Artículos y debate sobre la crisis del COVID-19

XVIII

Estos días, aunque por fuera, no se diferencian mucho de la vida que llevo habitualmente después de jubilado y retirado, es decir, voluntariamente confinado. Que no es lo mismo, pues el hecho de saber que las constricciones vienen impuestas desde fuera confiere a la vivencia de los días un halo peculiar. Ello me ha llevado, entre otras cosas, a volver sobre algunas ideas que no sólo tenía pensadas de antes, sino escritas y hasta publicadas, y pensarlas de una manera cuando menos más intensa. Por ejemplo, el pensamiento que encierran estas palabras de Heidegger: «La piedra es carente de mundo (der Stein ist weltlos), el animal es pobre de mundo (das Tier ist weltarm) y el hombre es formador o configurador de mundo (der Mensch ist weltbildend)».

Este pensamiento que distingue entre el espacio que ocupa la piedra, el entorno en que vive el animal y el mundo que habita el hombre tiene consecuencias prácticas. Ocupar, alojar y habitar señalan distintos niveles de referencia y relación con las cosas. No es lo mismo ocupar un espacio con objetos físicos, que alojarse como organismos biológicos en un entorno, con el que mantiene ciertas interacciones, que habitar un mundo, que es lo propio de hombres y mujeres —de las personas— que viven en ese mundo. Un mundo que es en principio una realidad significada y significante.

XVII

En el recuerdo estás tal como estabas
Juan Ramón Jiménez

Otro día más de muertes que se añaden a otras muertes, extraña contabilidad macabra que parece contentarnos con el hecho de que bajen un poco los números del debe. Muertes sobre todo de ancianos, hombres y mujeres que vivían ya confinados, en residencias, víctimas de fortuitas eutanasias sobre las que algunos ya insinúan también sus cuentas, lo que se ahorrará —¿quién, quiénes?— en gastos sanitarios y en pensiones. Su confinamiento no ha servido para aislarlos del virus, sino para ponerle en bandeja toda una carnicería. Leyendo las estadísticas, para que no se me olvide que se trata de vidas humanas y no de números, me he acordado de mi abuelo materno, Joaquín Pavo, maestro carpintero, para mí uno de los hombres más honrados y libres, sencillo, bueno valiente y sensible que he conocido y al que guardo una profunda admiración y cariño. Recuerdo con enorme agradecimiento una infancia vivida muy cerca de su amparo y de su ejemplo.

Me viene a la memoria muy nítidamente su figura de un día que estaba sentado en las gradas de piedra de la entrada a la iglesia de mi pueblo natal. Su piel, ya vieja y pálida, como la luz del invierno, absorbiendo las gotas del sol tibio de la tarde. La chaqueta y la gorra de pana negra espolvoreadas de serrín. El cuello abrochado de la camisa. La mirada de sus ojos claros perdida en la comba de su meditación, de su oración tal vez, mirando quién sabe qué. En sus labios, la esbozada sonrisa de alguna ausencia o presencia secreta.

Estamos en casa, en ‘mi casa’, confinados, otros están en ‘sus casas’, son muchas las casas; hay palacios y hay chabolas… y otros, sin casa, o acogidos en casas, porque su casa es la calle… Si, como cristianos, constatamos la importancia que Jesús da a la casa, nos vemos cuestionados desde lo profundo, porque nuestras casas no parecen ser lo que fueron para Jesús y los primeros cristianos, y para muchos que, a través de los siglos, han hecho de su lugar de convivencia una plataforma de solidaridad, encuentro, acogida, hospitalidad, celebración, sanación, anuncio, elección, lugar donde uno es acogido como es y encuentra el amor y la comprensión para ser él mismo y tener una identidad desde el amor. Esta es la casa para Jesús: los que al reunirse tienen a Jesús en el medio, escuchan su palabra y buscan la voluntad de Dios.

Sí, el Evangelio me anuncia que somos ya ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo (Flp 3,20-21). Somos moradores de la casa de Dios, pero ahora estamos en peregrinación hacia esa casa, y mientras tanto, tenemos que vivir en casas, donde debemos anticipar lo que esperamos. Jesús nos muestra cómo debe ser el ahora de nuestras casas. La casa para Jesús es de suma importancia. El evangelio, sobre todo en Marcos, quedaría muy afectado si prescindimos de la casa (oίκος).

Existe en la ciudad de México, camino a mi casa desde el aeropuerto, una vía rápida que se denomina Avenida de los mil metros, que es la distancia que en total habré caminado (no mucho más) durante los más de cincuenta días de reclusión en Madrid en tiempo de la feroz dictadura del General Coronavirus. Durante ese tiempo, atrincherado, agazapado, defendido, he redactado a bote pronto aproximadamente quinientas páginas, lo que –si Pitágoras no me falla– casi me sale a cuatro metros por página, medida de mi rendimiento de ahora en adelante, habiendo leído unas cinco mil. Con esas medidas tendrán ustedes una idea aproximada de quién he llegado a ser, pues fuera de ese círculo ya apenas salgo, y casi nada sé quién, ni si soy. Creo que he mutado y que a partir de ahora me encuentro siendo un sí mismo como otro, razón por la cual, en adelante, y si Fortuna adiuvat, es decir, con permiso de la autoridad competente, escribiré de otro modo.

Habiéndome, pues, convertido en hombre-resma después de no haberme conformado con ser un hombre-res ni un hombre-cua-resma, o quizá como resultado de ello, cualquier sastre medirá mi abdomen por el número de libros publicados, más de trescientos al fin, contando con los tres últimos, paridos precisamente en este encierro: ser padre y madre de tres nuevas criaturas en menos de dos meses merece algún respeto, razón por la cual este abdominalmente voluminoso Buda se alegra. La trilogía en cuestión En las cimas de la desesperación, Estos días llenos de noches, y De otro modo, están siendo publicados en la editorial Sinergia de Guatemala, mi actual refugio literario, donde llevo ya cerca de treinta libros publicados, con mi máxima gratitud por cada uno de ellos.

Ante los problemas que más nos preocupan, la enfermedad causada por la pandemia –reunión de todo el pueblo–, trabajemos todos juntos para hacer frente a los que más sufren este contagio, que son nuestros mayores.

¿Por qué se está dejando morir, sin la atención sanitaria requerida, a aquellos a quienes debemos tanto? Son personas dotadas de dignidad inviolable.

Por su edad, debilidad, nuestros mayores requieren reconocimiento, agradecimiento, y hoy son los más vulnerables. Oímos: «hay que abandonarlos porque no son útiles». Si acabamos con los débiles nunca podremos ser fuertes. Aborto, eutanasia, eliminación de los no-productivos, que son carga económica… son realidades que están ahí. Quien mata a un inocente termina matándose a sí mismo, porque mata su propia inocencia (P. d’Ors). ¿Dónde va una sociedad que mata a los más débiles, por abajo y por arriba? Por la vida de nuestros mayores, por su entrega, por su amor, sacrificio y gratuidad, tenemos la nuestra. «La prestación de asistencia a los ancianos se debería considerar, no tanto un acto de generosidad, cuanto la satisfacción de una deuda de gratitud» (Benedicto XVI, Discurso en London Borough of Lambeth 18-9-2018).

XVI

Decimos que están hechos de madera de héroes y santos aquellos que ahora alivian el dolor de los demás. Es la gente que sirve y colabora con la vida sin pensarlo dos veces y sin mirar quién los mira. Ni son canonizados ni la historia los nombra ni les hace monumentos. Invisibles, anónimos, parecen de otro mundo, celestes como ángeles.

Si hay inevitablemente algún brillo distintivo entre ellos, el polvo de la calle lo atenúa; se hacen gente común, gente corriente que se afana en atender a las necesidades. De la comprensión de esas necesidades se impone por sí misma la obediencia: hacer lo que hay que hacer y punto en boca.

Poniéndose los últimos, resultan los primeros; descuidando su vida, se hacen imprescindibles. Y como las semillas, al morir a sí mismos en la tierra humana —Adam, humus—, siembran, generan vida. Y nos sirven, como la espiga de trigo, sin pedirnos el voto.