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Cuando las paredes hablan – Carlos Díaz

Mi admirado Carlos García Gual publicó hace ya algún tiempo un bello libro, Diógenes de Enoanda y el gran mural epicúreo (Editorial Ariel, Barcelona, 2016), que me ha complacido. Había, en efecto, una vez en el siglo II después de Cristo un antiguo asentamiento romano al norte de Licia en Asía Menor, hoy Turquía, llamado Enoanda. Pues bien, en el pórtico del ágora, centro puro de aquella fría y desapacible ciudad, el acaudalado, evergeta y philántropon Diógenes de Enoanda mandó construir un sólido mural de bloques de granito de ochenta metros de largo por más de tres de alto en sillares de piedra muy bien pulidos y asentados y con más de 25000 palabras (un tercio de las cuales recuperadas en su totalidad) a fin de que cualquier ciudadano que pasara por el lugar aprendiese lo esencial de la vida según la enseñanza de su amado maestro Epicuro: cómo despreocuparse de la muerte, cómo vivir la amistad, cómo habitar la inmanencia, como amar los libros, cómo cuidarse, en definitiva el ideal de vida buena del epicureísmo, en suma, mejor ser desafortunado con sensatez que afortunado con insensatez.

Nuestro desconocido acaudalado, ya cercano a su muerte por cardiopatía (kardiakón pathos), y a pesar de no creer en la inmortalidad ni en la vida eterna, manda eternizar para la posteridad de los siglos futuros un ideario imborrable. Y, careciendo de originalidad propia para escribir un monumento más perenne que el bronce (monumentum aere perennius, cosa reservada a genios como el del Virgilio, orgulloso de su Eneida), manda a una cuadrilla de albañiles y de calígrafos erigir un polícromo muro sapiencial, antítesis del muro de Berlín. Eso es tener fe en la idea, por encima de las inclemencias del tiempo y del carácter mutadizo de las civilizaciones.

No seré yo quien niegue gestos semejantes, que me llenan de admiración y de respeto, como tampoco negaré la originalidad de la iniciativa, aunque a los libros pesados se les desprecie con la vulgar calificación de “ladrillazos”. Cualquier formato es bueno para el libro, incluso la bola de nieve que va a derretirse al poco de ser escrita. Yo al menos imagino en cualquier material un posible manual (enquiridión) contra las falsas opiniones, los discursos desagraciados, la pseudología. Todo es libro.

En cualquier caso aquel gesto parece también paripintado para nuestros días pandémicos: “La mayoría de la gente andan enfermos en masa, afectados, como por una epidemia, por sus falsas opiniones acerca de las cosas, y van enfermando cada vez más, pues en sus empeños se contagian la enfermedad unos a otros, como sucede en los rebaños. Viendo a cuantos estaban en ese estado de ánimo, me compadecí de su vida y lloré por la pérdida de su tiempo y vine a considerar como deber de un hombre de bien acudir a socorrer con afecto humano, en la medida que está a mi alcance, a las personas de buen juicio. Ésta es la razón primera de esta inscripción. Así que, como los consejos de la inscripción quedarán al alcance de muchos más, he querido utilizar este pórtico para exponer en un ámbito público los remedios medicinales de la salvación (phármaka tês soterías)”.

Contra la pandemia, pues, el tema estrella del mural será el de la felicidad contemplada desde la superación de la tensión entre la vida y la muerte conforme al Tetraphármakon (cuádruple remedio): áphobon ho theós, la divinidad no es temible; anypopton ho thánatos, la muerte no es motivo de angustia; tò agathòn mèn eúkteiton, el bien es fácil de lograr; tò dè deinòn euekkartéreton el mal es fácil de soportar. “En efecto, aquello que con su presencia no perturba, en vano aflige con su espera. Así pues, el más terrible de los males, la muerte, nada es para nosotros, porque cuando nosotros somos, la muerte no está presente y, cuando la muerte está presente, entonces ya no somos nosotros. En nada afecta, pues, ni a los vivos ni a los muertos, porque para aquéllos no está y éstos ya no son”. Todo lo hacemos para no tener dolor en el cuerpo ni turbación en el alma. Una vez lo hayamos conseguido, cualquier tempestad del alma amainará, no teniendo el ser viviente que encaminar sus pasos hacia alguna cosa de la que carece ni buscar ninguna otra cosa con la que colmar el bien del alma y del cuerpo. Pues entonces tenemos necesidad del placer, cuando sufrimos por su ausencia, pero cuando no sufrimos ya no necesitamos del placer.

No comparto para nada esta posición, pero la idea de eternizarla me parece cercana a mi terreno, que es el de la inmortalidad: prefiero la inmortalizad de lo falso a la muerte de lo verdadero, al menos que algo quede.

Lo que más me sorprende del filósofo epicúreo es su enfoque alegre de los problemas graves, por eso merecería el anciano Diógenes de Enoanda ser llamado Chrestós, persona alegre, sensata, y su sabiduría crestomatía, algo útil de aprender, tal vez porque etimológicamente su ciudad, Enaola, significa etimológicamente rica en vinos, que alegran los corazones. Mal no está la jocundidad del vino (in vino veritas), sobre todo si no nos hace perder la cabeza: “No es impío quien suprime los dioses del vulgo, sino quien atribuye a los dioses las opiniones del vulgo”. “El sabio, por el contrario, ni rehúsa la vida ni teme a la muerte; pues ni el vivir es para él una carga ni considera que es un mal el no vivir. Y del mismo modo que del alimento no elige cada vez el más abundante sino el más agradable, así también del tiempo, no del más duradero sino del más agradable disfruta”.

Este pétreo periodismo sólido y de altura, no pintarrajo grafiteado ni escupitajo vomitado por las máquinas, no deja de ser una publicidad contundente para los buenos entendedores, razón por la cual sugiero al periodismo agrietado y desenladrillado que salga de las cavernas de papel en que anda recluido y haga periodismo mural y moral. Mi problema es que no sé bien cómo podría yo seguir ese ejemplo trasladando al ladrillo todos mis ex libris, ya que me saldría casi una ciudad.

Bueno, ¿y si le presento la idea al Ayuntamiento y lo subvenciona? ¿Me podrían ustedes ayudar prestándome un nombre para esa villa, que no sea Villamiseria, que ya tenemos demasiadas?

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