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¿Rata inmunda? - Carlos Díaz

“Rata inmunda
Animal rastrero
Escoria de la vida
Adefesio mal hecho.

Infrahumano
Espectro del infierno
Maldita sabandija
Cuánto daño me has hecho.

Rata de dos patas
Te estoy hablando a ti
Porque un bicho rastrero
Aún siendo el más maldito
Comparado contigo
Se queda muy chiquito.

Maldita sanguijuela
Maldita cucaracha
Que infectas donde picas
Que hieres y que matas.

Alimaña
Culebra ponzoñosa
Deshecho de la vida
Te odio y te desprecio”.

Paquita la del Barrio es una de las tonadilleras más populares de México, y esta canción suya se encuentra en cualquier teléfono móvil. Aparte del gracejo de la cantante, la letra da que pensar, y me parece además no poco real. En efecto, todavía estoy bajo el shock de aquellos niños. Eran sesenta de 12 a 21 años que estaban recluidos en el correccional (¿qué corrigen?) hasta un año por problemas con las drogas, agresión, violencia e intentos de suicidio. Había niños tan tiernos y desvalidos como carentes de toda mínima referencia familiar y antropológica, que ya parecían vírgenes de Israel de vuelta de la enésima prostitución en el cuerpo y en el alma. Ante mí jugueteaba un niño completamente subnormal, que ni hablar sabía, y que de vez en cuando me saludaba lleno de babas y chocando la palma de su mano y sus nudillos con los míos, un pobre inocente al que alguien había arrojado a paladas a semejante camión de la basura. Por lo demás, el correccional no alcanza a ser apenas más que un piso pequeño de una sola planta si acaso con capacidad para un par de familias como máximo, donde pese a ello permanecen custodiados sesenta adolescentes, algunos ya de veintiún años con cerrojo y hacinados cual piojos en costura. Si esto no se ve, no se cree.

Cuando salí de ese infierno apenas me podía creer que hubiéramos cabido todos, algunos de pie y el resto acuclillados en el suelo maloliente, pues la precariedad bate allí todos los récords que uno pueda concebir. Te preguntarás ¿y quién los cuida? Pues no los cuida ningún adulto, ningún guardia, ningún psicólogo, ningún médico, nadie, no hay dinero para esos lujos en este país surrealista. Nadie, excepto tres jóvenes-adultos que antes estuvieron allí encerrados por lo mismo, por problemas de drogas, y que ahora trabajan sin cobrar dinero porque no quieren salir hasta no estar completamente recuperados, auténticos milagros que siempre se dan a pesar de todo; ellos se han convertido en “terapeutas” de los demás (su terapia sobre los nuevos, por desgracia, tiende a la humillación y la culpabilización). Ni que decir tiene que no existe aquí ningún proyecto de talleres de aprendizaje de ningún oficio (como ya he dicho, apenas hay lugar para sentarse), así que los encarcelados “corregibles” se hacen la “comida” ellos mismos (el Gobierno les da la generosa cantidad de veinte pesos por día -menos de medio euro-, ellos pasan su hambre, y así están retenidos un máximo de un año hasta que les abran los cerrojos para ser vomitados a la calle para volver a repetir el ciclo.

Mi amiga me pidió que les hablara de la esperanza, y la verdad es que tengo que hacer en estos casos de tripas corazón, pero se me ocurrió explicarles durante dos horas el librito Diez palabras clave para vivir con humanidad, algo que les gustó tanto que me pedían que no me fuera, aunque a las dos horas en aquel cuchitril maloliente y lleno de piojos, casi sin aire respirable, ya se había agotado el pobre yo aburguesado.

Aunque la mayoría de ellos no sabía leer ni escribir, absorbía cada parábola, e incluso varios lloraban compulsivamente: “Quiero irme con mi mamá, me estoy volviendo loco”, gritó uno. Aquellas palabras del maestro Figueredo, aquel testimonio del ciego que anima a su compañero, aquella narración del cantor con su guitarra en la cárcel, todo eso era respondido en cada momento con sollozos y solemne silencio. La angustia atenazaba mi garganta. Y al final me atrevía a decirles -porque así, de repente, me salió del alma: “Yo creo en Jesucristo, nunca nadie va a quererles a ustedes más, él es su esperanza, no le defrauden ni se defrauden a sí mismos”.

Y muchas de aquellas cabecitas agachadas asentían como iluminadas por un fulgor pascual. Y di yo también al mismo tiempo gracias a Dios por haberme permitido conocerle a través de su Hijo. ¡Es tanto lo que puede hacer un creyente incluso cuando no puede nada y cuando no pasa de ser un burgués de mala muerte! A la caída de la tarde, cuando abandoné el lugar, había vuelto a nacer. No una sola vez, sino siempre y durante toda mi vida he comprobado lo que ahora como psicólogo: que da más fuerza sentirse amado que creerse fuerte, que sólo se posee lo que se regala, que hay en todo ser humano más cosas dignas de admiración que de desprecio si se le ama, que los pobres nos evangelizan, y que es verdad que Jesucristo ha resucitado en quienes se dejan resucitar.

Aquellas mellizas fueron depositadas al nacer en sus respectivas incubadoras, pero una de ellas carecía de esperanza de vida. Entonces a la jefa de enfermería se le ocurrió ponerlas juntas en la misma incubadora y, al hacerlo, la bebé más débil abrazó a su hermanita, la cual reguló con el calor de su propio cuerpo la temperatura y el pulso de la otra logrando así estabilizar sus constantes vitales. Cuando un recién nacido aprieta por vez primera el dedo de su madre, la tiene atrapada para siempre. ¡Y qué sorpresa han de llevarse los bebés cuando reconocen que ese pie es su propio pie, y no una realidad perteneciente a quien le cuida! De niño, cada hombre toma parte en los recuerdos de sus abuelos; de viejo toma parte en las esperanzas de sus nietos.

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