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Dídimo e Histieo – Carlos Díaz

Del último libro de Irene Vallejo acaba de emerger una tarascada que me ha impactado más que una coz en la cara, lanzándome a la lona cercano al K.O, y no es para menos: “La diana favorita de los chistes fue un estudioso llamado Dídimo, que llegó a publicar el fantástico número de tres o incluso cuatro mil monografías. Dídimo trabajó sin descanso en la Biblioteca durante el siglo I. antes de Cristo escribiendo comentarios y glosarios, mientras el mundo a su alrededor se desgarraba a raíz de las guerras civiles de Roma. Dídimo era conocido por dos motes: Tripas de bronce (Chalkénteros), porque hacía falta tener las entrañas de metal para poder escribir sus innumerables y prolijos comentarios sobre literatura, y el Olvida-libros (Biblioláthas), porque cierta vez dijo en público que una teoría era absurda y entonces le mostraron un ensayo suyo donde la defendía. El hijo de Dídimo, llamado Apión, heredó el infatigable oficio paterno y se cuenta que el emperador Tiberio lo llamaba Pandero del Mundo”1.

¿Que un tal Dídimo escribió tres o cuatro mil libros y que además se burlaban de él sus coetáneos por culpa de su fecundidad? ¿Y que además había escrito casi una Biblioteca de Alejandría armado tan sólo con una frágil plumilla sobre tablillas escasamente mollares, sin computadora alguna, sin amanuenses, copistas ni ayudantes? ¿Y que su hijo, Pandero del Mundo, bailó bajo el sonido del mismo pandero? Jamás se me habría ocurrido imaginar algo remotamente semejante, y menos aún creérmela. Pero ¿qué podía escribir ese cosmopolígrafo?, ¿hubo algo que no concitase su atención?, ¿qué rastro de tinta iría dejando por donde pasara?, ¿cuántos esclavos necesitaría para arrastrar su miliástica obra?, ¿y quién es él, en qué lugar se enamoró de ti? De verdad que a mí me va a dar un algo, ni siquiera sé si a duras penas terminaré esta pobre página corroído por la envidia y sumido en la más estupefaciente inferioridad, pues seguramente Dídimo ya habría terminado una enciclopedia entera antes de que yo haya podido concluir esta triste página cutre.

Un servidor, entre la hilaridad ajena y abrumado por el peso de la vergüenza, había logrado superar la plumifería del célebre Tostado, aunque me parece que César Vidal me saca dos cuadras con su prosa flatulenta (tanto más cuanto más mala), pero ¿cómo es posible este nuevo fenómeno de la naturaleza, de quien yo ni siquiera había oído hablar, cómo habrá podido trabajar tanto este señor Dídimo, y a cuántas horas por día, y a cuantos días por mes, y a cuántos meses por año, y a cuántos años por siglo? ¿No serían ocho o diez gemelos univitelinos escribiendo sincrónicamente con apariencia de autor único? Estoy como aquel granjero americano que, no habiendo salido jamás de su rancho, al ver una jirafa exclamó: “Imposible, error de las naturaleza”. ¿Tres o cuatro mil libros de la misma ave de pluma? Imposible, error de las naturaleza, falso de toda falsedad, semejante plumífero aún no ha nacido.

Sin embargo, este otro texto no sólo no me desasosiega, sino que lo admiro a rabiar: “Un general llamado Histieo quería azuzar a su yerno Aristágoras, tirano de Mileto, para hacer estallar una revuelta contra el imperio persa. Se trataba de una conspiración altamente peligrosa en la que ambos se iban a jugar la vida. ¿Dónde llevar escondida una carta que les condenaba a la tortura y a la muerte lenta si se descubría? El general tuvo una idea ingeniosa: le afeitó la cabeza al más leal de sus esclavos, le tatuó un mensaje en el cuero cabelludo, y esperó a que le creciese de nuevo el pelo. Las palabras tatuadas eran: ‘Histieo a Aristágoras: subleva Jonia’. Cuando el pelo nuevo despuntó cubriendo la consigna subversiva, envió al esclavo a Mileto. Para mayor seguridad, el esclavo no sabía nada de la conjura. Sólo tenía orden de afeitarse el cabello en casa de Aristágoras y decirle que echase una ojeada a su cráneo pelado. Sigiloso como un espía de la Guerra Fría, el mensajero viajó, se mantuvo tranquilo mientras lo cacheaban, llegó a su destino sin que el complot se descubriera, y se rapó. El plan siguió adelante. Él nunca supo –nadie puede leer en su propia coronilla- qué decían las palabras incendiarias tatuadas para siempre en su cabeza”2.

¿No les parece fantástico? ¿Cómo no se me habría ocurrido antes? A veces, entre viaje y viaje, he necesitado alguna pluma, lapicero, bolígrafo o piedra para grabar en ella mi escritura cuneiforme, pero he tenido que comerme las ideas por falta de los necesarios implementos escriturísticos. ¡Ah, si se me hubiera ocurrido la idea de Histieo! ¡Con la cantidad de calvos que pueblan la tierra! ¡Tan sólo hubiera necesitado algo punzante para fraguar sobre su cuero cabelludo mi ingenio no tan descabellado! ¡Ya me estoy imaginando tres o cuatro cabezones bien redondos sin mezcla de pelo alguno para enviar largos mensajes subversivos escritos con formato elíptico a los enemigos! ¡Qué espléndido intercambio de melones! ¡Y cómo no se me habría ocurrido todo eso durante la censura obligatoria del generalísimo Franco! ¡Qué forma tan inteligente de escribir mis ideas subversivas sobre los cocos ajenos, ahora también subversivamente fosforescentes tras la acuñación de mis mensajes! ¿Se imaginan ustedes que formidable fuente de intercambio cultural por las calles de las ciudades? Esta nueva extended Mind subversiva tendría, por lo demás, un escaso coste de mantenimiento: reafeitar de cuando en cuando las cabezas para repristinar la perennidad de los mensajes en ellas contenidos. Y un par de ventajas adicionales: por una parte, resultaría imposible cambiar lo grabado, es decir, mutar de opinión al mutar el tatuaje, es decir, traicionar o cambiar de chaqueta; por otra parte, no olvidar lo grabado y así no tener que seguir estudiando: el sueño del docente, en una palabra.

1 Vallejo, I: El infinito en un junco. Editorial Siruela, Madrid, 2020, p. 88.

2 Vallejo, I: El infinito en un junco. Editorial Siruela, Madrid, 2020, p. 81.

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