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Pasto de Estado - Antonio Calvo Orcal

Una de cada seis personas malvive porque el hambre es su maltratada vida, hambrea, hasta que el hambre la mata. Porque el hambre mata. La mayoría, tantas, buscan, desesperadas, seguridad y bienestar. Cuando no se ha experimentado la dignidad y la compasión, la facilidad del dinero, la ideología justificadora a la medida de la propia dimisión, se convierte en la principal tarea intelectual. Y, claro, en el sunami del abajamiento, qué fácil es bajar también. Pero, ¡ay!, no todo baja cuando tantos se abajan, el totalitario se alza como un volcán inmenso llevándose por delante, con su ardiente lava, a todo tonto de lava.

En los países que estamos haciendo el duelo del bienestar que, apenas inoculado, ya se escapa entre los dedos incapaces de retenerlo, también hay clases. En el dorado y nutrido pesebre se juntan, afanosos sin escrúpulos, los que viven opíparamente de despedazar, de enfrentar, de montar guerras que manejan, desde su blindada atalaya, sin reparar en medios para conseguir sus fines. Se han contado una historia falsa, deshumanizadora, que se han creído y, creyéndola el camino para el paraíso en la tierra, se llevan por delante a quien, considerado enemigo o nada, osa disentir, o resistir.

Supremacistas, nacionalistas, separatistas de uno y de otro signo y tradición se juntan y se revuelven para alcanzar su edén, en el que no cabe nada, ni nadie, que no comparta, militante, sus dogmas, o se someta de buena gana. No pueden soportar una mala cara, un gesto de desagrado, si quieres vivir en su mundo, siéntelo o vete. Si te quedas, te aniquilo.

Junto a los pesebres de oro, hay pradera, a la intemperie. Muchos pastan al raso lo que hay, lo que te dejan, porque la alternativa es la miseria, el empobrecimiento perseguido. Con dignidad, en el totalitarismo, no se come.

El totalitario es un pobre hombre. Incapacitado para amar, no puede comprender el misterio de ser hombre. Su desconfianza y debilidad radical le impulsa a utilizar el poder para someter. No puede soportar una duda en su interior, ni una disidencia en su entorno. El totalitarismo es la consecuencia, según su poder, de su comportamiento enfermo. El totalitario no tiene amigos, los que lo parecen sólo son cómplices o aliados en el camino del poder o en su mantenimiento. Les une el mismo afán, aunque los nombres y los procedimientos parezcan otros. Los totalitarismos se necesitan para existir. No pueden justificar sus desmanes sin enemigos. Que no se aniquilen es cuestión de tiempo o de conveniencia. No pueden compartir.

El totalitarismo es el pasto de estado. El latrocinio, sin límite, ni fin, es parte sustancial de su existencia. La vida en el Olimpo de los poderosos y la pradera a la intemperie de los dependientes y sometidos, muchos de ellos tan vaciados o amaestrados de anhelo de humanidad que ya no la sienten, es la balsa de aceite de esa paz uniforme y silenciada. Una calma más propia de cementerios que de paritorios.

De vez en cuando, se ven, como destellos en la noche oscura, algunos locos de la vida. Raras avis que, todavía cantan, piensan, buscan, aman, esperan. Locos que consiguen apartar el miedo y confían en que vivir como personas es un regalo infinito por el que vale la pena vivir hasta morir, con agradecimiento y alegría. La eternidad que muestran en el tiempo es el hilo necesario para que el nihilismo asesino del desvarío totalitario no anegue toda vida en su muerte.