Artículos y debate sobre la crisis del COVID-19

Comentarios al artículo de Carlos Díaz «La lección más perversa que me enseña esta gran desolación».

Querido Carlos, en lo esencial estoy de acuerdo con tu reflexión, pero yo me pregunto quién puede no temer a la muerte, creyente o no creyente, siendo tan humanos o tan inhumanos. Hace unos días, leyendo a Emmanuel Levinas (Alteridad y trascendencia), respondiendo a una pregunta relacionada con este tema, dice que tememos a la muerte porque es lo desconocido: nadie puede contarnos la experiencia y qué es lo que han visto; aunque, como dicen algunos, narren experiencias parecidas, realmente no es nada serio, porque nadie pudo volver para contarlo. Recuerdo hace unos años a una paciente de mi mujer cómo, tras una grave enfermedad, sentía más dolor que miedo, porque sus hijos y nietos vivían de su pobre pensión y, tras la crisis económica, no disponían de ingresos; y ya estaba a punto de morir con más preocupación por ellos que por miedo a la muerte. El amor que sentía por sus seres queridos era más fuerte que todos los miedos. También hay enfermos que suspenden los tratamientos voluntariamente, por el sufrimiento que llevan arrastrando, y sin embargo, justo en el momento en que se ven morir, acuden a darse el tratamiento para evitar, a pesar del sufrimiento que no quisieron soportar, el temible fin.

LA EXPERIENCIA PASCUAL: DE JERUSALÉN A GALILEA Y DE NUEVO DE GALILEA A JERUSALÉN… HASTA LA ULTIMA VENIDA DEL SEÑOR

«Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: “Paz a vosotros”. Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”».

Esta Pascua 2020 será probablemente inolvidable para todos nosotros por las circunstancias que ya sabemos. A causa de la amenaza que supone para todos los humanos la enfermedad que en forma de esta maldita pandemia se nos ha venido encima, nunca olvidaremos estos días de 2020. Sin embargo, como discípulos que somos del Resucitado Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios vivo que convalida esa filiación divina suya por medio de su resurrección, deberíamos tener en cuenta de manera peculiar aquello que verdaderamente importa. Y lo que es decisivo en nuestra vida, en nuestro dolor, en nuestra enfermedad y en nuestra muerte aquí y ahora es la PASCUA. LA PASCUA que consiste en ese Evangelio (esa Buena Noticia) del SEÑOR QUE HA RESUCITADO. Sólo en Él está la plenitud de la salvación humana. Debemos saber que su sepulcro quedó vacío y que su Cuerpo glorioso está esperando a incorporarnos a todos para que lleguemos con Él a la plenitud de su última venida. Solamente en esa plenitud que esperamos ya, solamente en ella, alcanzaremos la victoria definitiva sobre el pecado, sobre la enfermedad y sobre la muerte. Me atrevo de decir a todos con claridad: la verdadera buena noticia de esta Pascua 2020 ya la sabíamos: CRISTO HA RESUCITADO. Por eso mismo, no basta con saberla. Hay que experimentarla y gozarla en plenitud. La victoria del Crucificado Nazareno, Jesús, ilumina su muerte y, entrando en guerra con las sombras de la muerte, vence y nos regala la PLENITUD DE LA VIDA. ¡HA RESUCITADO! ¡ALELUYA!

Lo contrario del miedo es la confianza. Así como del amor es la indiferencia. Quien siente miedo busca seguridad. Algo imposible. Quien siente amor, se arriesga a confiar y a esperar, y, mientras tanto, ama. Es curioso que haya tantos ateos declarados. Personas que no necesitan a Dios para vivir humanamente, prefieren la seguridad que les da dejar de existir. Pero, esto, claro, ¿quién lo sabe? La supuesta seguridad es manifiesta ignorancia, arrogante, nace de una supuesta autosuficiencia, para la que no parece haber razones. Por otra parte, quien confía en la vida infinita, para esperar y desearla, debe confiar en el amor. ¿Quién quiere una tortura que no acabe? La confianza nace de una ignorancia de amor, humilde.

De cualquier manera, la ignorancia y el miedo, juntos, son los que nos llevan a cometer el error de vivir egoístamente, sin amar, sin confiar, sin esperar. Al desastre de ser hombre por amor para devenir un ser más por ignorancia. Cuando no se siembra amor en el corazón del hombre, crecen en su lugar todas las desorientaciones. El miedo a la libertad es carencia de amor. La libertad es el fruto del amor, su manera creadora de comportarse en un hombre. ¿Qué libertad elige morir definitivamente? La del miedo. El creerse más o mejor que el otro va íntimamente unido a la desconfianza. Todos los desastres humanos nacen de ese miedo, de esa desconfianza en sí mismo, de no sentirse radicalmente querido.

Este artículo es el resumen de una videoconferencia impartida por Carlos Díaz el 15 de abril. Puedes acceder a la grabación en este enlace

A todos, al parecer, cuentan las crónicas, nos ha pillado por la espalda la puñalada trasera, algo o alguien conspiraba para matarnos sin dar la cara: iba a por mí sin que yo pudiese negociar con él a fin de postergar su homicidio, así piensa la gente. Esta histeria contra la muerte, esta recopilación de aplausos a la misma hora todos a una como Fuenteovejuna para aplacar la Parca no explica sino la reagrupación de la manada para defenderse en círculo con las patas traseras contra el animal asesino.

No creo, la verdad sea dicha, que quienes salen a la ventana a echarle saetas a quienes les atienden médicamente –‘héroes’ o ‘heroínas’– estén pensando en otra cosa que no sea en su propia sanación; dudo mucho que el aplicado palmeador o palmeadora se encuentre dispuesto a la reciprocidad con sus vitoreados y sus marciales ‘resistiremos’, pues la reciprocidad es el gesto básico de la solidaridad. Hasta aquí llega su temblor; me basta, como al apache, con aplicar el oído a la tierra en que sus aplausos rebotan, para entender su presunta ‘pureza’. Ya están los caramelos arrojados desde la altura de sus carretas de papel por los reyes magos endulzando a los niños que han acudido a la cabalgata. Pronto serán mayorcitos y ya no creerán más en los reyes (en la monarquía ya es otra cosa, ahí los caramelitos funcionan). Y, por supuesto, contando con que tras la verbena y la ritualización de esos gestos catárticos nos va a proteger el cielo de la vuelta a lo mismo, al mismo egocentrismo. Hemos aplaudido para superar la angustia, nos sentimos buenos y mantenemos a raya a la pelona. Si aplaudir costase dinero no se oiría ni el siroco.

Nuestra sociedad no tiene memoria histórica de las experiencias fundamentales más aterradoras de la humanidad como son la guerra, el hambre y la peste. Estas calamidades han sido tan frecuentes en siglos pasados que lo realmente raro es que en España la última gran epidemia sucediera hace un siglo (1918), que la última guerra acabara hace 80 años y que de la secuela de hambre ya casi no queden testigos.

Las últimas generaciones han sido muy afortunadas, pero al faltarnos la experiencia de las calamidades, no sabemos poner en su justa perspectiva lo que nos pasa hoy, hasta el punto de no dar crédito a la realidad de los peligros que nos acechan, Siempre creímos que las epidemias les sucedían a otros, nunca imaginamos que los rostros pálidos pudiéramos caer como los indios. Sin embargo, si la memoria histórica nos sirviera para algo más provechoso que para organizar una exhumación y una nueva inhumación de un dictador ya inofensivo e indefenso, sabríamos que las epidemias han matado en Europa mucho más que las guerras.

Así, la peste negra de 1347-1352 asoló a Europa diezmando a la población, acudiendo a la cita con sus desdichadas víctimas en periodos de 8 a 12 años. Por ejemplo, en Francia, desde 1437 a 1536 (189 años) hubo 24 brotes, una media de un brote cada 8 años; desde 1536 a 1670 (134 años) hubo 12 brotes (cada 11 años). Después de 50 años, cuando se daba por desaparecida, en 1720 hubo el último brote en Marsella, donde murieron 50.000 de sus 100.000 habitantes.

En estos días pandémicos y pandemoniacos me escribe Amando de Miguel, a quien tengo por el mejor formado y más culto sin la menor duda de todos los sociólogos españoles: «Escribes más que el Tostado. Eres una pluma loca. Te admiro». Que me admire a quien admiro es admirable. Lo que pasa es que eso de que me comparen con el Tostado y, lo que es peor, con una coneja («pares más que una coneja»), comparación que a Dios gracias no es de Amando, me mosquea más. Ahora bien ¿quién fue el famoso Tostado, que con una simple ‘r’ detrás se me antoja tostador de herejes? Pues ‘investigando’ en Internet, que es la forma habitual de hacerlo entre los españoles, especialmente consultando ‘el rincón del vago’, hete aquí al personaje:

Alonso Fernández de Madrigal, más conocido como el Tostado (1410-1455), fue académico, escritor y obispo de Ávila, en cuya catedral se halla enterrado con suntuoso sepulcro a la vez retablo y altar. Lo que me impresiona es que tengo mucho en común con él, y no por motivos escriturarios o escritureros, sino por haber estudiado como yo mismo lo hice –más de cinco siglos después– no sólo en la Universidad de Salamanca, sino además en el Colegio Mayor de San Bartolomé, uno de los más antiguos y prestigiosos de la historia de la cultura europea, regentando luego la cátedra de Artes y la de Filosofía moral, así como la de Poesía cuando era maestrescuela, y de Biblia, pues sabía latín, griego y hebreo, un kit cultural envidiable que le hubiera venido bastante bien a la gente en estos tiempos de abstinencia de baretos. Además, el Tostado no fue un docto sumiso, sino que en época peligrosa e inquisitorial se atrevió a oponerse a la superioridad del dictatus Papae sobre la hermenéutica bíblica como criterio de autoridad inerrante. Dedicó también a la reina el Libro de las paradoxas, inspirado en otra obra de Cicerón, sobre las contradicciones que encuentra en las denominaciones usadas en la Biblia, que resuelve aplicando los cuatro sentidos de la hermenéutica escolástica medieval. La primera versa sobre la Virgen María; la segunda, sobre Jesucristo como león; la tercera, como cordero; la cuarta, como serpiente; y la quinta, de Cristo como águila y su ascensión.