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El imbécil en el restaurante – Carlos Díaz

“Metió el Cabra en casa la vieja por ama para que guisase de comer y sirviese a los pupilos; despidió al criado porque le halló un viernes a la mañana con unas migajas de pan en la ropilla. Lo que pasábamos con la vieja, Dios lo sabe: era tan sorda que resultaba menester desgañitarnos, y casi tan ciega de todo punto, y tan gran rezadera, que un día se le desensartó el rosario sobre la olla y nos trajo el caldo más devoto que he comido. Unos decían: ‘Estos, sin duda, son garbanzos negros de Etiopía’. Otros: ‘garbanzos con luto. ¿Quién se habrá muerto? Mi amo fue el primero que se encajó una cuenta, y al mascarla se le quebró un diente. Los viernes solía enviar unos nuevos, con tantas barbas, a fuerza de pelos y canas suyas, que pudieran pretender corregimiento o abogacía. Pues meter el badil por cucharón y enviar, y enviar una escudilla de caldo empedrada, era muy ordinario. Mil veces topé yo sabandijas y palos y estopa de la que hilaba, en la olla; y todo lo metía para que hiciese presencia en las tripas”1.

En el nuevo comercio del comer/descomer, tan desaforado en nuestras calendas, este texto de El Buscón me lleva por enantiología a la gran pasión que se ha instalado en la sociedad burguesa española en torno al buen yantar y al mejor empinar el codo con estilo, que tantos y tan gratificantes éxtasis místicos está generando entre las clases medias, pudientes o no. Tan poderosa es la afición al arte culinario y al Asunción, Asunción, échale vino al porrón, que los programas televisivos y los concursos para cocineastas rompen, rasgan, y revientan records de audiencia, en dura competencia, eso sí, con los culebrones que a mí al menos me producen vergüencita ajena, en cuyos manantiales sin embargo abrevan los jóvenes encapuchados al grito revolucionario de libertad para el botellón.

Pero volvamos a lo nuestro, que es la urgencia del restaurante. El nuevo doctor en gastronomía, aunque no sepa siquiera distinguir entre las setas venenosas y las inocuas, llega al restaurante con aire de ejecutivo perdonavidas, aunque ni siquiera ejecute nada, pues no hay cursi que no se ponga interesante en el refectorio. Sentado ya, recibe la mesa que ha reservado con antelación, se apo/sienta o apo/senta en ella, llama al camarero tuteándole para manifestarle en voz alta que quiere ser servido por el maître, el cual, consciente del renovado valor de su propia maestría, se le acerca, a veces con más galones y antorchados que un portero de finca urbana de nobles patricios. El comeasta frunce el ceño y, como si se tratara de un catedrático minucioso, pregunta por las cualidades alimenticias de su ingesta, si están o no frescas de verdad tales o cuales ingredientes, de dónde proceden y demás interrogatorio de campiña y de campaña, incluida la letra pequeña de la carta, y finalmente inquiere enmarcando sus cejas sobre la posibilidad de hacerse preparar un plato complicadísimo, para terminar aceptando los fideos con la condición de que sean especiales, dignos de él. Quiere lo demás ‘como de costumbre’ y mira por encima del hombro al aminorado maître, antiguo procurador en cortes ahora reciclado, a juzgar por la querencia que le queda de asentir con la cabeza.

Ah, pero lo bueno viene con la selección de los “caldos”, que no son fideos porque esos ya estaban elegidos, sino el caldo etílico, el caldo de las cepas, el del ph del suelo donde fueron sembrados, el de la añada memorable, el de la materia de la barrica, el del paladar de seda y el olor tras haber metido las narices en la copa (¿recuerdan la picaresca del ciego del Lazarillo de Tormes), mecida la dicha copa con un estilazo que ni los más afamados someliers lograron nunca en parte alguna. Ya están homologados como auténticos Genisser, aunque de ese modo tan laxo apruebo yo cualquier examen de chino mandarín. Y, ahora que me doy cuenta, hasta yo mismo soy profesor de enología, que es la filosofía de los defensores de la unidad frente a la pluralidad entre los filósofos inmovilistas griegos, y si no me creen consulten el diccionario.

Pero el imbécil en el restaurante, que mete las narices y hasta la pata a juzgar por sus frecuentes equivocaciones respecto de la genealogía del vino, jamás metió las suyas en una biblioteca, por eso no imaginó “que siempre los ricos que dan en liberales hallan quien canonice sus desafueros y califique por buenos sus malos gustos”, según el aserto de don Miguel de Cervantes en una de sus novelas ejemplares, La fuerza de la sangre. Si, como se dice, la Academia francesa es una agrupación de cuarenta viejos que se reúnen para verse morir, por el contrario los alevines educados en el In vino veritas dan prueba de su cultura rompiendo e incendiando cuanto hallan a su paso al gripo de Libertad para el botellón, con su complementario romper semáforos bajo la consigna “¡abajo las bragas, libertad para el peatón!” Y la cosa no ha hecho más que empezar, sembraste vides, pues recoge ahora borracheras.

Sabiendo Dionisio el Tirano que todos le odiaban por su crueldad, y que sólo una vejezuela rogaba por su vida, se maravilló tanto que mandó traerla ante sí preguntándole cuál era el motivo que le hacía rogar por su vida, a lo que respondió la abuela: -Has de saber, Dionisio, que siendo yo moza tuvimos por señor un cruel tirano, por lo que rogué a Dios por su muerte, y murió. Después tiranizó nuestra tierra otro mucho peor y, rogando que Dios le llevase, también murió. Ahora has venido tú, que eres mucho peor que los anteriores. Tengo miedo de que, si mueres, venga otro todavía más malo, por eso ruego a Dios que te dé vida y te sostenga por muchos años.

Así que viva el imbécil del restaurante, tiranizador tiranizado por el alcohol, porque cada añada podría ser peor para todos. Yo desde este momento prometo por mis testes, o por los del Alcalde de Zalamea, que nunca más gritaré “¡Viva Noé, que las viñas plantó”!, y ni siquiera al friolento Kierkegaard voy a concederle mi anuencia en aquello tan suyo del “in vino veritas”. Y a perimetrarme, que son dos días.

1 Quevedo, F. de: Vida del Buscón, capítulo III: De cómo fui a un pupilaje por criado de Don Diego Coronel.

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