Artículos y debate sobre la crisis del COVID-19

El burgalés Paulino Díez, a quien no recuerdo del todo si llegué a conocer personalmente en Venezuela o en España, nacido en 1892 y anarquista de la talla de Durruti, Ascaso, Noi del Sucre, Pestaña, etc., con los que compartió su destino militante, cárceles, deportaciones, persecuciones y todo tipo de penalidades pensables, es de esos personajes que hoy nos parecen míticos, no ya por sus ideales, sino por la entrega absoluta de sus vidas, las de ellos y las de sus compañeras e hijos, y sobre todo por la enanez de nuestra propia estatura, al menos de la mía. Y como, de vez en cuando, necesito hablar algo a alguien de estas épocas y de esos para mí al menos paradigmas de humanidad, aunque hoy por lo general no se esté en condiciones de entenderlos, ni siquiera de contextualizarlos, quiero traer a colación tres anécdotas suyas, la primera de ellas relativa a la forma en que eran custodiados cuando se les llevaba presos:

Una de las formas más hermosa, necesaria y clara del amor es enseñar a volar. Cuando alguien que dice que te ama no pone todo su empeño en cortar el cordón umbilical que te ata a su ser y, a la cara o a escondidas, mantiene algún hilo de sumisión, alguna desconfianza, alguna esclavitud orienta todavía su vida. Y quiere esclavizar la tuya.

Lo sabía por los libros, pero jamás se me había aparecido con tanta claridad y en tan poco tiempo, la sutil, frágil, débil línea que separa una democracia formal y enferma de un totalitarismo. Basta, como decía nuestro magnífico y agudo poeta, que se le conceda poder a un psicópata, a un fanático, o a una banda de narcisos acomodados, para que empiecen a levantar el dedo y, tocándose la boca o la frente, silencio avisen, o amenacen miedo.

XV

¿A qué viene tanto esfuerzo, nos dicen, por salvar a los viejos, ya carne desahuciada, mercancía averiada, sin rentabilidad?

Y nosotros decimos que nuestros viejos son un tesoro de vida que se cumple en sí mismo, dorada y fiel memoria de experiencia, tiempo más cerca de la plenitud, vida más cerca de su cumplimiento.

Y decimos que cada vida tiene —única, irrepetible—un valor infinito.

La vida, no en su valor abstracto, biológico, relativo, sino en su valor concreto e individual, en su valor absoluto —nadie se muere por otro ni más o menos que otro— es una misión que cada uno debe cumplir desde su propia interioridad. Cercenar desde fuera la duración de una vida es quitarle, tal vez, la posibilidad a alguien de que llegue a su cumplimiento.

¿Será verdad que, si durara mucho esto del virus, acabaríamos por callarnos? Creo que jamás hemos hablado, escrito y gritado tanto como en la situación actual, es como si hubiésemos estado completamente callados con anterioridad y ahora de repente se hubiese abierto la veda para hacer todo lo contrario. Ha sido tal la vorágine de palabras que todo el mundo, sin excepción, hemos entrado en la dinámica del bulo. Había que hablar, escribir y gritar, hasta el punto de no importar si respondía a la verdad o a la mentira, eso era lo de menos, había que hablar y no estar callados, lo que nos ha llevado a superar a los maestros de la sospecha, y ahora todo lo que se dice está bajo sospecha. Lo estamos consiguiendo, este es el estado previo al de enmudecer.

Sí, se nos están acabando las palabras, los textos, los gritos, las caceroladas y hasta los bulos, pues ya no se los cree nadie. Cuando esto pase, si pasa, no sabremos cómo retornar a la palabra. Ya sabemos por experiencia que no hay mal que cien años dure, ni mal que por bien no venga; pero mientras tanto ¿permaneceremos calladitos?

El Hombre, la Persona –por aquello del lenguaje de género, el hombre, la mujer y todo lo que ustedes quieran agregar, para que nadie se sienta discriminado– no puede estar callado.

LA EXPERIENCIA PASCUAL: JESÚS DE NAZARET, LA IGLESIA DEL SEÑOR JESÚS Y EL REINO DE DIOS QUE VIENE (III)

Me parece importante seguir manteniendo, como guion de meditación, estas tres palabras que son y seguirán siendo para siempre fundamento incuestionable de nuestra fe cristiana: Jesús de Nazaret, la Iglesia del Señor Jesús y el Reino de Dios que viene. También en este domingo quinto de pascua podemos seguir centrándonos en lo que esas palabras significan para hacer más vivo y fecundo el sentido de la experiencia Pascual. Del encuentro personal con quien dejó el sepulcro vacío y nos invitó a ir a Galilea para reconocerlo allí. De ese modo, Cristo Resucitado se actualiza en medio de nosotros vivo también este año 2020, aunque sea en las especiales circunstancias que a veces nos hacen dudar de Dios mismo, de su Iglesia, del mundo y aún de la esperanza del Reino.

¿Qué es lo que Dios está queriendo de nosotros en este año tan peculiar? Vamos a seguir mirando sus indicaciones y signos en espíritu de fidelidad a Él. Especialmente hoy debemos fijarnos en la condición temporal humana, en nuestra condición caduca, decrépita, aquella que nos encamina a esperar con ansia y gozo el Reino de Dios que está viniendo. Porque en verdad necesitamos que el Señor vuelva. Y sólo con su segunda venida se culminará la plenitud de la Salvación.

No pocas de las personas sexagenarias, septuagenarias y octogenarias, a las cuales oigo por sobre las mascarillas mientras paseo durante mi hora reglamentaria, comentan: a) «¡Anda que nos la han liado buena con los virus!». b) «¡Esta sí vamos a pasarla, pero la próxima ya no la pasamos!». La primera de ellas revela el carácter conspiranoico de las gentes de mi barrio, según las cuales hay que echar la culpa a alguien. Así como el caballo Bucéfalo se espantaba por sus propias sombras, o los niños pequeños creen que el sol gira en torno a ellos cada vez que se mueven, así también alguien conspira contra mí con la aviesa intención de matarme. Al menos ya estoy en el centro del drama, soy protagonista, y de algo puedo ufanarme, mi vida no está tan vacía. La segunda es aún mejor si cabe, pues ahora tenemos ochenta años y aún nos pilla jóvenes, pero la próxima vez –cuando tengamos cien– no va a quedar ni Zerristaco para lamentarse, no hay derecho que no dejen a las guapas llevar flores en los pechos.

Por otro lado, este así llamado coronavirus cada vez va pareciéndose más a una gripe aviar, a un gallinavirus que está dejando a muchas personas con su culo de pollo o de gallina al aire, y de este modo evidenciando la gran proximidad genética existente entre los presuntos héroes humanos y las cobardes gallinas. No al orangután ni al Gran Simio nos parecemos, sino a la Gran Gallinácea.