final Rómulo, es decir, Roma. Otra vez Moisés salvado de las aguas. En el Olimpo todo cambia y nada impide que la megalópolis en que luego se convirtió la capital de Italia haya nacido de una buena loba, algo que hubiera causado el regocijo de aquel naturalista admirable que fue Rodríguez de la Fuente, que siempre sembraba en los animales intenciones teleológicas cargadas de humanidad.

En efecto, todo cambia entre los olímpicos, un lujo que sólo ellos pueden darse. Por referirnos solamente a un caso como ejemplo, Venus vienen de venire, de la que todo viene, el eterno femenino, pero el Olimpo es cruel y, cuando se la dibuja en cuclillas para llevar a cabo las olorosas artes menores es denominada Venus Anadiómenes. Por otra parte, la frívola Venus, dada su fogosidad, casó con el explosivo Vulcano pero, dada su ninfomanía, pronto se entregó a Marte, que al parecer le proporcionaba al respecto mejores y más marciales prestaciones. Sin embargo, los personajes olímpicos distan de ser de una pieza, y la galana diosa Venus es famosa al mismo tiempo por su bélica actitud durante la guerra de Troya. En realidad, Venus, símbolo de la belleza física, nubla los sentidos y ofusca la razón, es tan mala consejera que debe evitarse, sobre todo en cuestiones de bajo vientre, pues quienes se entregan al sexo siguiendo sus recomendaciones han de ir bien pronto al venereólogo (veneris, genitivo de Venus).

Hermes, hijo de Júpiter el omnipotente y de Maya, la diosa velada y gustosa de ocultarse, nació ya con el doctorado existencial completo, porque el día mismo en que vino al mundo robó sus ganados al rey Admeto, después de lo cual robó sucesivamente las flechas a Apolo, el tridente a Neptuno, el cinturón a Venus, las herramientas de herrero a Vulcano, la espada a Marte y a su propio padre Júpiter el cetro. Excelente maleante con facultades de carterista y con gran elocuencia de labia, Hermes no robaba por necesidad, sino porque era un diletante del robo ininteligible para los demás, porque trasladaba los objetos de un lugar a otro como un trilero para llevar a cabo sus hurtos. Hermes intelige con cualidad heliástica, pues todo lo ve con diafanía para llevar a cabo sus hurtos.

Todo esto ayudado por su capacidad para trasladar el sentido de los vocablos con toda clase de tropos semánticos. Entre la habilidad de sus manos y la virtud suasoria de su lengua capciosa, no había quien le pillara a la hora de descodificar sus interpretaciones.

Felizmente, lo único que tengo en común con Fritz Perls es que «estudié gramática y vocabulario mediante el sistema Langenscheidt de autoaprendizaje»1. Dicho lo cual, como puerca lavada vuelvo a mi vómito, en este caso para manifestar mi estupor sobre el enorme influjo que tiene aún la Terapia Gestalt de Fritz Perls en todo el mundo, algo que conozco bien por haber enseñado durante años en el doctorado de Gestalt en Integro, México.

La escuela Gestalt comienza por una confesión de cinismo: «Mi relación con los psicólogos gestálticos era muy especial. Admiraba y apreciaba muchos aspectos de su trabajo, en particular los primeros trabajos de Kurt Lewin. No pude estar de acuerdo con ellos cuando se hicieron positivistas. No he leído sus libros, sólo algunos trabajos publicados por Lewin, Wertheimer y Kohler»2. Este desparpajo de la ignorancia entendida como creatividad se traduce en:

A. «Yo personalmente creo que la objetividad no existe. La objetividad de la ciencia es únicamente una cuestión de acuerdo mutuo. Cierto número de personas observa un fenómeno y habla de un criterio objetivo. Sin embargo, fue del lado científico de donde vino la prueba de la subjetividad, Einstein se dio cuenta de la imposibilidad de que todos los fenómenos fuesen objetivos»3. Este patán, que confunde subjetividad con subjetivismo, se atreve con la teoría de la relatividad para afirmarse en su propio relativismo. Mas, si la teoría de la realidad es relativa, ¿cómo hacer de ella un referente objetivo para sentar cátedra relativista? Si nada hay objetivo, ¿cómo sería objetivo lo que relativiza el charlatán?

Ruego a mis amables lectores retrocedan a mi artículo de hace unos pocos días titulado Los buenistas: pesimistas con esperanza inactiva, donde formulo una denuncia muy sentida, y hasta creo yo que no carente de lógica, sobre el desentendimiento de la gente respecto de los males comunes, así como la buena conciencia que dicha gente siente a pesar de su posición egocéntrica. Ya ven también cómo, tras denunciar en el mismo artículo esas actitudes preconvencionales y convencionales que no caminan en el sentido de la humanidad, hago una llamada a la esperanza activa y comprometida.

Hace años me quedaba yo tan pancho creyendo al menos que lo por mí escrito lo entenderían todos, pues sentía que todos los seres humanos tenemos un –llamémoslo así– instinto de inteligibilidad, aunque no todos una inteligencia brillante o cultivada. Algunos, ciertamente, se quejaban de que –a pesar de mis esfuerzos por escribir clarito y con intención pedagógica– ellos no lograban entenderme del todo; los más atrevidos me recomendaban prescindir de palabras cultas para allanar los términos y las ripiosidades, en lugar de comprarse un diccionario para aportar algo de su lado. De cualquier modo, y como siempre escribí para el movimiento obrero de base, o para sus líderes, me daba por satisfecho con aquel esfuerzo, a costa de censurar y echar a perder mi propio estilo, que me pedía otra marcha y otro nivel de abstracción.

«En los últimos años han proliferado conferencias, libros, simposios, por no mencionar los artículos en los periódicos y revistas dominicales que hablan de lo que el mundo será en el año dos mil o en el próximo siglo. He ojeado esta ‘literatura’, si es que la podemos llamar así, y en general me ha alarmado más que instruido. Un buen noventa y cinco por ciento de esta literatura trata de los cambios puramente tecnológicos y deja al margen la cuestión de lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto. En algunas ocasiones la obra completa parece casi enteramente amoral. Se habla mucho acerca de nueva maquinaria, de órganos artificiales, de nuevos tipos de automóviles, trenes o aviones, refrigeradores más grandes y mejores lavadoras de ropa. A veces esta literatura me asusta tanto como las pláticas informales acerca del aumento de la capacidad de destrucción masiva, o incluso la desaparición de toda la especie humana»1.

El bueno de Abraham Maslow se marchó de este mundo sin haber llegado a conocer las dimensiones reales de todo aquello que le daba miedo; si hoy levantara la cabeza ya no desarrollaría una escala de necesidades del ser humano, sino una ‘escala de in-necesidades o de superfluos del ser humano’. Mil flores de plástico no hacen de un desierto un jardín.

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