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COVID19: Un virus deleznable (Diario de campaña 7) - Benito Estrella

XV

¿A qué viene tanto esfuerzo, nos dicen, por salvar a los viejos, ya carne desahuciada, mercancía averiada, sin rentabilidad?

Y nosotros decimos que nuestros viejos son un tesoro de vida que se cumple en sí mismo, dorada y fiel memoria de experiencia, tiempo más cerca de la plenitud, vida más cerca de su cumplimiento.

Y decimos que cada vida tiene —única, irrepetible—un valor infinito.

La vida, no en su valor abstracto, biológico, relativo, sino en su valor concreto e individual, en su valor absoluto —nadie se muere por otro ni más o menos que otro— es una misión que cada uno debe cumplir desde su propia interioridad. Cercenar desde fuera la duración de una vida es quitarle, tal vez, la posibilidad a alguien de que llegue a su cumplimiento.

Aunque no deja de ser cierto también que «cuanto más viejos más pellejos», en la última etapa de nuestra vida nos hacemos más conscientes de lo que realmente somos en esencia y nos ocupamos menos de aquello que tenemos, que empieza a sobrarnos. Por lo general pasamos la mayor parte de nuestra vida en la superficie, incluyendo también gran parte de nuestras habilidades y actividades sociales en las que, como por un velo o una máscara, ocultamos muchas veces casi sin darnos cuenta nuestro verdadero rostro.

Y si los humanos ya somos todos frágiles de por sí, cumplir años nos hace aún más frágiles. No solo flaquean nuestros músculos y se hacen quebradizos nuestros huesos y se arruga nuestra piel; nos vamos poniendo en ridículo, como decía Machado. También flaquean, se arrugan y se vuelven quebradizos nuestros sueños, todo aquello que nos sostuvo en la vida, nuestros ideales, nuestras pasiones, nuestra carne y nuestro espíritu.

No está claro que los años que vamos sumando sean años cumplidos. Se acumulan las sensaciones de pérdidas irrecuperables, de lo que fue y de lo que pudo haber sido y no fue, de recuerdos nostálgicos que oprimen nuestro pecho. Nos asaltan también dudas tremendas sobre nuestro itinerario vital, sospechas acerca de la utilidad de la actividad que hayamos desarrollado, de nuestras horas disipadas. Los ceros se añaden unos a otros en una ristra de huecos sin sentido y sin valor. Pero, ¿quién y con qué derecho puede cercenar el último tramo de ese itinerario en el que tal vez surja la cifra, el uno que se ponga por delante de esos ceros y le otorgue un valor que no veíamos, alumbrándolos en la unidad e integridad de su cumplimiento?

Porque la vejez nos impele a saber con más certeza si nuestra vida solamente ha pasado sobre o por encima de y hemos sido más vividos que vivientes, o realmente se ha vivido y hemos sido. Es una elección crucial la que se nos abre: encontrar la clave de bóveda que dé remate a nuestro edificio o dejar que nuestra vida se desmorone en el solar de la muerte. En medio de la fatiga, el cansancio y el escepticismo, la vida nos exige un último acto de fe y perseverancia.

Séneca, en su discurso sobre La brevedad de la vida, decía lo siguiente: «Haz memoria de cuántas veces perseveraste en el propósito, de cuándo sacaste provecho de ti mismo, de cuándo tu rostro mantuvo su tranquila dignidad, de cuándo tu alma no sucumbió a la cobardía, de cuántas obras terminaste en tan largo plazo de vida, cuánto de ella te restó el dolor vano, la necia alegría, la codiciosa avidez, la conservación complaciente, y cuán poco se te dejó de lo que era tuyo. Entonces comprenderás que tu muerte es prematura».

Y por eso, porque toda muerte es prematura, nadie tiene derecho a elegir por otro cuánto debe durar su vida por años que tenga vividos. ¿Y qué viviente puede reclamar a otro viviente la libra de carne que supuestamente tiene contratada sin derramar una sola gota de sangre?

Tiembla mi pulso al escribir todo esto que me viene de lo oscuro.

Zafra, 9 de mayo de 2020