Reflexiones desde un punto de vista personalista comunitario.

Emil Armand (1872-1963) abrazó en principio el cristianismo del Cristo revolucionario y pacifista de Tolstoi, luego fue anarco/comunista y finalmente anarco/individualista, en su búsqueda de lo que entonces se llamaban milieux libres (espacios libres). Su defensa del naturalismo y del amor libre proviene de Fourier, y lo que llamó camaradería amorosa incluía el amor plural de parejas múltiples, habiendo publicado numerosos libros también sobre historias de organización comunitaria sin Estado y sin explotación económica llevadas a cabo desde los tiempos más remotos, muchas de ellas efímeras y fracasadas1.

«El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo… el que lo encuentra, vende todo lo que tiene y compra el campo».

Lo más importante que debemos buscar, el tesoro, es la sabiduría, porque es más importante que las riquezas. Por este tesoro lo dejo todo. Saber discernir para escoger lo que más conviene al desarrollo personal y al de los demás, de forma que seamos referencia para el crecimiento personal, es ser sabios. Esa sabiduría se la pidió Salomón al Señor (1Re 3,5.7-12): «un corazón sabio e inteligente». La sabiduría la necesitamos para poder vivir con profundidad y gozo la existencia. Para poder elegir y dejar lo que ya tenemos, necesitamos la experiencia de haber encontrado el tesoro más importante en nuestra vida, y éste es el encuentro con la Persona de Jesucristo: experiencia de Tabor, que pasa por el Triduo Pascual, para ser testigo de las Bienaventuranzas. Este encuentro cambia la vida, marca un antes y un después; de aquí nace la radicalidad y la decisión que son fundamentales en el seguidor de Jesús. Sin experiencia personal y profunda de haber encontrado el Reino de Dios, nuestra vida –dice Jesús– se pierde por querer ganarla, y termina en fracaso. ¿Qué es lo que de verdad te importa? ¿Qué estás dispuesto a vender para conseguirlo? «Vende todo lo que tienes y compra el campo». Esto es fácil saberlo: ¿dónde tienes puesto tu corazón? Jesús nos dice que lo fundamental es «buscar el Reino de Dios y su justicia».

Cuando se han librado los primeros meses de la Guerra civil española mueren el día 20 de noviembre de 1936, separados por escasas horas y unos cientos de kilómetros, el anarquista Buenaventura Durruti y el falangista José Antonio Primo de Rivera. Las dos organizaciones a las que representaban compartían los mismos colores en sus banderas, el rojo y el negro. Francisco Franco muere 39 años después, el 20 de noviembre de 1975, con una bandera roja también, y gualda. Al finalizar la guerra se borró todo tipo de huella del mausoleo levantado en honor de Durruti. El cuerpo de José Antonio fue exhumado y llevado a hombros desde Alicante hasta el Escorial, y una vez terminado al Valle de los Caídos, como Franco, cuya tumba también fue sacada muchos años de allí casi a patadas. Ni siquiera después de tanta masacre dejan descansar a los muertos, a los caídos. Todas las golondrinas han abandonado la historia.

La experiencia de la humanidad hoy, con el Covid-19, es incertidumbre, miedo, inseguridad, tristeza, falta de sentido (campo psicológico, por ejemplo depresión) causados por un virus que nos ha venido; pero nos han venido con él otros ‘males’ adyacentes, que no son tales: la ‘purificación’, el desapego a tantos ídolos, necesario para que surja algo nuevo (campo teológico: noche oscura). No es lo mismo depresión que noche oscura, aquí Dios está hablando. El hombre no tiene en su mano el mundo, se le escapa, no lo domina. Nos han engañado, hemos sido unos crédulos. La ruptura es dramática, lo queramos o no lo queramos. Nos vemos peores que antes, pero puede que sea para ir mejor. A través de la purificación de los apegos Dios está actuando. ¿No es esto positivo? Se necesita humildad para poder aceptar este lenguaje de Dios en la tribulación. Cualquier experiencia de la vida nos puede introducir en la ‘noche’. La del Covid-19 también.

Entrar en la dinámica de la historia, sin pretender exigir aquí y ahora el ‘ya’ del Reino… Son muchos los que quieren ver ya el final de la historia: les falta perspectiva histórica. No soportan la oscuridad, la inmediatez les domina. Nos hemos creído que lo podemos todo. El hombre no tiene en su mano el mundo, se le escapa. Sí, soñábamos que la biomedicina en el futuro nos libraría de la muerte. Y no, no es así. Hemos dado culto a dioses que se pensaba que no tenían límites, que esconden, como siempre, tristeza, esclavitud, desesperación, sufrimiento que Dios no quiere. Han engañado a muchos, hemos sido crédulos.

Durante el tiempo de confinamiento científicos, filósofos, intelectuales y teólogos han puesto en comunicación interesantes reflexiones sobre el después. Estas reflexiones deben ser desconfinadas y puestas en diálogo para hacer posible nuestro futuro común y que no sean palabra del pasado, sino fraterna palabra del futuro.

El futuro le pertenece a Dios, pero el esfuerzo de colaborar con Él nos pertenece a nosotros. Estamos viviendo como lo que se ha llamado «la nueva normalidad», y requiere una nueva actitud para situarse ante ella: lo perdido no nos conduce a ningún lugar.

Hace medio siglo, desde que nos casamos, que paso parte del verano en Burgos, la patria chica de mi esposa. Es una ciudad hermosa, limpia, verde, habitable y burguesa, en la que el generalísimo Franco lanzó su celebérrima declaración del día de la victoria el 1 de abril en un palacete ahora reconvertido en burocrática propiedad de la Junta de Castilla y León, donde se juega a pasar que allí no pasó nada y se exponen cosas anodinas que nadie visita ni antes ni después del Covid.

Castilla la Vieja es eso: vieja y castellana, ajena a todo menos a su macicez de siempre, ahora aderezada con las guindas de la gente pija y posmoderna, renuevo de lo tradicional. A mí, anarquista, me encanta sin embargo un cierto personalismo comunitario de José Antonio Primo de Rivera, con independencia de muchas cosas displacenteras. Pero su hálito de eternidad que en él se concentra en Castilla permanece en mí: «Castilla, que es la tierra, sin galas ni pormenores, la tierra absoluta, la tierra que no es el color local, ni el río, ni el lindero, ni el altozano. La tierra que no es, ni mucho menos, el agregado de unas cuantas fincas ni el soporte de unos intereses agrarios para regatearlos en asambleas, sino que es la tierra; la tierra como depositaria de valores eternos, la autoridad en la conducta, el sentido religioso en la vida, el habla y el silencio, la solidaridad entre los antepasados y los descendientes. Y sobre esta tierra absoluta, el cielo absoluto.

Subcategorías

Artículos y debate sobre la crisis del COVID-19