Artículos y debate sobre la crisis del COVID-19

La fe es partir, compartir, repartir, «le reconocieron al partir el pan». Pan que se entrega: «Yo entrego mi vida libremente, por vosotros».

¿A qué viene esta reflexión en este tiempo de confinamiento, de necesidad de pan y de salud? Sencillamente: la fe que explican los evangelios se refiere a dos hechos propios de la condición humana: alimentación y salud. Es evidente que sin pan no hay salud.

La fe en Jesús que nos relatan los evangelios, en muchos casos, no está relacionada con lo que nosotros profesamos en el credo, sino que está relacionada con el pan de cada día y la salud de las personas.

Hay un hecho desconcertante sucedido en un centurión del ejército de ocupación en Galilea; Jesús afirmó que «en ningún israelita había encontrado tanta fe» como la que vio en aquel militar extranjero. Lo más fuerte de todo es que para Jesús, el verdadero creyente es que el que no tenía religión. De ahí que fue al samaritano al que le dijo: «Tu fe te ha salvado» (Lc 17,19). Así que el único que no tenía religión es el que tenía fe. Así se lo dijo Jesús a Jairo: «No temas; ten fe y basta» (Mc 5, 36). En todos los casos citados lo que está en juego no es la fe cristiana (eran judíos, paganos, samaritanos), sino las situaciones de la vida y la fe en Jesús. Pan, salud y sentido, fe en Jesús.

XIV

Mientras este virus deleznable nos tiene recluidos —¡a nosotros, los amos de la creación, los reyes de la historia!—, contemplo en mi jardín a los mirlos, sus idas y venidas. Los he visto acarreando briznas una a una, levantando en la rama del olivo casa para criar. Los he visto cómo lo cubren con sus alas incubando sus huevos —preciosos, ovalados, lisos, como niquelados, sin pintas, de un tono azul verdoso—, fieles a su tarea, la que la misma vida les tiene encomendada: acrecentar la vida… En muy poco tiempo nacerán los polluelos y echarán a volar.

Otro día me doy cuenta de que ya no se demoran sentados largamente encima de su nido. ¿Es que se terminó ya la incubación? Ahora vienen y van, turnándose entre ellos, con los picos cargados del pan de cada día que dejan en la boca aún tierna de los polluelos. Levantarán su vuelo en pocos días. Se arrojarán del nido, todavía moviendo torpemente sus alas. Se darán contra el suelo. Un salto, otra caída; una vez y otra vez, hasta que aprendan. Sus padres mientras tanto los vigilan atentos y distantes. Quieren que sus hijos estén bien educados y por eso no los han mandado a la escuela1. Y además ahora para qué.

Estos meses de encierro sin cadenas me hacen pensar mucho en los enfermos mentales, que de una u otra forma somos todos, yo al menos, y cuantos pacientes acudían a mi consulta. Aunque las peluquerías vuelvan a abrir para restaurar la belleza perdida, los psicólogos todavía no han comenzado, pero trabajo lo tendrán, y mucho, pues quienes viven sobre una delgada arista emocional experimentarán caídas o recaídas en sus trastornos, y las ganas de abrazar y ser abrazados irán en ellos entreveradas con las ganas de odiar y de destruir, y su sufrimiento será el nuestro. Solemos dar por natural el cáncer de estómago o la cojera, pero no la enfermedad de mente (al demente), y, además, ignoramos las correlaciones entre las psicopatías personales y las sociedades.

La esquizofrenia (en griego escisión), madre de todas las enfermedades mentales, es una anomalía en los procesos cognitivos con una pobre respuesta emocional. Sus síntomas suelen ser lenguajes y pensamientos desorganizados, delirios, alucinaciones (‘voces’), trastornos afectivos y conductas inadecuadas por temor al rechazo.

La paranoia se caracteriza por una distorsión del pensamiento, que se siente ‘perseguido’.

Muchas veces me he encontrado con padres de niños pequeños que me conocen e intentan presentarme a sus hijos diciendo aquello de «mira, Pepito, este señor es el médico de los animales». Lo hacen con buena intención y probablemente es lo único que se puede decir, dadas las escasas entendederas de esos tiernos infantes, quienes, evidentemente, no iban a entender nada si les dijeran «este señor se dedica a estudiar la fisiología del tejido secretor de la glándula mamaria de pequeños rumiantes».

Como tampoco entenderían que ante la presencia de un médico lo presentaran como «un veterinario especialista en una sola especie: la humana». Pero el caso es que a los representantes de esa profesión, que tiene como lema Higia pecoris, salus populi, en la imaginación popular se les ve únicamente como clínicos que se dedican a curar animales enfermos. Y más veces de la cuenta como clínicos de segunda, utilizándose nuestro nombre como peyorativo para designar a un profesional de la medicina humana reincidente en la mala praxis.

Debo reconocer que a mí me gusta más el balompié por razones sentimentales que por deportivas. La épica del Atlético de Madrid me encanta, pero lo que realmente me fascina es el aroma a salitre viejo que se respira en el entorno del Tenisca. Pero yo me considero un conocedor de clase B en cuestiones de fútbol. Sin embargo, he disfrutado muchos partidos junto a todo tipo de gente en La Palma, en las otras islas y en la península. Entre ellos algunos de clase A como los hermanos Almenara, Paquito o Aroldo, todos de mi equipo, o como los hermanos Ayut o Miguel Perdigón, quien fue destacado guardameta del Mensajero. Pero no se trata de estos últimos, voy a referirme a los otros, a quienes, al igual que yo, discutimos a pesar de nuestros conocimientos inferiores. Y además siempre ganamos todos los encuentros después del pitido final. Si hubiera puesto a fulano en lugar de mengano por la banda, seguro que no nos empatan; si el portero no sale a destiempo…; si el planteamiento hubiera sido más ofensivo… Y por supuesto lo que perjudica a mis colores es malo y lo que le beneficia es bueno. Pero en todo caso no se olviden de que estamos hablando de fútbol, lo más importante para mucha gente hasta hace seis semanas. Ahora tenemos otros motivos, otros temas de conversación, sobre lo que nos puede costar nuestra salud, o nuestra vida, como les paso a Felo y a Mario, tan rivales en lo futbolístico como queridos por sus amigos.

XII

Tu rostro me duele, luego existes para mí
CARLOS DÍAZ

Como el Hijo del Hombre, que no tiene guarida ni lecho donde pueda reclinar su cabeza, ahora el dolor deambula por las ucis y por las morgues sin consuelo, ni oración, ni lágrimas para los que se han querido.

Este dolor no tiene donde echarse que no sea en sí mismo y lo que tenga a mano: el prójimo de al lado sea quien fuere, otro hombre, otra mujer, otro doliente a quien le duele el otro. Recogiéndose en su puro y entero padecer, sin horizonte alguno en su presente, ocupado de sí, no como la piedra ocupa su lugar, su espacio propio, señalado por las leyes del afuera, sin sentirse afectada por ellas, sino como la vida misma se ocupa de sí en su ahora, este dolor, del que no puede escapar, y lo sabe, pues no hay salida que no sea la puerta que nos abre el dolor a la puerta del dolor, sino en la lealtad, la entrega y la esperanza.

Porque el dolor es siempre de verdad, esta palabra se realiza sola, sin otro referente que ella misma, está grabada en tu última conciencia desde la eternidad, encarnada en los cuerpos que viven, que sufren y que mueren. Desde ahí se pronuncia, translúcida y transida de realidad palpable, pues no dice otra cosa de sí misma que no sea dolor, es decir, vida humana.