Artículos

Diccionario del diablo – Carlos Díaz

El norteamericano de Ohio Ambrose Bierce escribió a sus sesenta años un famoso Diccionario del diablo1, en ninguna de cuyas 170 páginas aparece la voz diablo, pues lo propio del diablo, según nos enseñó Jean Luc Marion, es no dar la cara él mismo, aparecer mudo, a fin de que nosotros seamos los ventrílocuos de sus alaridos, su caja de resonancia, para lo cual basta con que cada uno acuse a su prójimo, al que está más cercano. Así satanizadas nuestras bocas inmundas, cagándonos todos en todos, es como triunfa lo diabólico, adjetivo del verbo diaballo -que significa desunir-, y por eso mismo antítesis del símbolo, cuyo significado es el de unir. Una vez satanizada la ciudad, cuando la peste, el cólera y los demás jinetes del Apocalipsis se apoderan de ella, el contagio pandémico no dará tregua hasta que acaba con todos: es el triunfo del principio malo, o si se prefiere, del príncipe del mal, que es homicida y tenebroso desde el inicio. Tan sólo el día anterior era día de todos los santos, el día siguiente será el día de todos los endemoniados, aunque se travistan de Halowen. Todos contra todos, pandemia. Pandemia: convicción de que bondad merma autoridad. Entonces el diablo se ríe de todos: vosotros nerviosos, yo tranquilo.

Aunque el diccionario no contenga la voz diablo, la palabra diccionario sí que aparece en el Diccionario quedando definida como “perverso artificio literario que paraliza el crecimiento de una lengua, además de quitarle soltura y elasticidad”. Sin necesidad de despeinarse, sin tan siquiera de aparecer, el silencio satánico actúa con toda su fuerza en los humanos cuando éstos se han enemistado entre sí: el ardid de Satán, que en hebreo significa acusador, ha tenido éxito, su fuego ha prendido sin necesidad de mecha, la violencia viene después. Todo lo que era con se vuelve contra y sin. Los sintagmas y la sintaxis devienen anhídridos, ríos sin agua; los conjuntivos se tornan disyuntivos, los símbolos degeneran en diábolos o diablos, y las posibles esperas en desesperanzas. En ese momento, ya demonizada la sociedad, los rostros desencajados hacen suya la baba satánica de la maledicencia. Nosotros mismos somos el diablo.

¿Para qué hace falta el diablo, si su diccionario en nuestra boca nos lleva a paralizar el crecimiento del logos, además de quitarle soltura y elasticidad a fin de convertirlo en Torre de Babel, donde las palabras resultan del todo ininteligibles e inintercambiables? Borrel, cuidado con él, tenía a gala de decir el genio íncubo de Antonio Gala. Cuidadito, pues, con lo que escribimos, e incluso con lo que pensamos, porque el diablo acecha y no perdona ni un desliz, porque quiere todos los deslices para sí mismo.

Diabólico es tener que elegir entre el Diccionario y la Torre de Babel, aunque a mí me gustan los dos, pues cada palabra es una nueva Babelia elástica donde no se debe caer en la cruel tentación de encerrarlas durante décadas a pan y agua hasta que acaben confesando que sí, que ellas significan lo que yo quiero que signifiquen, y ello después de exorcismos, contorsiones y mágicos conjuros. Sea como fuere, ojo con Borrell azufrado, pues el dolor que a veces sentimos los malos escritores por culpa de nuestras malas escrituras está causado por el diabólico deseo de hace sufrir, algo en lo cual consiste su máxima felicidad: en propiciar la infelicidad ajena, especial la mía, una de sus satisfacciones más profundas.

El muy cabrón, lo quiere todo sólo para sí. Desgraciadamente el diablo y yo, en mis peores momentos, ambos nos parecemos como el rey Francisco y el rey Carlos: se odiaban, pero los dos querían lo mismo, la ciudad de Roma. Este escritorcillo que soy, y el diablo cojuelo, tenemos la querencia de ser servidos por todos sin servir nosotros a nadie, un botafumeiro que sin retorno nos inciense hasta el final de los siglos sin hartazgo. Ahí sí que nos tenemos ambos un poco pillados por los huevos, pues los dos ambicionamos ser teólogo, canónigo, hierofante, prelado, obí, abate, muecín, imam, brahmín, hechicero, eminencia, primado y secundado, prebendario, patriarca, bonzo, santón, abdalá, hechicero, archidiácono, beneficiado, jerarca, sheik, escriba, chantre, faquir, reverendo, ulema, lama, derviche, rector, cardenal, prior, abad o abadesa (aunque en general las mujeres no mandan), pero nunca cura rural, acólito, becario, sacristán, bedel, novicio, diácono, o de la liga antialcohólica.

Tengo una prueba irrefutable de todo esto: nuestro hijo Carlos, cuando apenas tenía seis años, afirmaba literalmente que quería ser Sumo Pontífice, aserto que en una ocasión estuvo a punto de causar la muerte de risa a uno de los amigos allí presentes, Luis Altable, desde entonces desaparecido, espero que no por culpa del niño. Y vosotros, muchachas y muchachos, no olvidéis que todo soldado lleva en su mochila el bastón de mariscal. Olemos a azufre, apestamos por esas insignias que nos cuelgan de la solapa: caballeros de Adán, liga de la Santa Farsa, Antigua orden de los Modernos, Alianza de Exquisitos, Banda de Bestias, Huele y no a Ámbar, Legión de Conspicuos Rimbombantes, Orden de la Metafísica Indescifrable, Gran Cábala de Cabales a cabalidad, Archiprebostes Mayestáticos, Archipámpanos de las Indias, Manada Islámica, Impenitente Orden de Azotadores de Esposas, y mil más, aunque yo me inclino por la Asociación de Esdrujulísimos Impertérritos. En cualquier caso, aún no sé si juraré o prometeré.

De todos modos, no debería yo estar preocupado por tantas vanidades –estar lleno de vacío, gordo medio desinflado- porque el diablo es un ladrón de cadáveres, a los que luego limpia de gusanos, pues no le gusta echarse al hombro a agusanados ni apestados, por lo cual lleva tres mascarillas antivirus superpuestas. A ver si nos armamos de valor y le agarramos una noche oscura de estas para dejarle tan jodido, que no le quede oro remedio que convertirse en bueno. Aunque tendrá cuerda para rato mientras no renunciemos a Satanás en nosotros mismos.

1 Bierce, A: Diccionario del diablo. Biblioteca del Dragón. Madrid, 1986

Share on Myspace