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Confesiones de un hombre corriente – Amando de Miguel

Admiro a mi amigo Carlos Díaz, filósofo personalista muy prolífico, porque se manifiesta aún más pesimista que yo; es decir, sabe utilizar mejor la inteligencia. El hombre expresa su angustia, al comprobar que lo que se dice coram pópulo no se entiende bien, y eso que él domina los secretos etimológicos de las palabras. En el fondo, viene a concluir que los discursos de ciertas gentes ociosas no influyen gran cosa. Yo participo de una sensación parecida. Por lo menos, me sumo a la tesis de Carlos Díaz sobre los peligros de la adicción a los teléfonos móviles y las redes sociales, un fenómeno tan general en nuestro mundo. Coincido con el filósofo en no disponer de teléfono móvil con imágenes y un sinfín de aplicaciones. Somos, pues, unos reaccionarios en su prístino sentido. En otros siglos, nos habrían destinado a la hoguera. Que conste que, Carlos y yo no nos conocemos, personalmente; nuestra relación es, solo, la de corresponsales. Nos une el ensimismamiento ante el teclado.

Lo que nos pasa, amigo Carlos y otros muchos coetáneos, es que nos encontramos mal instalados en este mundo, que llaman tecnológico. (Antes bastaba con decir “técnico” o “tecnificado”). Una de sus constantes es que las opiniones, solo, las deben emitir los expertos, los que tienen mando en plaza. Al resto, hombres corrientes, solo, les toca informarse; eso sí, exhaustivamente, a través de los poderosos medios “monitorizados” por los que mandan. Para llevar la contraria, Carlos y yo (y con nosotros, una turba de mentes inquietas) creemos que todo el mundo puede y debe opinar sobre cualquier cosa, incluso, sobre el sexo (el “género”) de los ángeles. Lo malo es que, por eso, a veces pasamos por incomprendidos. O peor, los prepotentes no nos confieren la legitimidad de comentar los sucesos cotidianos que acontecen en la rúa. La reacción justiciera de los instalados es inquirir cuáles son nuestras fuentes de conocimiento. Sin la autorización de las cuales, simplemente, no se debe escribir. Si, a pesar de todo, lo hacemos, el riesgo consiguiente es que los que mandan no nos van a leer.

Comprendo esa falta de influencia de los escritores, los que son independientes del Gobierno y críticos con él. Constituyen una especie extravagante. Casi todas las informaciones que traen los medios públicos y el resto de los “monitorizados” son, más bien, propaganda de los que mandan. Las que se desvían de esa norma aparecen como ininteligibles o insulsas; en todo caso, sirven para divertir al personal.

El éxito de la propaganda gubernamental es algo portentoso. Me encuentro con personas cultas, profesionales reconocidos en sus respectivos dominios, que se expresan y razonan, punto por punto, con las tesis de los que mandan. Ni siquiera bajo el franquismo se consiguió tal grado de identificación con las prédicas gubernamentales.

Se dirá: “pero, si el grueso de las informaciones son propaganda gubernamental, ¿dónde queda la democracia?”. Pues muy escuchimizada, la pobre. Por ejemplo, no se puede concluir que somos una democracia plena si los jueces que han de valorar la conducta de los gobernantes son nombrados por el partido mayoritario. En todo caso, ese nombramiento se hace por el chalaneo entre los dos primeros partidos, según el número de diputados en el Congreso. A veces, parece que se tiran los trastos a la cabeza, pero, en lo fundamental, son cofrades. El resultado es más una oligarquía (el gobierno de unos pocos) que una democracia (el gobierno del pueblo). A ver si no es pesimista una conclusión como esa.

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