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Bonmaison – Carlos Díaz

Hasta donde alcanza el escaso conocimiento de mi propio árbol genealógico, yo me llamo Carlos Díaz Hernández Gómez Bonacasa, Santiago, Rodrigo, Marín, Rodrigo así que, cuando los Rodrigo comienzan a repetirse, comienzo también yo a perder interés por los huesos familiares que quedan más lejos, y a los cuales no alcanza mi olfato de galgo de caza. Además de eso, tampoco quiero retroceder más lejos hacia mis ancestros porque no estaría bien a estas alturas llevarme la desagradable sorpresa de que después de Rodrigo vengan los Rodriguez, que serían los hijos de Rodrigo, igual que Pérez los de Pero. Me desagradaría, pues, que, por pereza endogámica, los descendientes de los descendientes de mis progenitores se hubieran encasquillado en Rodriguez, Rodriguez y más Rodríguez, y así por los siglos de los siglos hasta Adán Rodríguez y Eva Rodríguez, hipótesis que bastaría para enemistarme con Darwin, que de ese modo también vendría a ser Darwin Rodríguez.

Dicho esto, de todos ellos, de todos mis apellidos, únicamente salvo el de Bonacasa, al que me aferro como a un clavo ardiendo, no porque sea catalán su significado, que no lo es aunque lo parezca, sino porque mi bisabuela era más francesa que la torre Eiffel, que es la torre más alta del mundo, y porque ser francés es lo más que se puede ser, no en vano lo dicen los franceses mismos, y por ende axioma indudable.

Ustedes comprenderán que maldiga el día dos de mayo de 1808, annus horribilis en que los chulapos trabucaires y las manolas con una faca en la liga se echaron al monte madrileño para expulsar a los franceses de España, hoy llamada Ex/paña. Este es el motivo último por el cual, no pudiendo ser francés, doy en declararme sencillamente apátrida. Por lo menos me habría librado de Jaime Balmes, el filósofo del sentido común, y de otros grandes coñazos escolásticos, y habría podido estudiar con maestros como Emmanuel Mounier. Aunque a lo peor me hubiera tocado el tal Monsieur Foucault, un castañazo de indias a todas luces insoportable para mis modestas meninges. En cualquier caso, todo antes que la clausura en los montes Pirineos. Oh, la la, habiendo podido ser catedrático de la Sorbonne…

Los Bonmaison, hasta donde tengo sabido, que es poco, vinieron del sur de Francia (Carcasonne) para trabajar en las vidrieras de las catedrales españolas, gremio al que por aquel entonces pertenecía la flor y nata de los técnicos más cualificados. Aristóteles (libro primero de la Metafísica y libro II de la Física) distinguió entre episteme, (conocimiento), doxa, (opinión), y téchne, (técnica). La téchne no era habilidad manual rutinaria, productiva y repetitiva como la del zapatero o el alfarero, sino que estaba vinculada a la episteme (conocimiento mediante razones y causas, actividad creativa interior) y a la poiesis, vinculada con la inteligencia y la ciencia propias del ingeniero o del médico. Teknikós (raíz indoeuropea teks, tejer o fabricar, crear) es “el que crea” con destreza su oficio, superior a la mera experiencia e inferior al pensar puro, a diferencia del cual no es una pericia innata, sino el resultado de un aprendizaje de procedimientos conforme a un método, que expresan destreza práctica ordenada a la perfección técnica, y en este sentido preciso afirmaba formalmente el estagirita que la areté o virtud, la fuerza, la capacidad y la seriedad de un buen cuchillo es cortar bien. Lo que no es trabajo bien hecho no es aretológico. Ciertos pueblos, como los alemanes y en general los nórdicos, se toman aún en serio esta perspectiva, a diferencia de los pueblos hispano-lusos, especialistas en chapuzas que no se toman a sí mismos en serio, como tampoco a sus prójimos para los que dicen trabajar; dicho con el refrán anglosajón, trabajo mal hecho, hombre malo. Sin embargo, entre el operario y su obra no existe una mera relación de carácter instrumental, sino una causalidad formal ideatoria, y un trabajo mal hecho puede introducir muchos males en las personas que sufren sus consecuencias. Por lo demás, no hace falta insistir en el retraso en todos los órdenes de los pueblos procrastinadores o cigarras lúdicas.

Y ahí estaban llegando mis familiares técnicos desde la Galia omnia divisa in partes tres atravesando los Pirineos como nuevos Aníbales a lomo de sus elefantes. Pero la vida la escriben los plumillas, y no los constructores de catedrales, ya lo dijo Saint-Exupéry, y como el término Bonmaison le daba tufillo a librepensador afrancesado y no le parecía lo suficientemente patriótico al burócrata de turno, se le ocurrió traducirlo por Bonacasa, convirtiéndome así en criptocatalán (Bonacasa, Barcelona es bona si la bolsa sona). Maldito plumífero ignorante, que no supo siquiera que Bonmaison significa casa buena, equivalente al nobilísimo término griego ethos, cuyo exacto significado es el de ética, es decir, el de persona buena que cuida bien su entorno ecológico, nada más y nada menos que persona buena de buena cuna, y no “dama, dama, de alta cuna y de baja cama”. Aquello fue un genocidio en toda la regla y desde entonces no logro recuperarme.

Y ya que no de francés, si al menos yo hubiera sido vasco, a lo mejor podía presumir de raza: Uberetagoyena Ugaldezubiaur Ugartealbitzu Ulibarrigamboa Untzetabarrenetxea Urkolagurriaga Uriarteamorrortu Uriartetxeandia Urionabarrenetxea Urretxagaondo Urriolausocoa Uthurriborde Verriozabalgoitia Berriozabalgoitia Vidasoloarrotegui Iartzaldebehere Zabalagoxeaskoa Zabalgogeascoa Zabalgoieaskoa Zabalgogeazcoa Zabalagoxeaskoa Zabalgogeazcoa Zabalgoieaskoa Zarraandikoetxea Zuatzolazigorriaga son auténticas corazas etnolingüísticas, a cuyo solo nombre le dan a un conquense ganas de huir, ya que no de hacer astillas de cualquiera de sus coníferas centenarias, el árbol de Guenika aparte. A mí al menos siempre me ha parecido que donde esté un Zabalagoxeaskoa siempre te caerá alguna coz, sobre todo si eres un Díaz Hernández cualquiera de la más fungible mantequilla de Soria.

Más que de donde nace, uno es de donde pace y de donde se hace. Mis padres, maestros de escuela que nos enseñaron a ser maestros de escuela a tres de sus cinco hijos (rareza que no ha tenido continuidad en la segunda generación) estuvieron enseñando inmediatamente después de la guerra española, y por culpa de ella, desterrados perdedores en megalópolis tan impresionantes como Pajaroncillo, Castrillo de Bezana, Canalejas del Arroyo, y hasta en algunas otras peores, llenas de nada y vacías de todo. Los maestros republicanos de entonces siempre pasaban por los núcleos con peores denominaciones, y siempre ganaron menos que los guardias civiles, de los cuales además recibían los palos depuradores, y no las salvas de aplausos. Ahora, sin embargo, los maestros -que ya no son tales por lo general- ganan como los guardias civiles y, como los guardias civiles, tampoco pegan palos. Muy pocos son en realidad los que dan siquiera un palo al agua.

En fin, ya estamos en Madrid, después de tanto lomo de mulo y de tanto ferrocarril de tercera, con el cual regresabas a casa tan negro por la carbonilla como si vinieras de Torremolinos, que entonces era un pueblecito de pescadores. Ya soc aquí, como Tarradellas; hemos dejado atrás el nudo ferroviario de Atapuerca, hoy sima de huesos de los Rodríguez más antiguos. Ya estamos en casa. Pero no en Buena Casa, en casa ética. No sé quien dijo que cualquier sitio es bueno para dormir, pero las personas no se echan al suelo después de la borrachera como los perros, antes al contrario procuran adecentar su morada humilde para allí morar y rememorar.

Así que al fin he tomado la decisión de no reciclar ni embellecer los nombres de los pueblos donde mis padres dejaron la piel por amar a la escuela, me basta con una morada. No quiero mejorar mis demóticos, ni vestirme de seda como la mona, ni firmar mis libros como Carlos Valdebezana, Carlos del Canal Ríos, o simplemente Carlitos Verbenas la ilusión de las nenas, que bien merecido me lo tengo. Basta con que me llaméis Carlos, el maestro. No el socrático “maestro de maestros”, sino el de Carlos Bonmaison, el hijo de maestros.

Y no sigo más porque estoy comenzando a ponerme un po di piu triste. Cuando era adolescente, apenas llegado a la incomparable Universidad de Salamanca y sintiéndome todavía más pequeño de lo que era, comencé a formar mis primeros artículitos con el pseudónimo de Péponza, que en griego significa el que ha sufrido. Y, la verdad, ya que no podemos ser franceses, al menos que no lloremos.

Ah, y una nota teológica. Los maños españoles, que tienen tan buen corazón como cabeza dura cubierta con su famoso cachirulo (Hartnekichkeit, obstinación, dirían los no menos cabezas cuadradas alemanes; entiers, duros de mollera, en el sentido peyorativo con que los franceses zahieren a los belgas, no todos los franceses son francos de Francia), los mañicos, digo, cantan jotas preciosas a su virgen, la célebre virgen del Pilar, muy conocida y estimada también en Latinoamérica. Pues bien, o pues mal, una de sus hermosas letras lanza sonora al viento esta anacrónica declaración de guerra: “La virgen del Pilar dicee/ que no quiere ser francesaá/ que quiere ser capitanaá/ de la tropaá aragonesaá”. Yo, perdóname la irreverencia, madre santa, pero con tanto respeto como firmeza juro que no deseo ser capitán (ya hice bastante el ridículo con mi estrellita de alférez) de tropa alguna, ni siquiera corneta en tropa alguna; yo lo que quiero ser, lisa y llanamente, es un Bonmaison, es decir, un francés bueno en el buen sentido de la palabra bueno. Un buen maestro. Aunque cada vez lo tenga más difícil, y no siempre por culpa ajena.

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