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¿Transición, qué transición? - Carlos Díaz

“Oyendo los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux tenía presente que esta alegría está siempre amenazada, pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros: que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa”1.

España es capaz de todo, se acuesta roja y se levanta azul, se acuesta sonrosadita y se levanta cianótica, y cuanto más evidente resulta ese hecho tanto más se niega. Y, sin embargo, a pesar de todo, España continúa como la obra de Ovidio, aere perennius, más perenne que el bronce. Puede cambiar, pero para volver a ser la misma. España seguirá siendo España en lo que quede de ella. ¿Y eso cómo? Para volver a ser siempre lo que es y lo que no es. Seguramente España se irá disolviendo, pero no crean: quienes la niegan la llevan consigo, y a la lagartija troceada volverá a salirle la cola. Siempre me dicen los andaluces que el centralismo de Madrid ha sido sustituido por el de Sevilla, pero esto se extiende a todo en cada parte del mundo, a rey muerto rey puesto.

Me van a perdonar los más, pero España es una nación enferma que goza de una mala salud de hierro, y a cada sutura le sigue una nueva eventración de sus costuras. Ciertamente existen otros enfermos más graves en muchos otros lugares del mundo, pero la mayor gravedad de otro no ayuda a la cura propia, a pesar de las mentalidades perversas. Aquella mujer de la cárcel de Ciudad de México, por ejemplo, tenía un rostro tan herido por las sucesivas cuchilladas, cicatriz sobre cicatrices, cuya restauración suponía una nueva desfiguración, que al menos yo nunca pude ver qué había debajo. Esta imagen me lleva al generalísimo Franco supurando tras larga agonía por todos sus remiendos. Con el cuerpo presente del dictador moribundo se dispararon las más absurdas y delirantes profecías sobre el futuro inmediato. En aquel plurifragmentado tablero político infectado de cientos de siglas nuevas de un día para otro, el conspiracionismo paranoico campaba a sus anchas, y a una escatología inverosímil le seguía otra mayor en medio de la credulidad general. Desde entonces me repugnan los “politos” más incluso que los políticos, algo que por desgracia he podido comprobar con mi presencia en las tertulias de las radios más importantes, de donde salía lleno de basura.

Llamo basura en este caso a la sustitución de la anécdota por la noticia, y entiendo por noticia aquello que es digno de ser noto, conocido, verdadero. He visto a las mentiras correr como bolas de grasa sobre las mesas de redacción de los periódicos, a los redactores servir genuflectos a sus amos, a la confección de los trajes de moda convertida en chaquetería para tránsfugas de la verdad, a todo tipo de truhanes arribistas, y lo peor es que he esta situación no muta, sino que permuta, en ese bodrio maloliente al que llaman redes sociales, redes de los mismos retiarios que luchaban en el circo para sobrevivir en sus ergástulos. Lo que a mí me interesaba e interesa ver, sin embargo, no lo he visto. España sigue siendo un circo mediático, donde la irrelevancia es el medio y la ocultación es el fin, y este no es un juicio sumarísimo desde la barrera para manifestar un egocentrismo político, que creo sinceramente no tener. No sólo en la política, en la profesión, en la sociedad, por todas partes he visto caravanas de esa tristeza.

Como fenomenólogo siempre he procurado ir a lo esencial, y para mí lo esencial es que los pobres, aun siendo comparativamente más pobres, quieren ser ricos, y a los ricos les ocurre lo mismo en su nivel. Ahora bien, para reconocer la parte alícuota que a cada español le corresponde de ese pastel hay que ir a lo esencial. Lo esencial no es lo que llaman derecha, centro o izquierda, denominaciones pobres epistemológicamente que sin embargo engatusan a las masas, incluso a las supuestamente apolíticas, eso son marujeos en todos los lugares, como por ejemplo en la Iglesia por parte de creyentes en todo menos en Jesucristo.

Lo esencial del mal estructural son las estructuras del sistema que nadie se atreve a tocar, la ambición desmedida hasta el paroxismo de la destrucción de la Naturaleza: los ejércitos armados hasta los dientes, los bancos intocables, las partitocracias pedorras, el analfabetismo cultural, el hedonismo subvencionado, el Estado papá, y todas esas mamandurrias cuya defensa indirecta llevan a cabo quienes llaman “utópicos envejecidos” a quienes proponen un cambio catártico para que no quede piedra sobre piedra del albergue del hombre viejo. Ellos, en nombre de un realismo angelical y sin ambiciones no levantan un palmo porque prefieren su palmito; pero los cambios de un enfermo de muerte hieren más en la medida en que parecen sanar más. Aunque ahora con red debajo, los volatineros han cambiado, pero aún no han nacido gallos que quiebren albores.

Y así hasta la próxima.

1 Camus, A: La peste. Alianza Editorial, Madrid, 1990.

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