Artículos y debate sobre la crisis del COVID-19

Algunas veces se me meten en la cabeza estribillos de canciones que no tengo interés en cantar, ni siquiera en tararear, pero que me invaden obsesivamente sin que yo pueda desalojarlas de mis infladas meninges por mi sola fuerza de voluntad. En esta ocasión casi ha sido peor, porque no acababa yo de sentarme a escribir el artículo de esta mañana cuando, sin saber cómo ni por qué, me ha venido a la cabeza aquella máxima áurea de fortuna audaces adiuvat, la fortuna ayuda a los audaces. Tal aserto, que como es bien sabido constituía un patrimonio cultural de los clásicos romanos, se me ha colado por la chimenea hollinada y, aunque he llamado a los bomberos, no se ha podido hacer nada. Así que, incapaz de vencer al enemigo, me uno a él hasta que le derrote.

Así que sus y a ello. Es bien cierto que debemos contener la audacia excesiva a fin de que no degenere en temeridad, esa effrenata audacia o audacia desenfrenada proveniente de Catilina y que tanto molestaba a Cicerón. En realidad, cada uno de nosotros lleva en su interior al mismo tiempo un animal desenfrenado todavía no embridado, pero también un cobardica pusilánime que tras su impresentable prudencia aparente esconde su alma de eunuco. Un poco más, y ya estamos en la temeridad; otro poco más, y ya tenemos delante al pusilánime; otro poco más todavía, y ya estamos todos en el mismo gatuperio. En ocasiones la misma persona embiste con zarpazos de fiera a unos, pero se humilla ante otros, e incluso a los mismos de antes; incluso en determinados momentos propiciamos el zarpazo, y a renglón casi seguido nos ciscamos de miedo ante la misma persona a la que acabábamos de agredir hace poco, nosotros mismos.

En la película Fausto de Murnau, el protagonista, un sabio doctor, experimenta el tormento de asistir a la expansión de la horrenda epidemia que diezma a sus conciudadanos sin lograr socorrerlos. Este azote sumerge a la comunidad entera en una fantasmal ciénaga de angustia. A su imagen, también hoy, la inmensa mayoría de las personas participamos de una agria impotencia. «Te duelo porque me amas», ha escrito elocuentemente Carlos Díaz.

Apremiado por la catástrofe, Fausto toma en el film un errado camino. Se decide a capitanear la pelea colectiva adoptando cualesquiera medios, a fin de derrotar a la enfermedad. En concreto, consiente en un oscuro pacto, que le reviste de unas hasta entonces inusitadas facultades. ¿Nos resulta ello familiar, en nuestro propio escenario?

Fausto, en la obra, comienza enseguida a ejercer estas nuevas prerrogativas y concita, en torno a su propia figura y sus concurridas intervenciones, una intensa atención e incluso el tenso asombro de todos. Las gentes se congregan a su alrededor con expectación, para presenciar sus salvíficas actuaciones. ¿Algún leve paralelismo con lo que ahora vivimos? ¿Se prodigan los Faustos también entre nosotros, ya sea en su versión de políticos, científicos, autoridades varias, periodistas, influencers, pseudoprofetas o gurús de toda ralea, incluida la de los fervorosos moralistas actuales?

En tiempos de los arios las princesas –guapas o feas, si es que hubo alguna vez princesas feas– tenían el derecho a elegir a sus esposos, para lo cual se organizaba una impresionante fiesta a la que se invitaba a todos los candidatos reyes y pretendientes de alta cuna a la mano de la princesa, la cual imponía una guirnalda de flores en el cuello de aquél que ella elegía entre todos. A esta ceremonia Hawái llamábasela trasantaño swayamvara.

A pesar de que el componente gregario y mimético de las modas no caduca, el escenario ha cambiado notablemente desde los tiempos de aquella swayamvara hasta los de aquella serie televisiva titulada Miami Vice, que marcó época en cuanto a la moda masculina italiana para hombres en los Estados Unidos. Miami Vice popularizó el estilo de ‘camiseta debajo de una chaqueta Armani’; por su parte, la vestimenta habitual de Don Johnson con chaqueta sport italiana, una camiseta por debajo, pantalones claros sin cinturón y mocasines sin calcetines, se convirtió en todo un éxito mundial. Yo me visto así desde entonces, pues de este modo cobro más por mis artículos y conferencias. También el aspecto de Crockett, permanentemente sin afeitar, conocido como ‘barba de tres días’ inspiró a muchos hombres, supongo que en este caso no a hombres y mujeres. Por lo demás, en cada episodio de Crockett y Tubbs estos policías usaban un promedio de ocho trajes diferentes, más travestidos imposible.

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Dicen algunos optimistas bien intencionados que esta pandemia nos hará mejores. Parecerá una tontería, pero ¿estamos dispuestos a usar menos papel para limpiarnos el culo? ¿A viajar menos, tener menos cosas, gastar menos agua, vivir más sobriamente?¿Estamos dispuestos a acoger en nuestra casa a nuestros viejos, los que quieren volver porque han pasado ya la enfermedad en la residencia en donde enfermaron? ¿Cesó la hostilidad, cesó el desprecio? ¿Ha cesado el afán de dominio y poder sobre los otros? ¿No seguimos haciendo nuestros juicios con la misma ligereza irresponsable de siempre? ¿Qué clase de verdad muestran nuestros testimonios, si muestran alguna, en la explosión de noticias y dimes y diretes que es también una explosión de contagio que ha suscitado el virus? Reclamamos a nuestros políticos que no mientan, que sean veraces y transparentes en sus informaciones, que actúen honradamente teniendo presente el bien común y no sus particulares intereses. Pero ¿no habíamos quedado en que todo esto era consustancial con el oficio, que la política era esto? ¿No son los políticos que tenemos ‘nuestros políticos’, los que nosotros mismos hemos querido que estén donde ahora están? ¿No pone esta situación también en cuarentena los fundamentos mismos de nuestra democracia, si es que queremos que sea algo más que un ritual de formalidades que tan fácilmente se prestan a la manipulación y la mentira?

Las historias de vida están entretejidas las unas con las otras de tal modo que el relato que cada uno hace o recibe de su propia vida se convierte en el segmento de otros relatos que son los relatos de los otros. Por si alguien creía que podía vivir como el caracol metido en su concha, la pandemia vírica ha tenido que abrirle los ojos. Por mucho que intente retranquearse en su ego, próximas pandemias víricas volverán a sacarle de su imposible aislamiento. La amargura del cinismo no sirve, pues al final también muere. Tantos seguros y reaseguros de vida son como la casa de paja construida con por los cerditos perezosos contra el lobo feroz, porque al final siempre llega el hachazo invisible y homicida. Cerrar los ojos para de este modo no ver al enemigo no ayuda. Bañar todo el cuerpo en oro para ser invulnerable como lo hiciera el rey Midas es otra forma de ahogarse, porque el cuerpo necesita respiraderos. Ciego de remate hay que estar para acumular oscuridad y regalarla a sus hijos como herencia, que el muerto tenga un sucesor que sea como su locum tenens.

No se le puede quitar mucho hierro al asunto de la pandemia del virus chino y sus consecuencias. En España hemos alcanzado unas tasas de mortalidad descomunales, las más altas del mundo; aunque no es algo que hayan señalado nuestras ‘autoridades sanitarias’ parapetadas tras los atriles.

Lo peor es que, pasado el trago, vamos hacia unas tasas de paro que nunca hemos conocido, por lo elevadas que van a ser. La razón es que nuestra economía descansa sobre el turismo, un sector que se va a ver afectado más que otros. Veremos pronto echar el cierre de cientos de hoteles, miles de restaurantes y decenas de miles de bares y chiringuitos. No digamos las agencias de viajes, las compañías aéreas, los cruceros y otras muchas actividades relacionadas con el turismo. La España costera tendrá que volver a poner en marcha las huertas.

Habrá que excitar la imaginación para vislumbrar las series de actividades que todavía pueden ser rentables, que significan una oportunidad de hacer beneficios para los empresarios listos. Por ejemplo, el diseño, fabricación y montaje de mamparas o pantallas de metacrilato. Se van a utilizar a mansalva en los pocos bares, restaurantes y terrazas que van a subsistir después de la pandemia. Puede ser que se instalen también en muchos centros de enseñanza, en salas de conferencias o reuniones. Nos acostumbraremos a vivir ‘mamparados’.