Reflexiones desde un punto de vista personalista comunitario.

José Vasconcelos (1882-1958), el famoso político, filósofo, escritor, rector, pedagogo, etc., aspira –casi como Hegel respecto de la historia de la humanidad– a identificarse con cierta idea de México que él mismo crea o recrea en una de sus múltiples Memorias, la célebre Ulises criollo, elevando su propio destino a la categoría de un destino general. El Vasconcelos íntimo también se adhiere al destino general, pero sin proponérselo, casi a pesar suyo, y no por lo que lo distinga de los demás, sino precisamente por lo que lo asemeja a sus contemporáneos. Traigo aquí unos textos en parte hilarantes y en parte tristes, como la vida misma:

«Y en calidad de médico acudió a nuestra casa don Patricio Trueba, clínico famoso y a la vez director del Instituto. Más bien alto y grueso, con barba corta semicana y anteojos. Don Patricio era venerado por los estudiantes como ejemplo sobresaliente de sabiduría y de rectitud. Enciclopedista de viejo estilo, gozaba fama de poder reemplazar en sus faltas lo mismo al catedrático de matemáticas que al de historia. Durante mucho tiempo, la cultura de nuestras provincias no tuvo otro refugio que la devoción abnegada de unos cuantos varones ilustres que al margen de la política y del partidarismo aleccionarán a los jóvenes con el ejemplo a la vez que en la cátedra procuraban defender los más elementales valores contra la mentira de los hipócritas y el atropello del pretorianismo. Como médico, don Patricio hablaba poco, pero sabía dejar la impresión de que el enfermo tenía que sanar»1. Qué gran verdad.

Tengo a Amando de Miguel por un maestro del lenguaje y por un modelo de lucidez creativa, valga como ejemplo un artículo reciente, El comprador de libros de lance: «Es un tipo humano extravagante y característico, quizá un poco pasado de moda: el comprador de libros de lance. Toda mi vida lo he sido, por lo menos desde la lejana época de estudiante universitario. Entonces lo perentorio era hacernos con los libros de texto que vendía ‘la Felipa’ en los aledaños del viejo caserón de San Bernardo. Al final de cada curso los volvíamos a revender.

»Terminada la carrera, me fui envenenando con la costumbre de husmear en las librerías de viejo, la cuesta de Moyano de Madrid o el mercado de San Antonio en Barcelona. Me fui haciendo con una notable colección de estadísticas históricas de población, que me servían para mis investigaciones y mis clases sobre la estructura social española. También fui rebañando otras varias series de libros publicados en el último siglo y medio, lo que yo llamo la España contemporánea. Concretamente, libros de texto de la enseñanza obligatoria, diccionarios, biografías, novelas, ensayos, testimonios y análisis políticos. Era consciente de que tal cúmulo de entradas en mi biblioteca no iba a poder digerirlas de momento, tan agitada ha sido mi vida. Pero yo seguía con el afán coleccionista. Cavilaba que alguna vez llegaría la ocasión de tener tiempo para embaularme toda esa ringlera de tomos. En cuanto pude, hice levantar una casa entera, que era más bien una biblioteca.

«–Don José, no sé si me podrá absolver usted. Ayer domingo leí un libro pecaminoso que hablaba de las religiones en Inglaterra Los protestantes están allí en franca mayoría. ¿Cree usted, don José, que si yo hubiera nacido en Inglaterra hubiera sido protestante? Don José, el cura, tragaba saliva. –No sería difícil, hija. –Entonces me acuso, padre, de que podría ser protestante de haber nacido en Inglaterra»1.

La Guindilla ultrapusilánime era además el rayo que no cesa en su militancia en pro de la pureza sexual más rigorista: «–Pongamos luz en la sala y censuremos duramente las películas, don José, arguyó la Guindilla mayor. A la vuelta de muchas discusiones se aprobó la sugerencia de la Guindilla. La comisión de censura quedó integrada por don José, el cura, la Guindilla mayor, y Trino, el sacristán. Los tres se reunían los sábados en la cuadra de Pancho y pasaban la película que se proyectaría al día siguiente. Una tarde detuvieron la película en una escena dudosa. –A mi entender esa marrana enseña demasiado las piernas, don José, dijo la Guindilla. –Eso me estaba pareciendo a mí, dijo don José. Y volviendo el rostro hacia Tino, el sacristán, que miraba la imagen de la mujer sin pestañear y boquiabierto, le conminó: –Trino, o dejas de mirar así o te excluyo de la comisión de censura»2.

Los doukhobors son campesinos industriosos, abstinentes, de una honradez y lealtad a toda prueba. Los doukhobors, cuyo nombre significa luchadores del espíritu, aparecieron en Rusia a mediados del siglo XVIII; de ascendencia tolstoiana, afirmaban que el espíritu de Dios habita directamente en el alma del ser humano, no importándoles si Jesús es Dios, de ahí la innecesariedad de las iglesias instituidas. Basándose en el Evangelio, practican la no-violencia y la no-resistencia contra el mal, negándose rotundamente a participar en los ejércitos y en las guerras: «He aquí lo que es el doukhobor: un Jesucristo predicando el amor, pues habla, vive y demuestra la posibilidad de una vida de amor; no pide que le sigan, la crítica no le turba. Pide que se tolere, ya que él tolera a los otros. Sin tratar jamás de comprenderos, responderá a vuestras preguntas con infinita paciencia, ya seáis el rector de una Universidad o un analfabeto. No jura, como lo hacen los predicadores de muchas sectas, que Cristo va a volver, sino que dice simbólicamente: “Jesús ha vuelto, lo sé porque vive en mí”»1. Como tantas otras comunidades, también los doukhoboros se trasladaron de lugar en lugar, exponiendo sus miembros de Puerto Rico, Colombia británica y Canadá sus principios en una asamblea general en 1930:

«1. La base del doukhoborismo es la ley divina, la Fe y la Esperanza manifestadas por el Amor: El fuerte debe ayudar al débil a fin de hacerse igual a él y cumplir la voluntad de Dios y el mandamiento de Cristo. Un doukhobor ama al mundo entero y honra a todos los hombres como hermanos.

Una pequeña cuestión que no logro comprender todavía a estas alturas de mi vida es la siguiente: siendo el egoísmo preconvencional y convencional la constante de nuestra civilización, y habiendo expuesto más cruda y cruelmente que nadie dicho egoísmo un filósofo alemán denominado Max Stirner (1806-1856), para el cual sólo existe el yo, y no cualquier yo, sino el yo que es propietario, fuera del cual no hay nada interesante ni amable1, ¿cómo es posible que prácticamente haya pasado ignorado a nuestro mundo egocéntrico? Sólo me cabe una explicación plausible, a saber, que la brutalidad con que defiende Stirner esa su brutalidad no resulte proclamable ni rentable políticamente.

Pero como soy más tozudo que una mula, e incluso más que un asno –tozudez sobre tozudez– vuelvo a las andadas con la exposición de un coetáneo de Stirner, a saber, el francés Anselme Belegarrigue (1813-1869) que, al margen del círculo de intelectuales en que se movió el alemán, vino a parar a los mismos principios egocéntricos, paralelismo que a estas alturas sigue sin ser estudiado, tal vez por los mismos motivos. Uno de los capítulos de su breve opúsculo, el Manifiesto, proclama lo siguiente bajo el título «El dogma individualista es el único dogma fraterno». Dice así: «¿En qué me afecta aquello que se hará después de mí? No tengo que servir ni de partícipe de ningún holocausto, ni de ejemplo para la posteridad. Yo me encierro en el ciclo de mi existencia, y el único problema que tengo que resolver es el de mi bienestar. No tengo más que una doctrina, esta doctrina no tiene sino una fórmula: GOZAR. Honesto quien la reconoce, impostor quien la niega.

La Granja del Señor, fundada en 1919 en el Estado de Nueva Jersey, duró veinte años, fue un ensayo extraordinario de convivencia en libertad absoluta para hacer cuanto les apetecía a sus componentes. La Colonia estaba basada en la total ausencia de propiedad personal y el ejercicio absoluto de la ‘libertad cristiana’, y por ella desfilaron unas tres mil personas, católicos, metodistas, espiritistas, teósofos, ateos, socialistas, anarquistas, gentes que oraban, blasfemaban, adoraban, maldecían o se querellaban, agrupados por afinidades, unos permaneciendo algunas horas, otros unos días, y la mayoría muchos años.

Un día llegó una mujer que decía que era Eva, y se puso a perseguir a Paul, el fundador de la comunidad, que la eludió. Queriendo ser fiel a las costumbres del Edén, la susodicha mujer creyó estar obligada a deambular por la Colonia, todo ello sin emocionar lo más mínimo al inquebrantable Paul. Al fin, la nueva Eva encontró un Adán con el cual partió hacia Filadelfia.

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