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¿Me lees? - Carlos Díaz

«Eres el auténtico polígrafo, escribes de todo y a todas horas. Admirable. Como sabes, la palabra polígrafo la introdujo Menéndez y Pelayo en la Real Academia. En seguida se le asignó a él mismo. Yo, a veces, me creo un pequeño polígrafo, por lo menos en lo mío, pero me doy cuenta de que no paso de bolígrafo», me dice Amando de Miguel. No sé, pero que él me lea es un buen aliciente para que yo escriba. Lo cierto es que conozco a bastantes escritores menores, que somos la inmensa mayoría, y que a falta de otra cosa recurrimos a la autoedición. Allí es el llanto amargo porque apenas dejamos márgenes por culpa del ansia de embutirlo todo, el encuadernado es grumoso cuando no exfoliable a la primera, el tintado sube y baja, las tapas de las portadas más finas que una loncha de jamonero.

Algunos recurren a sus conocidos o familiares para que estos adquieran sus productos autogestionados, ecológicos: «échame una manita», «dame la voluntad», aunque la voluntad del interpelado es la de no dar nada, no leer nada, y menos aún a este fracasado que viene a mí como mosca en abril.

Cuando el coñazo sube de tono, y ya en la cumbre de la desesperación, alguno de los sableados decide pagar una especie de cuota que, a modo de impuesto revolucionario, les sirve al menos para no ser chantajeados por los sangradores escriturientos, algunos de los cuales llaman descaradamente a la hora de comer para recordarte que, de no pagarles la cuota, le dirán a tu decano que no eres doctor, a tu esposa que no eres virgen, y a tu Iglesias adorado que es un Rufián travestido. Los hay también en esta silva de varia elección que se ofrecen para escribir tu biografía a tanto alzado la página, y a tanto y un poco más si va con hazañas que jamás realizaste, e incluso que eres bien portado físicamente, no faltando mecenas grasientos que pican el anzuelo. Sirva de consuelo que Lope de Vega, Quevedo, Góngora o Cervantes se veían obligados a dedicar sus joyas literarias a reyes, duques, condes y demás benefactores, los cuales no les hacían caso y además trataban como al bobo de Coria.

Antiguamente había tertulias, y yo mismo las he conocido en México pese a no haber participado en ninguna de ellas por la mucha vergüenza que me hubiera dado, cenáculos donde los burgueses voluntariosos rememoraban los simposios griegos, con sus inevitables libaciones servidas por el simposiarca Sócrates, el eterno anfitrión y mejor catador de caldos de toda la Hélade, que además se mantenía sobrio siempre. Incluso en México aquello pintaba bien, se recitaban poemas, se ensayaban epigramas líricos, piezas oratorias, y hasta juegos etimológicos, pinitos que a veces culminaban con caídas espectaculares y resbalones olímpicos, como no podía ser menos.

Lo que no falta en ninguna parte del mundo son las tertulias de hijos de dioses menores, donde los escritores más decalvados, y sin tía Julia que les escriba ni tía Julia a quien escribir, leen su bodrio a los otros que esperan hacer lo mismo con sus productos, pero la cosa resulta tan catastrófica que al final no aparece más que el ese día actuante por riguroso turno. Al menos cada narcisista lograba de este modo ser oído cuando le tocaba en suerte, en suerte porque cada uno de ellos creía haber logrado las cumbres más elevadas con sus actuaciones, amén del beneficio añadido de escucharse a sí mismo en voz alta.

Y luego están los inasequibles al desaliento, que con más moral que el Alcoyano venden sus poemas en las Ferias del Libro sentados en la banqueta traída de casa, aunque los compradores hagan luego cucuruchos con ellos para echar las pipas.

Pronto, el mecenazgo de San Estado hará concursos para premiar al autor menos leído y peor editado, pero sobre moqueta roja y con luz y taquígrafos, lo que dará al famosete la fama alternativa siguiendo la senda de los pocos sabios que en el mundo han sido, como en aquel pueblo paupérrimo del norte de Argentina, que obtuvo el Premio Villamiseria, siendo tanto su alborozo por haber ganado algo, que fundió la plata recibida bacheando la Plaza Mayor y gastando el resto en una kermés donde no faltó de nada.

Luego están los efectos colaterales. Un día veo dos de mis libros pirateados, y le pregunto a quien los estaba voceando sobre una borriqueta sucia en un Certamen Libertario si se vendían bien, respondiéndome el aludido que «de puta madre, tío». Entonces le digo divertido, y sin la más mínima exigencia, que los ha escrito este menda lerenda que come turrón de almendra, y me responde: «Joder, tío, cómo mola». Cómo mola General Mola.

En otra ocasión, que sí me dolió más, al día siguiente de haberle dedicado uno de mis libros sobre juventud a un ‘amigo’ que vino a casa a verme, me lo encontré (al libro, claro) en la madrileña Cuesta de Moyano, donde compran y venden las publicaciones de lance, y en aquel caso por diez pesetas. Hombre, no es que yo espere que se pasen la noche haciendo cola hasta que les firme mi última novedad, pero he cargado cada día en la mochila libros de mi propia biblioteca para los alumnos de quinto de carrera, los cuales declinaban mi regalo «porque pesan mucho», o «porque ya tengo muchos»: ni regalados.

¡Y cuántas veces (más del noventa y cinco por ciento) habré escrito o traducido artículos y libros gratis, qué envidia siento por los escritores que me aseguran vivir de ello! Pero a todo esto jamás nadie me da una propinilla para un bocata, no hay quien se estire: allá tú si te gusta escribir, que cada uno se pague sus vicios, ya está bien, que pares más que una coneja. Y nada digo de esas otras columnas semanales o mensuales que he mantenido sin fallar nunca, pero que apenas nadie me comentó.

A veces me han dado ganas, en fin, de calzarme el traje de hombre del frac y esperar a la puerta de mis acreedores para recuperar al menos mis más valiosos originales, pero, ante la sospecha de la inutilidad de dicho gesto vindicativo, estoy pensando en cerrar esa Gestalt para no sufrir, y enviarles por correo con un lazo y un papel de celofán la estantería correspondiente al tamaño de mis libros robados. Casi siempre hasta hoy he descartado entrar en sus casas con un lanzallamas y quemarles con mis libros dentro.