Artículos y debate sobre la crisis del COVID-19

VI

Y ya que estamos obligados a ejercer de medio monjes deberíamos saber aprovecharlo en sus productivas dimensiones espirituales practicando, por ejemplo, alguna regla monacal. Sugiero, por hacer honor a mi nombre, tres reglas benedictinas:

La primera: «Ora et labora». Rezad, meditad; es lo mismo. Lo que sepáis, como queráis. Sentid interior y verdaderamente que sois infirmes por naturaleza —o sea, enfermos, la mayoría asintomáticos—, criaturas dependientes de algo más grande que vosotros mismos, que los Estados y los gobiernos. Se trata de entrar en uno mismo en busca de Dios, «más dentro de mí que mi propia intimidad», como decía san Agustín.

Y trabajad en lo que sepáis hacer, estéis o no empleados. Desempleados o pensionistas, vale, pero en paro nunca.

La segunda: «Habitare secum». Vivimos en un mundo que estamos explotando sin misericordia, que descuidamos como si fuésemos okupas o mediopensionistas de un lugar que no nos pertenece. Lo cuidaron nuestros padres y abuelos y nosotros, los que quedemos vivos, lo hemos de cuidar también para nuestros hijos y nietos. Aprovechad la lentitud del ritmo de la vida que ahora llevamos en nuestro confinamiento, mucho más humano, para empezar a habitaros a vosotros mismos. Sólo cuidándonos interiormente, limpiando, ordenando, embelleciendo nuestros adentros, podremos cuidar también el mundo de fuera, limpiarlo, ordenarlo y embellecerlo. Como es adentro es afuera, decían los herméticos.

Desde Homero las epidemias se han descrito como una lluvia de flechas lanzadas por un dios enfurecido. En la Edad Media, esa imagen, justificada como un castigo divino por los pecados del mundo, tuvo una gran popularidad. Fue entonces cuando se difundió la devoción a San Sebastián, el santo martirizado por agudas saetas, como protector contra la peste. La descripción bélica de la epidemia puesta de moda por el gobierno recuerda esta idea de agresión sobre un pueblo sitiado.

Habría que ser más lúcidos y honestos. Ante las epidemias el saber se reparte en tres estratos: la mayoría del pueblo, que, a veces, falto de organización y sentido se degrada en masa, las minorías doctas, y el gobierno. No debería haber duda sobre la correcta jerarquía de saberes y, sin embargo, los que están en la cima no siempre aciertan, es más, a veces desvarían.

Durante siglos los sabios explicaron las epidemias con la ciencia que poseían, según la cual la causa natural estaba en el aire contaminado por emanaciones del suelo, en conjunción con la posición de los astros; desecharon la teoría del contagio, a pesar de que alguno como Girolamo Fracastoro expusiera una teoría del contagio, al estudiar la sífilis (1546), a la que llamó el «mal francés», donde se ve que el conocimiento de las epidemias lo carga el diablo y siempre apunta a alguien. El pueblo era ignorante, pero siempre tuvo el instinto como recurso para evitar el peligro en lo posible, o el sentido común y la prudencia para ponerse a salvo por la vía de la huida, la protección o el aislamiento. Así que la práctica más eficaz contra las epidemias, el aislamiento, se debió a la acción del pueblo y de las autoridades.

Todo ser humano muere muchas veces, y cada vez de una manera diferente: muchas veces, puesto que muere tan frecuentemente como desaparecen a su alrededor los seres vivos que se acordaban de él, y de una muerte diferente según la cualidad y la profundidad de la comunicación interrumpida. Cuando esas voces se van, queda en nosotros un gran vacío que los ruidos estruendosos no pueden colmar.

Es preciso que haya varias voces juntas en una voz para que ella sea hermosa. Sólo hablamos llamados, llamados por lo que hay que decir. Es preciso que, por un instante, un hombre se yerga en la noche para que el silencio eterno de los espacios infinitos aparezca como silencio, recogido en la voz que lo designa. La voz que da voz, incluso al propio silencio, no se ha dado, sin embargo, ella misma a sí misma. Hablamos por haber oído y, no dejando de oír, cualquier voz lleva en sí misma varias voces, pues no hay primera voz. ¿Cómo oír la llamada que nos hace hablar? ¿Cómo pensar la palabra que responde sólo oyendo? ¿Cómo dar la voz, único lugar en que se encarnan la llamada y la respuesta? ¿En qué consiste llamar cuando el que es llamado sólo surge a través de esa llamada? Estas preguntas de Jean-Luc Chrétien interpelan en un mundo como este mundo.

Hablar es haber escuchado y seguir escuchando todavía, pero también es hacer oír y, por tanto, hacer responder aún. Biunivocidad de la palabra. Si estás rodeado de silentes circunspectos cuya norma es no hablar por principio, ya sabes: sacude tus sandalias y márchate a otra parte para que puedan roer sus silencios taciturnos de campana vacía. Yo prefiero que digan algo, aunque sean asertos simplistas, a que no digan nada ni aunque les aspen. Pues, si tienen algo que decir pero lo callan, siempre puedes temerte una daga traicionera sobrevolando tu espalda.

Hubo un tiempo en el que el hombre miraba a la vida de forma opuesta a la que el hombre de hoy lo hace. Este hombre se veía, se sentía, se experimentaba y se sabía como parte de un misterio que envolvía toda su realidad. Todo él era misterio.

El hombre de hoy no mira la vida en la misma forma que su antecesor. Su mirada ha dado un giro copernicano. Este es un hecho crucial que ha cambiado el rumbo de su historia, es decir de nuestra historia.

La mirada del primero se orientaba hacia el misterio como forma de encontrar el sentido de su existencia y de todo lo que le rodeaba. El segundo se desprende de dicha mirada y se sitúa por encima de todo misterio y observa su vida y la de todo lo que le rodea como problema.

Este hecho, aparentemente trivial, significa sin embargo un cambio de paradigma antropológico; es más, me atrevería a decir que se podría comparar con el paso del estado de homínido a persona, es decir de antropoide a hombre, pero a la inversa.

Así, nos situamos ante dos paradigmas, dos formas de afrontar la existencia completamente opuestas. El primero es el paradigma del hombre de la cultura y el segundo el del hombre de la civilización.

Soy consciente de que lo anteriormente afirmado sobre la analogía del cambio de paradigma antropológico puede suscitar controversia, pero no es éste el objeto de mi presente reflexión, pues lo que quiero es evidenciar la divergencia que estas dos formas de mirar produce en el devenir de toda nuestra existencia y por tanto de nuestro estado actual, y muy en concreto en lo que al concepto de progreso se refiere.

Me resisto como gato panza arriba a escribir “el día después”, que es como se dice en los mentideros. No habrá un día siguiente al final de la epidemia, pues no se notará el salto brusco de un estado de confinamiento o arresto domiciliario colectivo a otro de libertad de movimientos. Iremos poco a poco, demasiado lentamente. La famosa curva de la incidencia del virus chino no es simétrica. Entramos en ella inopinadamente, pero saldremos a trompicones a lo largo de un tiempo harto dilatado.

En España no solo hemos llegado a la tasa más alta del mundo por lo que se refiere a la mortalidad de la epidemia. Dado que su letalidad no es muy alta (comparada con otras pestes), lo que provoca es un contagio amplísimo. Así pues, la única terapia colectiva es el confinamiento domiciliario para una gran parte de la población mundial. En nuestra cultura esa es una prueba durísima. Lo nuestro es la efusividad, el abrazarnos mucho. Se van a alterar nuestras costumbres. Ni siquiera nos va a salir otra vez saludarnos y “darnos la paz” cuando toca en la misa. Según vayamos saliendo de la reclusión, se nos va a ser difícil volver al ocio tumultuoso y ruidoso que junta la comida con la bebida en grupo. Nos va a dar cierta aprensión compartir otra vez los lugares públicos, por ejemplo, una habitación de un hotel, en la que lógicamente han pernoctado otras personas. Incluso, al comprar ropa, a ver cómo evitamos el repelús de que la prenda la haya podido probar otro cliente.

Queridas amigas y amigos:

Discípulo originalísimo del judío Emmanuel Levinas, Jean-Luc Marion es el filósofo católico vivo más importante. Estas páginas resumen una parte de su pensamiento y son también por mi parte un homenaje a aquel joven amigo y hoy gran maestro con el que debatía yo sobre fenomenología hace cincuenta años. 

Desembarazarse de la responsabilidad para con el otro es un homicidio. La protesta que sale de los labios de Caín: “¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?”, le denuncia ya como homicida. Aunque el otro en su desnudez y con toda su debilidad se me presenta tan vulnerable, yo no puedo destruirlo. ¿Qué me impide hacerlo, si él no opone resistencia alguna? Una resistencia ética: no matarás. Esta prohibición de matar muestra la fuerza de la Bondad del Infinito. Es la responsabilidad a una llamada la que me hace descubrir nuestra libertad en el no mataré. La libertad se descubre en la no-indiferencia por el otro, maestro exterior y principio de toda enseñanza, porque se revela a sí mismo habitado por un Infinito que le confiere su verdadera identidad de sujeto. Esta subjetividad, acusada por todos y responsable para con todos hasta la substitución de mi yo por el tú me convierte en rehén del otro.

El sujeto se convierte en testigo del Infinito sólo en el testimonio que se le rinde. Del Infinito no hay experiencia posible. El Infinito no aparece porque no es un fenómeno, no se muestra cara a cara. El sujeto es inspirado por el Infinito, que no puede ser representado sino tan sólo glorificado, lo cual se produce precisamente en la responsabilidad por el prójimo. Ahora el sujeto ha abandonado todas sus certezas con relación al Infinito, no busca ya alcanzarlo mediante el conocimiento, sino que decir Dios es anunciar la sola palabra capaz de conducirnos a una relación con el otro que aparezca como fraternidad. Sartre interpretaba la mirada del otro como la mirada de Medusa que me paraliza y me quita la libertad, ya que hace de mí su objeto. No. El rostro del otro es la experiencia fundamental que me libera de mi egoísmo para acceder a la subjetividad verdadera en la responsabilidad para con el otro.