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Los griegos somos nosotros - Carlos Díaz

En la mitología helénica Apolo es la contrafigura de Dyonisos, pero además ambos son arquetipos de toda la humanidad, ya que no hay ser humano al que falten ambas dimensiones. El estado apolíneo y el dionisiaco corresponden al fenómeno del desdoblamiento que se opera en el fondo subconsciente de las personas, sin que éstas cobren conciencia de la realidad de las sugestiones que dicho subconsciente les envía, por ello asisten como espectadoras a su propio espectáculo una vez perdida la relación entre autor y actor. Lo saben muy bien los publicitarios; los culebrones de los mass media son la crónica olímpica que distrae a las masas medias, las cuales, a modo de voyeurs, aplauden y moquean las gestas de sus héroes buenos, e incluso se ponen las camisetas de los malos. He ahí los medios cuyos fines no son otros que la generación de mediocridades satisfechas con sus héroes, que también les venden perfumes en los entreactos.

Tan bellos y tan bellas en la pantalla, pequeña o grande, como locos y locas volubles, cambiantes como la espuma del mar, sus héroes epónimos se lo montan pipa con sus combates contra los cíclopes, esos seres monstruosos con un solo ojo en medio de la frente, y al propio tiempo disparan las flechas incandescentes de Cupido, un sujeto tan arrastrado, que siempre acaba en la cama, paz en la guerra. Con la lira en la mano, o con el chafarote de Marte, los héroes viven su acción en el plano poético e incluso espiritual en islas doradas donde, a modo de Olimpos, transcurren sus pathos de pasión y de compasión permanentes. Si la lira con sus cinco cuerdas, que luego aumentaron hasta siete, permitía combinaciones más complicadas y más diversamente expresivas que la primitiva zampoña o flauta pastoril, obligando de este modo a un estudio y a un esfuerzo imaginativo, ahora la música lleva formato de espontaneidad del sentimiento, subidas y bajadas atonales y rompe-tímpanos de mal gusto: es el retorno de la lira al caparazón de la tortuga, su origen, entre las playas y los cocoteros de los culebrones televisivos.

Vanidosos, irascibles, fraguados no por Vulcano sino por los gimnasios, y enamorados hoy por ti mañana por mí, los Apolos y las Amapolas que aman a Apolo, son deidades de luz que gustan envolverse en sombras. Con su erotismo exaltado, voluble y caprichoso siempre aspirante a lo imposible, hijos e hijas de madre sin padre, pollos y gallinas sin gayadura, se ponen el mundo por montera calándose a veces las greñas con estrafalarios gorros cónicos o pañuelos baturros a la cabeza, como el Vulcano en el lienzo de Velázquez.

Pues bien, estos nuevos olímpicos con sonrisa Profidén siguen pasando sin solución de continuidad con los de ayer del amor al odio y con el tonitronante aparataje de las grandes tormentas, si bien dentro de un rato brilla de nuevo para ellos el sol regresando de este modo la calma y la felicidad, Sturm und Drang. Y, en el ínterin, ¡cuántos madrigales, endechas y letrillas cursis llorando el amor esquivo, insensible y cruel compuestos por el despechado o despechada! Pero nada puede ser ya exactamente igual en la nueva chafarrinería de cartón piedra. Ayer Apolo, después del desengaño de Dafne, se retiraba al monte Parnaso, de cuyas peñas brota la fuente Castalia, que es el manantial mismo de la Poesía, y en aquella altura vive consagrado por entero a su arte de cantor en compañía de las nueve musas hijas de Júpiter y de Mnemosina (la Memoria), solteras todas como vestales y bien avenidas como hermanas, cada una de las cuales representando un género distinto de poesía: Clío, la historia; Euterpe, la música; Talía, «culta sí aunque bucólica» al decir de Góngora, la comedia; Melpómene, la tragedia; Terpsícore, el baile; Erato, la canción ligera (aunque no el discotequero hip hop que más parece música de la fragua de Vulcano); Urania, la ciencia, que entonces también representaba la música celestial como querían algunos de los físicos pitagóricos; y Gallope, al fúrico galope como no podía ser menos en la guerras, la poesía épica, siendo director del coro el propio Apolo, por eso llamado Musagetes.

Junto a las musas, los Musos d’escuadra eran los nuevos heraclidas, descendientes de Heracles o Hércules, que estaba hecho un mulo; son hercúleos, desnudos y al aire también sus músculos, y fautores de proezas impenetrables: da muerte al león de Nemea, a la hidra heptacéfala del lago de Lerna, e incluso a las terribles amazonas, que sacrificaban uno de sus pechos (a-mazon) para así disparar mejor, libera de sus argollas al infernal y triface can Cerbero (Cancerbero), etc. Claro, semejante Cachas tuvo una ristra de amores con los que el cielo hubiera podido hacerse una guirnalda.

¿Y qué decir de la dimensión dionisiaca de los comediantes y ‘protas’ del culebrón olímpico? Que sin más arreos que su tirso, coronado de pámpanos y de yedra y sin más armas que el zaque de vino, llevando tras de sí su asimismo inerme ejército de bacantes de ambos sexos, llegó a conquistar la India con sus cepas bastando para ello el furor etílico de sus seguidores apenas capaces de ponerse en pie. Y eso por no hablar de su acompañante inseparable Sileno en su borriquillo, el gracioso en aquella tropa de delirantes que Baco (Dyonisos) comandaba. Sileno, como Sancho Panza sobre su rucio, figuraba en todas las fiestas genitales en honor a Baco (las bacanales), las cuales venían a ser unos carnavales licenciosos y frenéticos que dejaban pálidas a las saturnales, cuyo solo nombre erizaba de horror el vello a nuestros moralistas y de nostalgia a nuestros libertinos. Agárrense, lectores: Penteo, rey de Tebas, murió despedazado por su madre y su hermana en represalia por haberse opuesto a la celebración de las fiestas orgiásticas. Por la misma razón convirtió Baco en murciélago vírico a la virtuosa matrona tebana Alcioé, condenándola a volar en los crepúsculos, con ese vuelo zigzagueante de pájaro borracho, que le hace sospechoso entre las demás aves.

También nuestros platós están hoy llenos de Bacos que a la vez son Apolos, los cuales son presentados como héroes de la vida que beben el cáliz de la sabiduría inmortal y eterna haciendo olvidar nuestras penalidades, llenándonos de un optimismo placentero y jovial, de energía y dinamismo una vez desdoblado y duplicado o triplicado nuestro potencial energético, lo que físicamente se expresa en la tendencia coreográfica. A veces, incluso, borrachos místicos como los de Persia, liban en la copa confidencias angélicas, aunque son interrumpidos con frecuencia por los cortes publicitarios, sin que por ello la santa paciencia de los teleinvidentes les despegue de las pantallas a las que terminan adheridos como ventosas.

Ahí está, pues, los Bacos y las Bacas (¿B, o V?) representando para el pueblo entregado ese estado de libre naturaleza en que todo es lícito y toda apetencia puede hallar satisfacción cutre. Es la nueva Edad de Oro del apogeo cultural, y que Dios nos asista, Leopoldo de centrocampista. Supongo que cuando el filósofo Xabier Zubiri afirmaba en su hermosa obra Naturaleza, historia y Dios que «los griegos somos nosotros», no era en este sentido. A mí la frase me gustó mucho en mi primer curso de filosofía.