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Retorno de las estrellas – Carlos Díaz

Como muy bien dice Irene Vallejo, la literatura consiste en hacer ejercicios de caligrafía sobre la piel, los libros son cuerpos habitados por las palabras, pensamientos tatuados en la piel: “Nuestra piel es una gran página en blanco; el cuerpo, un libro. El tiempo va escribiendo poco a poco su historia en las caras, en los brazos, en los vientres, en los sexos, en las piernas. Recién llegados al mundo nos imprimen en la tripa una gran ‘O’, el ombligo. Después, van apareciendo lentamente otras letras. Las líneas de la mano. Las pecas, como puntos y aparte. Las tachaduras que dejan los médicos cuando abren la carne y luego la cosen. Con el paso de los años, las cicatrices, las arrugas, las manchas y las ramificaciones varicosas trazan las sílabas que relatan una vida. Yo también he encontrado gentes cuyas caras parecen arcilla incisa por la pena. Pero no sólo el tiempo escribe en la piel. Algunas personas se hacen tatuar frases y dibujos para adornarse como pergaminos iluminados. Nunca lo he hecho y, sin embargo, comprendo esa pulsión por dejar huella, colorear y convertir en texto el propio cuerpo”1.

Convertir en texto el propio cuerpo sería, pese a todo, imposible porque una mano no se escribe a sí misma, precisada como está de la otra para ser escrita. También la huella de la mano ajena queda impresa en el cordón umbilical de quien nos trajo al mundo, en los primeros besos y caricias, así como en los cuidados y en los descuidos de quienes dejaron su impronta en la piel de nuestro cuerpo y alma, por eso somos un palimpsesto, una escritura sobre la que se han escrito a lo largo de nuestra vida más escrituras de muchas manos; como hemos dicho tantas veces, no escribes si no eres escrito por alguien que te lee, y no eres leído si no has dejado que alguien escriba tu nombre, tocado tu esencia, incluso las rugosidades de la oscura invidencia, como en el método Braille. Incluso cuando nos ocultamos detrás de ella, olemos a tinta, a tinta sangre. Por eso quienes no llevan vida en sus almas manosean, no escriben, emborronan, desvirtúan en todos los sentidos, cualquier cosa menos escribir.

Cosido por las heridas, es decir, por las tres escrituras básicas –la de la vida, la de la muerte, la del amor- se me hacen pequeñas la gramática, la retórica y la dialéctica, aunque celebro la conservación de todas las lenguas que en el mundo han sido: “Hoy existe una iniciativa llamada Proyecto Rosetta que aspira a proteger de la extinción a las lenguas humanas. Los lingüistas, antropólogos e informáticos responsables del proyecto, con sede en San Francisco, han diseñado un disco de níquel donde se las han ingeniado para grabar a escala microscópica un mismo texto en su traducción a mil idiomas. Aunque muriese la última persona capaz de recordar alguna de esas mil lenguas, las traducciones paralelas permitirían rescatar los significados y las sonoridades perdidas. El disco es una piedra de Rosetta universal y portátil, un acto de resistencia frente al olvido irrevocable de las palabras”2.

Desde luego, la esperanza de vida de las palabras me alegra mucho, pero si queremos que las palabras se conserven no basta con amontonar idiomas en nuevas estanterías, ahora digitales. No hay palabra viva en espíritu muerto, y las gentes muertas se doctorarán en palabras, palabras, palabras, sobre las que al final escupirán grueso y se marcharán. Ebrios de palabra ya vaciadas de vida, para todo mal, mezcal. Palabra sin persona que la apalabre, lenguaje disparejo; la palabra es un sacramento de muy delicada administración, cauterio suave, regalada llaga, mano blanda, toque delicado, ardiendo sobre todos los ardores del mundo. No se habla, se es apalabrado por la palabra, y por eso al mismo tiempo grabada a sangre y fuego en el hueco de tu mano herida, dice el místico Juan en un Cántico espiritual que hasta sin palabras queda en su búsqueda de la Palabra apremiante: ¡Oh, almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas! ¿Qué hacéis, en qué os entretenéis. Salí tras ti clamando, y eras ida, Palabra, llama de amor viva que tiernamente hieres de mi alma el más profundo centro.

A veces las novelas de ciencia ficción son realistas, más incluso que ciertas vidas vanas. Y, a pesar de todos los intentos por vivir “para siempre eternamente”, oh piedra de Rosetta universal y portátil sobre el proyecto del hombre de silicio sin mezcla de caducidad alguna, tenemos que resignarnos a quedarnos solos, enmudecidos por su núcleo más íntimo y el reducto más inmarcesible, la soledad de la palabra. Cuando Hall Bregg regresa a su planeta Tierra después de una arriesgada expedición de diez años en una galaxia lejana, se encuentra con que en la Tierra han pasado ciento veintisiete años, a lo largo de los cuales se han producido variaciones sustanciales en la especie humana, en la sociedad, y en las ideas y comportamientos, que lo convierten en un anacronismo viviente. Un anciano médico que aún conserva interés por el pasado de los vuelos interestelares dice a nuestro protagonista: “La sociedad a la cual ha vuelto usted está estabilizada. Vive tranquila. ¿Comprende? El romanticismo de los primeros vuelos espaciales ya ha pasado. Es casi una analogía de la historia de Cristobal Colón. Su expedición fue algo extraordinario, pero ¿quién se ha interesado doscientos años después de él por los capitanes de veleros? Sobre el regreso de usted hubo apenas una noticia de dos líneas en nuestros periódicos actuales. Aunque usted no quiera reconocerlo, señor Bregg, debo decirle la verdad. Sus intereses, todo aquello con lo que ha regresado forman una pequeña isla en un océano de ignorancia ajena. Dudo que haya muchas personas a las cuales apetezca escuchar lo que usted pueda contarles. Yo pertenezco a ellas, pero tengo ochenta y nueve años”3.

Yo no he viajado a la luna siquiera, homúnculo de comienzos del siglo XXI, pero cuanto más me afano por descifrar la piedra de la Rosetta, tanta más dificultad siento a la hora de escribirla en la piel de la vida. Y no sé a estas alturas en qué remoto sistema intergaláctico fundar una biblioteca de libros que no termine siendo una mera cárcel de papel. A nosotros, pianistas, nos falta el piano, por eso desafinamos tocando de oídas, di sentire ditto.

1 Vallejo, I: El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo. Editorial Siruela, Madrid, 2020, p. 75.

2 Ibi, pp. 79-80.

3 Lem, S: Retorno de las estrellas. Alianza Editorial, Madrid, 2005, pp. 86-87.

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