Artículos

El problema no está en el hijo que se marcha de casa, sino en el hijo que se queda en ella – Francisco Cano

¿Quién es el “hijo pródigo? No soy yo el que vuelvo a Dios, es Dios quien vuelve a mí.

24. T.O. 2022 C. Lc 15, 1-32

Realmente, la parábola de Jesús, está dicha precisamente para los hermanos representados en el hijo que se quedó en casa. La parábola está dicha con ese centro intencional para los que no creían ser hijos pródigos, para las personas buenas que no han cometido nunca grandes pecados, que son fieles observantes de las observancias. ¡Para ellas es urgentísima la conversión! Hoy esto se ha puesto en evidencia con la pandemia.

El problema no está en el hijo que se marcha de casa, sino en el hijo que se queda en ella. La narración, la parábola, llamada del “Hijo pródigo”, debe ser profundizada, porque lo que se nos revela es que lo que convierte realmente es el amor. El que se escapa de este amor entra en crisis. No soy el que vuelvo a Dios, es Dios quien se vuelve a nosotros.

El signo: la ternura de Dios que sobrecoge, sobrepasa, seduce, convierte y no humilla. El gran vacío se siente cuando se ha dejado atrás la misericordia, cuando el hijo se ha marchado de casa y el padre ha consentido en la negatividad y le ha consentido marcharse y le ha respetado su extravío sabiendo que quedaba atrás la mesa puesta.

¿Qué hacer? Pues sencillamente, nada de predicar sermones, sino ofrecerles la intimidad, la cercanía, la ternura de tú a tú, sentados a una mesa, que es la señal de la comunidad de vida, la cercanía entrañable, la comunidad de mesa con los pecadores.

¿Qué Dios anunciamos? ¿En qué Dios creemos? La evangelización es un claro e inequívoco anuncio del Señor Jesucristo, mientras no se anuncia su vida, mientras no se anuncia su misterio pascual” no se evangeliza. Es Jesús quien evangeliza.

La ideología transmitida no convierte, la indoctrinación no convierte. Lo que convierte realmente es el amor. Entonces se comprende por qué, ante este Dios de las misericordias, el hijo que se escapó entra en crisis: porque se escapó dejando atrás la misericordia que se mantenía en la fidelidad con la puerta abierta, la luz prendida y la mesa puesta.

La evangelización es una provocación a la conversión. No es una captación proselitista de los hermanos para un proyecto; es la provocación de la ternura, es la conversión que resulta en nosotros de la conversión del Señor a nosotros. Quien se convierte es Él, el que se ha vuelto a nosotros es Él. Y su misericordia entrañable es el único poder que puede hacer que el corazón del hombre se abra.

Primero es la misericordia y luego cae uno en la cuenta de lo que es el extravío. El vacío no se siente cuando uno ha apurado todos sus instintos y los ha satisfecho: ese vacío es muy pequeño. El gran vacío se siente cuando se ha dejado atrás la misericordia, cuando el hijo se ha marchado.

Añoranza: ¡en el fondo soy un hijo, lo que pasa es que me escapé! El padre –al marcharse el hijo- había perdido sus propias entrañas, por eso la misericordia entrañable le vio antes de que el hijo le viera, y salió a su encuentro antes de que el hijo llegara. No es que no pueda correr, es que no debe correr porque un anciano pierde su dignidad; pero el padre de las misericordias corre para cubrirle de besos sin medida y sin condición, es decir, para perdonarle.

La radicalidad de la culpa no se experimenta por la incoherencia nuestra, o por el destrozo que la incoherencia produce en nosotros, sino por la expresiva ternura de Jesucristo que, al acogernos tal como somos, sin condiciones ni plazos, sin medidas, nos sorprende haciéndonos darnos cuenta de que tal vez nuestro extravío era mayor del que pensábamos.

Pero es un extravío que ya no nos puede producir tristeza: “Traed el vestido” que es la señal de la fiesta. La señal del tiempo de la salvación es volver a ser hijo. La evangelización es una provocación a volver a ser hijo, al gozo del retorno, a cambiar los pies descalzos del esclavo por los pies calzados del hijo (porque el esclavo tenía que andar descalzo).

Evangelizar es una buena noticia, por eso no se puede indoctrinar con el látigo, apaleando a nuestros hermanos, ¿cómo van a sentir la buena noticia si les imponemos exigencias éticas, cumplimientos, normas y “que seamos buenos”? Para eso no hace falta ser cristiano. Ahí no se siente la Buena Noticia, esa ternura que sobresalta el corazón humano.

Evangelizar es invitar a una fiesta que no tiene fin: “Traed el novillo cebado y vamos a comerlo juntos y celebrar fiesta”. Pero la fiesta que celebramos, no es el gozo de que nosotros hayamos encontrado la casa paterna, sino el gozo que el Padre ha tenido de reencontrarnos a nosotros, es la fiesta del gozo salvador de Dios. La evangelización es una creación nueva, es una resurrección, es una vuelta, no a la vida de antes, no una restauración, sino una innovación. Lo que sucede en el corazón humano que acoge el evangelio anunciándolo, escuchándolo, es el paso de la muerte a la vida: “Este hijo estaba muerto y ha resucitado, estaba perdido y lo hemos encontrado”. Este es el cambio después del Covid. El gozo de la fiesta no está en que mi corazón haya encontrado el sentido de la vida, sino en el gozo salvador. Aquel día el Padre de las misericordias llama a toda la familia: ¡todos aquí! Y el ternero cebado para que sobre hasta la saciedad.

Si no hay una experiencia íntima de Jesús, si no hay un conocimiento apasionado, interno, de Él, si los hermanos no quedan prendidos de su mano y tomados de su alma, de forma que ya nadie ni nada les pueda apartar del amor de Cristo, si no les enseñamos a orar, y a decir “Abba”, no hay evangelización. La evangelización crea comunidad, pero como experiencia de vida, como comunidad de vida, no como un proyecto comunitario donde todos nos vamos a enrolar y a hacer muchas cosas, sino como comunidad de vida. La Palabra convoca, la Palabra congrega, y la palabra incorpora.

Estoy anunciando el Evangelio a cristianos viejos que ya se lo conocen y que, por supuesto, no se consideran hijos pródigos… Pero era más pródigo el que se quedó en casa que el que se fue, el que se quedó en casa ni se sentía hijo pródigo, ni lo sabía siquiera. Estoy anunciando el evangelio a hijos pródigos, que somos nosotros sin saberlo y sin creerlo, estoy catequizando y anunciando el evangelio a nosotros, hijos pródigos sin saberlo. (Cf. Marcelino Legido, Contemplando).

Share on Myspace