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Gonzalo de Berceo, Platón, Descartes y Kant, esos abominables reaccionarios – Carlos Díaz

La tendencia posmoderna, con su increíble furor uterino, hystéricon, es decir, histérico, y me estoy refiriendo ahora al sindicato de estudiantes de la Escuela de Estudios Orientales de la Universidad de Londres, está pidiendo a voz en grito desde hace algún tiempo que sean quemados los libros de Platón, Descartes y Kant por hacer sido ellos racistas y colonialistas. Seguramente el próximo paso de este vandalismo será desollar y empalar a los autores vivos que tengan algo que ver con Platón, Descartes y Kant. Pobre de mi trasero, dicho sea de paso, en cuya defensa me atrevería a musitar que, si tanta prisa tienen por pasar a la acción, que lo hagan después de haber alcanzado el nivel de pensamiento de Platón, Descartes y Kant. Y como esto va a llevarles unos cuantos milenios, mi trasero podrá descansar tranquilo, algo habríamos ganado.

No sé si estas ínfulas de ciertos universitarios han arraigado por extensión en las clases bajas culturalmente, o han partido de las clases bajas culturalmente hasta anidar en el pelucón académico. Conozco, en efecto, a una analfabeta cualificada que está enfadada con Gonzalo de Berceo porque habla de los hombres y no de los hombres y las mujeres, y porque el bueno de don Gonzalo dice “ellos” llevado por su misógeno no querer escribir “ellos y ellas”, machismo intolerable que la trae verdaderamente indignada y con la tea incendiaria en la mano, a pesar de que su marido es un barbudo pacífico. Ella no ha logrado escribir hasta el presente nada alguna pero, si hubiera tenido la suficiente osadía, su nadería majara vendría manchada de grasa y de tocino y plagada de faltas de ortografía y de sintaxis, pues al fin y al cabo también ortografía y sintaxis le parecen residuos anacrónicos que limitan la creatividad del lenguaje oral (tal vez también del anal).

La señora que clama contra Gonzalo de Berceo, ella misma sin embargo de la familia de la berza, se manifiesta en las tenidas callejeras y grita desaforada que hay que hacer la revolución, cuya urgencia clama cual inmediata liberación redentora: ni un día más de humillación por parte del mono desnudo. La cultura es una enfermedad de los blancos machistas, es decir, una forma intolerable de racismo, del mismo modo que el teísmo es una aberrante enfermedad de los católicos, que afortunadamente nuestros benefactores o evergetes estatales están a punto de decretar. Las mujeres a los altares, como Clotilde de Vaux.

Que los tatuajes sustituyan a las palabras, vengan a nosotros las incisiones en la piel, convirtámonos en cromos que caminan, fuera las machistas káthedras, que al fin y al cabo no son más que sillas elevadas para el culo de Platón, Descartes y Kant. Y que venga a nosotros el nuevo orden cultural aclamado por el coro de los sentados en cuclillas alrededor de un porro iluminador, cáguese la perra, y vivan el pensamiento mágico y el aura de nuestros antepasados coronando el aquelarre.

Que muera el triunfo del estudio, pasaporte al que todo el mundo deberá hacer objeciones, pues para pasar de un curso al otro superior ni siquiera hace falta haber aprobado todas materias del anterior. La negación de lo negado produce la superación del aprobado, he aquí a Jorge Guillermo Federico Hegel en estado químicamente puro, con más nombres de pila que Poncio Pilato y que todos los (y todas las) protagonistas juntas de las telenovelas latinoamericanas. Hermoso culebrón.

Y que los sueños liberadores convivan con las armas ensangrentadas sobre las cabezas de los niños y niñas que van a ser o han sido abortados, como si esos abortos no fueran lo que sí son: abominables crímenes de lesa inhumanidad contra los más débiles. Joder con los millennials, apóstoles de la muerte, cuya dialéctica es la siguiente: para abrir boca, quememos las obras de Gonzalo de Berceo, para consolidar el refrigerio, incineremos después a Platón, Descartes y Kant. Para continuar matemos a los santos inocentes que van a nacer. Para finalizar, comamos y bebamos, que mañana moriremos. Pero antes del antes comamos, bebamos y hablemos por teléfono, pues tenemos mucho que rajar.

Con semejante trasfondo no seré yo quien se haga la menor ilusión sobre la pervivencia -siquiera inmediata- de mis libros, destinados como están a que ellos y ellas se hagan canutos con ellos para fumárselos hoja a hoja y exhalarlos bocanada tras bocanada. Los rollos de mis libros, desenrollados y convertidos en ceniza, cientos de libros hechos humo: bingo.

Las civilizaciones envejecen y la barbarie se renueva una y mil veces. Lástima –pienso en mis horas bajas- que el derecho penal no incluya en sus leyes la obligación de desmochar a quien mochó una de las estatuas de la catedral de Burgos. O ley del talión, o ley de la selva, me digo entonces a mí mismo. Pero, una vez caído tan bajo, me horroriza tener que violar a mis violadores, por lo cual me niego a hablar de tifus, de piojos, de hambre y de frío. Y a volver a escribir otro libro, aunque se lo fumen o lo caguen, por mucho que esto signifique para mí un horno crematorio.

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