Reflexiones desde un punto de vista personalista comunitario.

«Su latín es malo sin paliativos, y esto es lo más candoroso que se puede decir de él. Ya el vocabulario que emplea resulta inopinado y milagroso, pero es su modo de emplearlo en frases y períodos lo que se le antoja a uno del todo sobrenatural. El sentido de un texto suyo no es cosa que se pueda deducir así como así de la letra, sino que hay que proceder a un criptoanálisis concienzudo en que hay que adivinar de antemano lo que quiere decir para saber lo que dice. Además de esto, nuestro autor, como protestante piadoso y enemigo acérrimo del pontificado, pone un santo empeño en sortear el lenguaje de la Iglesia y de los teólogos romanos, creándose así embarazos suplementarios.

»La jerga embolismática de Johann Valentin Andreae no es un asunto marginal, sino muy decisivo para explicarse el sentido de su obra. Las palabras y frases que estila son tan excéntricas y el sentido que pueden tener tan abstruso e impenetrable que se prestan a interpretarlas como un idioma misterioso, esotérico, portador de un mensaje excitante y trascendental a nada que el lector contribuya un poco con su fantasía. Las imágenes y las palabras se agolpan, las frases se solapan unas veces, otras faltan, la construcción gramatical es defectuosa, a cada paso se encuentra uno con contradicciones lógicas, el sentido de los párrafos hay que buscarlo fatigosamente o averiguarlo tras una meditación honda y prolongada, y en todo momento hay que abordar su contenido por la vía intuitiva, pues resulta difícil abordarlo por la vía lógica. Es un buen ejemplo de ese proceso alquímico por el que una obra ininteligible por su mala redacción y la turbiedad de sus ideas se transforma en las manos de un fervoroso entusiasta en un producto hermético preñado de mensajes capitales y luminosos.

La soledad, impuesta, no es positiva para el ser humano, no es humana. Hoy asistimos a la experiencia creciente de que ser mayor es quedarse solo, vivir solo y morir solo; esta soledad es la experiencia más difícil que puede vivir el ser humano. No hemos nacido para vivir solos. Necesitamos, para poder ser, relacionarnos, y relacionarnos desde el amor. La soledad interior que vive todo ser humano no desaparece nunca. A lo más que podemos aspirar es a una soledad acompañada.

Hoy escuchamos: «No os dejaré huérfanos y volveré a vosotros» (Jn 14,15-21). Es un discurso árido porque su contenido es más teológico, pero si nos fijamos bien, se centra en el amor a Dios y en el amor que Dios nos tiene al enviarnos, al darnos, su Espíritu. La letra mata, el Espíritu da vida.

La gran crisis de los discípulos fue la muerte de Jesús, que los dejó solos: se sentían solos y vacíos (sin Jesús todos nos sentimos vacíos) y Jesús les dice: tenéis que abrir los ojos y descubrir mi presencia resucitada: «me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo».

Nos preguntamos: ¿dónde sigue viviendo? Jesús nos dice que en la presencia del Paráclito, en cada uno de nosotros, que es fuerza de Dios que protege, defiende y consuela. Y este es el gran don de Dios a los suyos: soledad sí, pero habitada por el Espíritu.

EL ENCUENTRO PASCUAL CON EL HIJO DE DIOS RESUCITADO CAMBIA NUESTRA VIDA DE DISCÍPULOS

El cristiano, que es verdadero discípulo de Jesús de Nazaret, nunca puede conformarse con decir en abstracto ‘creo en Dios’ o ‘yo sé que Dios existe’. Ante Dios los cristianos no vemos algo ‘abstracto’ e inaccesible. El discípulo que se ha encontrado cara a cara con el Señor Resucitado está invitado a más. A mucho más. Para eso está precisamente la celebración de todo el tiempo pascual.

El discípulo del Nazareno recibe la fuerza necesaria para cumplir con aquella invitación que resuena en nuestros oídos desde el día primero de Pascua: ‘id a Galilea y allí me veréis’. Y luego, como buenos y fieles discípulos, hemos de actuar en consecuencia de lo que nos dice ese Señor Jesús. Por eso todo cristiano debe testimoniar con su comunión y con su estilo de vida conforme al de Jesús de Nazaret que conoce personalmente a ese Hijo de Dios. Jesús de Nazaret es el Hijo del Padre que ahora actúa en nosotros por el Espíritu Santo. Esta es la gran lección de estos días de Pascua. El Resucitado nos invita a reconocerle vivo como lo que es: como nuestro Evangelio, como la única verdadera Buena Noticia destinada a alcanzar la salvación de todo hombre.

El 18 de julio de 2013, a las 12, me tocó presentar a Carlos Díaz, que daba una charla sobre «La fundamentación de la dignidad humana» en el aula de verano del Instituto Emmanuel Mounier, en Burgos. Debió de gustarle mi presentación porque me pidió el texto, que yo llevaba garrapateado en unos papelitos. Le dije que se lo daría cuando lo pasara a limpio, y aquí está, con ligeros retoques. Tal vez la rapidez no es lo mío.

¿Por qué estamos aquí? ¿Para qué hemos venido? Después de la intervención de Rogelio Rovira debería quedar claro que no nos hemos reunido aquí solo para hablar de filosofía. Esto no es una universidad de verano. O no debería ser solo eso. Porque la defensa de la dignidad del hombre no son solo palabras.

Existen en el hinduismo cuatro formas de persuasión. Bheda consiste en tratar de estimular a alguien para que sea mejor comparándolo con una persona superior a él. Shama es la persuasión mediante bellas palabras. Dama trata de ganarse a alguien mediante obsequios. Danda es el método de corrección mediante el castigo, el cual se ha de adoptar cuando los tres anteriores no han surtido efecto. Aunque la moda de los discípulos de Rousseau, que todavía siguen en Belén con los pastorcillos, rechace la corrección y el castigo, vivir es corregir, y corregir es persuadir, e incluso castigar, es decir, obligar a rectificar en la medida en que el sujeto se deje corregir, si bien hay elementos incorregibles y castigos inusitables.

Vivir, decía, es corregir, y ello en el doble sentido del término: primero corregir, rectificar, hacer lo recto o correcto y, luego, regir juntos, co-regir. Y también en el sentido doble de corregir al otro como a sí mismo y a sí mismo como al otro, a pesar de las disimetrías, pues todos tenemos algo que corregir. Aunque demasiados docentes indecentes aún no parezcan haberse enterado de ello, esta función corresponde a todos y es multipolar, no reservada a nadie en particular. Se acabó la Escuela de mandos José Antonio, aunque la tentación de volver la grupa hacia todo aquello siempre recidiva.

Tantas son las cosas que un mal conferenciante quiere decir, que por querer decirlo todo empieza a beber agua, a sentir el sudor de sus manos, a marear los papeles que lleva escritos, a disculparse ante el público («esto me lo salto», llega a decir en voz alta una vez borrada la distancia entre el tú y el yo), y a desear que aquello concluya lo antes posible.

Y este mismo tormentito lo padecen el escritor malo, el filósofo malo, etc. La cosa es hasta cierto punto disculpable: «Un gentil se presentó ante Shammay y le dijo: “Me convertiré al judaísmo si puedes enseñarme toda la Ley al completo mientras me apoyo en un solo pie”. Shammay lo echó amenazándolo con la herramienta de albañil que llevaba en la mano»1. A mí mismo, que no he llegado tan lejos en el rabinato pese a mis denodados esfuerzos, cuando alguien me pide que le ‘resuma’ algo, le obedezco amorosamente: le sumo, le sumo, le sumo y le vuelvo a sumar todo hasta que, bien mareado, deja de pedir. Y, ya bien nokeado, le repito así: «Nadie debería decir “quiero estudiar la Biblia para que me llamen sabio”; o “quiero estudiar la Mishnah para que me llamen Rabbi”; o “quiero enseñar para convertirme en anciano y sentarme en la Asamblea del Sahnedrín”. No. Debe estudiarse por amor y, finalmente, el honor vendrá por sí mismo»2, al menos el honor de haber envejecido estudiando.

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