Reflexiones desde un punto de vista personalista comunitario.

En las universidades renacentistas, junto a los estudiantes valientes y los amigos de armas, los enamorados, los poetas y los muy polidos y aseados, no faltaron pícaros, graciosos, decidores, hábiles en juegos de cartas, pendencieros, capigorristas, manteístas, pupilos, prebendados, porcionistas, camaristas, etc., según lo describieron El Buscón de Quevedo, el Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán, y tantos otros escritores: «¡Oh, dulce vida la de los estudiantes! ¡Aquel hacer de obispillos, aquel dar trato a los novatos, meterlos en rueda, darles garrote a las arcas, sacarles la patente o no dejarles libro seguro ni manteo sobre los hombros! ¡Aquel sobornar votos, aquel solicitarlos y adquirirlos, el empeñar de prendas, la espada debajo de la cama!»1. Allí estaban todos, incluidos los que «para ningún género de letras tienen ingenio ni habilidad»2. Menuda casa de Troya.

Por si tales males fueran poco, en lo tocante a las exigencias derivadas del estudio, «para lo que es la colación de grado no faltará alguna universidad silvestre donde, llevando los cursos probados, es decir, la asistencia y matrícula, y los puntos como bodoques en turquesa, digan unánimes y conformes: Accipiamus pecuniam, et mittamus asinum in patriam suam». Cortesía del traductor: «Recibamos su dinero, y devolvamos al asno a su patria», pilla la pasta y corre.

A la vista de las masacres que los negreros de Gran Bretaña –aunque no sólo de ese país– cometían con los africanos, un luchador antiesclavista de apellido Wedgwood pidió a uno de sus artesanos que diseñara un sello para estampar la cera con que lacraba sus paquetes. En él se mostraba a un africano encadenado y de rodillas que alzaba las manos en actitud de súplica, rodeado por las palabras «¿No soy hombre y hermano?». La imagen, reproducida por todas partes, desde libros y hojas de té hasta cajas de rapé y gemelos, constituyó un éxito instantáneo. Muchos lo compraron lo mismo que hoy se compra chocolate bueno a ‘precio justo’, una forma baratita y dulce de compromiso contra la injusticia, que hay que ver qué mala es.

Pese a todo, nada ha sido capaz de borrar el odio y nada ha logrado impedir que todavía en estos días se asesine a esclavos por parte de la policía misma. Quienes son capaces de asfixiar a negros con la presión de su rodilla sobre la garganta del caído en el suelo no solamente son inhumanos, son muchísimo peores, son una vergüenza para la humanidad de la que ellos no forman parte, y quienes todavía apoyan la represión brutal y defienden esas bestialidades siguen aduciendo que si no asfixiamos a los negros, ellos seguirán robando, asesinando y cometiendo aquellos crímenes que cualquier otro perpetraría para defenderse legítimamente y para honrar la bandera más bonita del mundo.

Como esta mañana no he podido salir a ver la demolición del estadio de fútbol del Atlético (Madrid río, rive gauche de los perdedores), porque de tanto caminar para demoler mi propio embotamiento se me ha hecho una buena ampolla en la planta del pie, casi un coronavirus, pues me he dedicado a trastear por mi librería doméstica. Aunque me quedan pocos libros, pues me encanta regalarlos a Latinoamérica, hoy he encontrado por aquí uno que además resulta ser una joya bibliográfica. El objeto de mi alegría está editado en tapa dura y se llama Conversaciones sobe la metafísica y la religión. Su autor, nada menos que Nicolás Malebranche, sacerdote del Oratorio que, junto a Descartes, Espinosa, Leibniz y Pascal, figura como racionalista en las historias de la filosofía, y que era autor de obligado estudio en mi época de estudiante.

Está traducido (por primera vez, y no sé si única) al español a partir de la segunda edición francesa de 1690 por Juliana Izquierdo y Moya en 1921, y editado por la Editorial Reus de Madrid, traducción que dedica «a la Excma y culta Diputación Provincial de Ciudad Real como escasa prueba de gratitud por su noble y generoso proceder con esta su humilde ex/pensionista y servidora, que desea ardientemente poder ofrendarle pronto trabajos más meritorios»1. Por si fuera poco, estas Conversaciones sobre la metafísica y la religión, materias ambas de mis propias entretelas, llevan prólogo de Adolfo Bonilla y San Martín, que también residió en La Mancha. A más a más, como también yo soy manchego alcarreño, me alegra mucho contar con una colega tan docta, lo haya sido también, o no, la Diputación Provincial de Ciudad Real, cuyo equipo de fútbol, el Manchego, era inferior en triunfos al mío el Calvo Sotelo de Puertollano, ya ven que este pequeño escrito se sitúa en un Mesopotamia futbolística entre el Atlético de Madrid y el Calvo Sotelo de Puertollano, como tratándose de mí no podía ser menos.

El regeneracionista Lucas Mallada escribió un espléndido libro, Los males de la patria. Ah, dirán algunos, ¿acaso no pasó ese atraso histórico, sobre todo ahora que tenemos la mejor medicina del mundo, una deuda del copón, un batallón de féminas ginecocráticas ardientes y otro de legionarios y legionarias que con orgullo y fiereza mayores que los Tercios de Flandes tremolan la bandera nacional, e incluso, para que nada falte, nihilismo de litrona? Pues ustedes perdonen, pero a don Mariano José de Larra, pobrecito escritor, y a este humilde servidor, nos parecen que la patria sigue en peligro.

En efecto, lo último y más profundo de lo que saben individuos y pueblos es la filosofía, y no lo digo por ser filósofo, ni por gremialismo. La filosofía ni siquiera es sabiduría; todas las sabidurías lo son menos la filosofía, pero todas desembocan en ella, que sólo es amor a la sabiduría. Lo que en última instancia son pueblos e individuos se lo da su amor por la verdad.

Narra el Evangelio que fueron a tentar a Jesús con una pregunta capciosa. ¿Es lícito pagar tributo al César? Si su respuesta hubiese sido negativa, le acusarían de traición al César. Y en caso de ser positiva, de deslealtad a Israel.

La habilidad de Jesús fue notoria. Les pidió que le enseñaran la moneda con la que se pagaba el tributo, el denario. Y les pregunto de quién era la efigie y la inscripción que figuraba en ella. Del César, le respondieron. Pues dad –o como prefieren los expertos, devolved– al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

Hoy tenemos que formular radicalmente la pregunta. ¿Qué tenemos del César que hayamos de devolverle? La respuesta no es baladí, para cualquier persona de buena voluntad y, sobre todo, para quien quiera seguir al Maestro de Nazaret.

Aristóteles comienza su libro de la Metafísica diciendo que «El hombre quiere por necesidad saber y conocer la verdad», pues en todos los niveles de la realidad no nos da igual la verdad que la mentira.

A esa facultad o, mejor dicho, ‘deseo’ de verdad, Platón le denomina episteme, que viene a ser la máxima expresión del discernimiento de la verdad, que asciende desde la mera opinión, la doxa, a través del razonamiento científico.

Desde entonces hasta ahora han transcurrido un poco más de 2.400 años y parece ser que ese deseo de verdad ha tenido que acostumbrarse a convivir con la mentira, cuando menos a nivel sociológico, y digo cuando menos porque ni la propia ciencia se libra de la mentira, pero aquí la mentira suele tener menos recorrido.

En todas las épocas ha existido un interés tanto institucional como privado en conocer la verdad y en desenmascarar la mentira, estableciéndose mecanismos jurídicos y técnicos de control, tanto preventivos como correctivos. Estos mecanismos con el tiempo se han ido perfeccionando, a la vez que han generado un vasto complejo jurídico y de medios, tanto en recursos humanos como técnicos que en muchas ocasiones no resultan operativos para el fin que se proponen.

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