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Creer para ver: cambio de mentalidad – Francisco Cano

2. Pascua 2021 B Jn 20,19-31

Jesús, en su condición de resucitado, no vive alejado de este mundo. El Resucitado está vinculado a la condición carnal. No es un fantasma. La aparición de Jesús Resucitado en la comunidad es singular porque no estamos sólo ante la presencia del crucificado (viernes santo), ni ante su presencia en Emaús (fracaso), ni ante la presencia eucarística (última cena), ni ante su presencia en los pobres, sino ante la continuidad entre el pasado y el presente de Jesús, expresada a través de su realidad humana. El cuerpo de Jesús tiene una cualificación: es el que ha pasado, a través de la muerte, con la llaga del costado y las señales de los clavos en las manos, y así quedará para siempre, en su estado definitivo. La resurrección no lo despoja de su condición humana anterior, ni significa el paso a una condición de ser superior a la humana, sino que es la condición humana llevada a su cumbre, y asume toda su historia precedente. El que está vivo delante de ellos es el mismo que murió en la cruz. La permanencia de las señales en las manos y el costado indica la presencia de su amor: se perpetúa la escena de la cruz. Lo que Juan describió en el Calvario como signo, a la vista del mundo entero, del Hombre levantado en lo alto, del que fluía la vida, se propone aquí y ahora como experiencia de Jesús en el ámbito de la comunidad, y desde este pasado les ofrece la paz.

Jesús nos da su Paz, en medio de la turbación, de la tribulación, del miedo que sentimos los creyentes…, no sólo por la pandemia, sino por algo más duro: el rechazo que experimentamos a causa de nuestras opciones de vida como seguidores de Jesús; no sólo en los que no son creyentes, sino también en los que se dicen creyentes y viven dentro de la comunidad eclesial. Lo que sucede es que los creyentes, en medio de todo, sabemos encontrar la paz de Jesús como regalo que nos libera del miedo y la tristeza. Estamos ante el Cristo Resucitado y Glorioso que lleva como signo las llagas: triunfo sobre la muerte, el sufrimiento, el dolor, la exclusión. Estamos ante la paradoja del evangelio, ante un misterio hecho de contrarios: turbación y paz, duelo y alegría, muerte y vida y la primera paradoja con la que nos encontramos es que Dios entra por lo sentidos: llaga y cicatrices con vida y esperanza.

Se aprende por medio de los sentidos, casi todos podemos tocar, ver, oír, pero lo que supera el alcance de los sentidos, lo no natural, decimos que pertenece al campo de lo sobrenatural. Hoy no se trata de ver para creer, sino de creer para ver. Con santo Tomás de Aquino, al referirse a la eucaristía, a nosotros nos toca rezar negando. “Al juzgar de Ti se equivocan la vista, el tacto, el gusto” (visus, tactus, in te fallitur), pero basta el oído para creer con firmeza todo lo que ha dicho el Hijo de Dios. Sólo nos queda el oído para creer (sed auditu solo tuto creditur). Ahora otro Tomás está delante de un Jesús que se presentó enseñándoles las manos y el costado, luego el Dios cristiano que se nos revela en Jesús entra por los sentidos: el oído, la vista, el tacto, el gusto. El resucitado está condicionado a la condición carnal. No es un fantasma, se toca y se palpa. Sigue siendo de carne y hueso y se le encuentra, no en el miedo y el pasmo, sino en la paz y la alegría, se le descubre en la mesa compartida, comiendo y bebiendo. Más aún: “a Jesús se le encuentra en el encuentro con lo humano”, en el cuidado de lo más humano y lo más dañado hoy de la condición humana: en la soledad, el dolor y la muerte.

Las señas sensibles del Resucitado son llagas de dolor y sufrimiento que se pueden tocar y ver, pero no es sólo eso, son señales de dolor y sufrimiento en las que hay vida, esperanza y futuro. Esta es la paradoja: que las llagas, siendo señal de muerte, se palpan en un ser viviente. Esto es lo que Tomás, el discípulo, vio y palpó, y esto fue lo que le llevó a reconocer en Jesús a su Señor y su Dios. ¿De qué hacemos ostentación en la Iglesia, los que formamos parte de ella? Lo que convence y da testimonio de Jesús es ir por la vida ostentando el dolor de Jesús, y no el poder, la riqueza, la importancia, los privilegios: presentar nuestros cuerpos entregados por amor.

Tomás no necesita tocar ni meter el dedo en las heridas, le basta ver las heridas para que surja el acto de fe. Esto es lo que necesitan los hombres de hoy: ver encarnada en nosotros la vida entregada por los demás. El evangelio termina el relato con una bendición que es para todos nosotros, los que creemos sin haber visto. Veintiún siglos después sólo se nos da la “bienaventuranza por haber creído sin haber visto”; bendición por creer Es el mejor mensaje para quienes hacemos nuestro acto de fe en la fuerza de la vida que vence a la muerte, porque creemos en la vida, en el futuro de la vida para siempre, incluso sin haber visto o tocado al “Eterno Viviente”, Jesús.

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