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¡Me cago en el vapor, en la electricidad y en los sueros inyectados! - Carlos Díaz

“Cada vez me parece más petulante, más necia, más transitoria y más vana eso que llaman civilización moderna, debo tener espíritu medieval y de ello me felicito. A la ciencia le voy cobrando asco. Lo digo y lo repito, el progreso es un mal necesario; ¡me cago en el vapor, en la electricidad y en los sueros inyectados!”. Esto escribe don Miguel al médico salmantino Hipólito Rodríguez Pinilla, catedrático de la Universidad de Salamanca, que trató la enfermedad de Raimundín, el hijo de Unamuno fallecido por meningitis en 1902. En ese momento, Unamuno cuenta con 38 años y es ya rector de la Universidad salmantina. Las cartas, de trazo vigoroso, desparramado, con membrete de la rectoría, descansan en la Casa de Unamuno donadas en 2009 por la viuda del catedrático de Filología Clásica Millán Bravo Lozano, que tuvo sus escarceos políticos en el fallido partido leonés Pancal. La fortuna, incomprensible siempre para mí, quiso que yo conociese esta carta de don Miguel mucho antes, cuando Millán Bravo se sirvió de la citada frase ¡me cago en el vapor, en la electricidad y en los sueros inyectados! para ilustrar un libro que él mismo me publicó en su Editorial Silos, de Valladolid, Teología para escolares (Tercero de BUP). Madrid, 1977, 247 pp), que hacía el número treinta de los hasta entonces por mi traídos al mundo.

No comparto esa neofobia, ese horror a todo lo nuevo por el mero hecho de ser nuevo, entre otras cosas porque me llevaría a odiarme a mí mismo y a la mayoría de ancianos que me han amado. Pero tampoco doy un maravedí por lo nuevo en cuanto que nuevo, lejos de mi fascinación o encandilamiento. Por otra parte, nuevo y viejo son anacronismos mutadizos, ya que lo nuevo de hoy es lo viejo de mañana, y en otras ocasiones no hay libro más interesante que el que tiene dos mil años. Cuando me pregunta un periodista qué novedad estoy leyendo, con cara de pocos amigos le respondo: “¿Cree usted que leo algo publicado hace menos de cien años?”. Un respeto.

Yo le debo poco o nada a las vacunas, dada mi excelente salud física de toda la vida, aunque la salud psíquica no sea tan fuerte, hasta el punto de cometer la imprudencia etanea de no vacunarme prácticamente nunca, con o sin Coronavirus. Pero le debo mucho, muchísimo, a la electricidad, aunque la factura que pago como usuario de ella tenga un precio muy elevado, a saber, la deformación y mengua de mi vista, y la aminoración de mis ojos, como le ocurre a los humanos leones, es decir, a los lectores y lectoras a tiempo y a destiempo. El devenir no es para mí moda, sino modo, el modo de recular para mejor saltar, pero saltar todavía más atrás, pues es de ahí de donde me viene la impelencia hacia el presente. Para mí, el presente que no es pasado no merece futuro.

Y, sobre todo en ese sentido, de mis ojos brotan venas de lágrimas cuando visito bibliotecas mileniales arrumbadas y llenas de insectos, que no solo los leen sino que literalmente se los comen, especialmente si esas bibliotecas son de idiomas semitas clásicos que han desaparecido de la historia de la humanidad y que a nadie sirven para nada, como la Enciclopedia Espasa en decenas de volúmenes. Para mí, la muerte de esas bibliotecas y de gentes que puedan leerlas simboliza un fragmento entrópico de una realidad sin recambio. Cómo no iba a dolerme semejante espectáculo cruel, sin con ello desaparecen huellas de humanidad que han hecho posible el tránsito de la hominización a la humanización.

Tampoco me cagaría yo mucho en el ferrocarril, aunque del de los años sesenta que llevaba de Puertollano a Salamanca trasbordando en Madrid no pueda estar muy satisfecho; pero, en todo caso, al fin llegaba con mi maleta de madera protegida por esquinas de fierro y fortalecidas exteriormente por toscas cuerdas. Aquello merecía la pena en cualquier caso, pues dentro iban mis pocas prendas de vestir y mis libros, mis cuadernos, y con ellos mi futuro. Eran tiempos en que aquellos transportes renqueantes, que a uno le llenaban de hollín y de carbonilla, que no son lo mismo, le servían para abrir horizontes de futuridad inexcusables. Nadie como mi amigo y poeta canario Pedro Lizcano ha escrito mejores odas a la maleta.

De todos modos, yo le debo más que al tren al autobús, donde me he acurrucado para tapar mi cuerpo helado durante los trayectos nocturnos consumidos entre pueblo y pueblo medio clandestinamente para enseñar a leer la realidad social que les castigaba. A veces me pagaban el viaje, otras ni eso, pero yo volvía como Papá Noel tras haber dejado mi saco de regalos en aquellas barriadas donde no tenía necesidad de entrar por la chimenea, porque todas las casas eran criaderos de miseria. De esta inversión nunca redituada jamás he extraído dividendos, sino sumandos.

En el avión es donde menos me cago. Primero, porque no le temo a los accidentes aéreos, ni necesito emborracharme antes de subir, como aquella alumna venezolana de la Universidad Simón Bolívar hace casi medio siglo. Le tengo prohibido a la diarrea que se me suba a las barbas cuando surco los mares de nubes. Además, llegas pronto, por mucho que dure el vuelo. Son muchos cientos de charlas las que he preparado on board jugando a terminar el esquema antes de llegar a destino, y no sólo conferencias, sino esquemas de cursos enteros. Y siempre ganando la apuesta con que me desafiaba a mí mismo: concluyendo mi preparación antes de aterrizar en cada aeropuerto. Para el maestro Mounier todo era escritorio y lectorio, y yo soy su discípulo.

Pero los tiempos cambian, y hoy me resulta imposible concentrarme mientras viajo, porque casi todos los viajeros a mi alrededor hablan por teléfono y sus conversaciones me impiden ser feliz. Ya he contado en mis Memorias que sólo una vez el revisor asumió su deber obligando tras mi reclamación a salir a la plataforma de loros fumadores al locuaz que desde Madrid a Albacete no se dio un respiro ni me lo dio a mí, mientras trataba de traducir el libro de Emmanuel Levinas Nombres propios. Siento esos via crucis como una tortura, hasta tal punto que en una vez perdí incluso los nervios y zarandeé la butaca de quien iba delante de mí en el autobús con una altísima verbosidad en catarata, y lo siento: me cago en mí.

Otro día hablaré de los viajes en globo, inflado mi yo, hacia mí mismo.

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