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La casta - Carlos Díaz

Este panverano, como suelo, he repasado algunos de los libros que casi había olvidado del salón en el ángulo oscuro, o que ni siquiera había leído, o ambas cosas. Suele ocurrirme con mucha frecuencia que, cuando leo una cosa, la cual me habla de otra similar, que a su vez me habla de otra no menos similar, ellas mismas se van abriendo camino sinérgicamente apenas sin separarme de la computadora, como si la sabiduría estuviera deseando venir conmigo al menor gesto de mi mano, qué honor para mí. Sin embargo, y muchas veces también, me encuentro para mi pávida sorpresa con que esos mismos libros me han sido dedicados por sus autores o traductores, lo cual por una parte me alegra y por otra me entristece, mal síntoma, pues ¿cómo puede olvidarse algo así? Sea como fuere, este es también ahora el caso de la obra de Antonio Pérez, clérigo español pronto asentado en Lovaina y luego en Roma, jurisconsulto y profesor de leyes de la universidad de Lovaina, amén de Consejero de la Santa Católica y Regia Majestad, todo ello con letras muy mayúsculas, editada en 1657 en latín en la ciudad de Amsterdam, y traducida por mi amigo Juan Castrillo tras un prólogo de García de Enterría1.

Sea, pues, bienvenida, a lo ya escrito en esta obrita-cementerio mía sobre la monarquía, ya también menarquía según aprietan los tiempos. Se trata de un tocho bastante voluminoso e indigesto pero básico como los del salmantino profesor Mammetrectus, todo un mamotreto, término que no procede, como suele decirse, del latín tardío mammothreptus, ni este del griego tardío μαμμόθρεπτος, ‘criado por su abuela’ y por eso gordinflón, abultado, dada la creencia popular de que las abuelas crían niños gordos. Entre gordos, eso sí, anda el juego. He aquí alguna de sus tesis, con no poco sabor maquiavélico:

–«Se desea vivamente que el príncipe sea bueno; pero, sea como fuere, ha de ser tolerado. Quienes tratan de quitarlo y renovarlo se oponen a la providencia y a la voluntad de Dios. Sólo Dios es juez del príncipe, sólo Él está en la presencia de la justa venganza divina»2. Si quieres matar al príncipe, tendrás que matar de un solo tiro a Dios, a la patria y al príncipe. Ojito con el principito.

–«La veneración que es debida al príncipe no ha de ser común con la otorgada a los demás. El príncipe posee el derecho más alto sobre todos los ciudadanos, órdenes y ciudades del Imperio. A nadie reconoce más que a Dios y a la espada, y es tan sublime como los antiguos romanos, quienes tuvieron tributos de esclavitud». O sea, ¿también el derecho de pernada o ius primae noctis?

–«La estatua del príncipe es un lugar inviolable. Tiene derecho de asilo»3. No se puede quemar la estatua, ni la bandera, ni ningún otro símbolo regio, ni mucho menos tonsurar sus barbas por la fuerza, por lo tanto, cuando las barbas del príncipe vea pelar, ponga las suyas a remojar.

–«Para que el príncipe tenga sucesor legítimo, o al menos para solaz de la vida y alivio del espíritu, escoja una esposa que sea ilustre por su nobleza»4. Y no una plebeya.

–«¿Quiénes están exentos de tributos? Están exentos de los tributos e impuestos los eclesiásticos; igualmente están exentos de gravámenes los domésticos de la Corte y los que siguen la milicia, y todos los nobles, por lo cual se distinguen al máximo de los plebeyos»5. O sea, la casta. Y es aquí a donde voy.

En efecto, todo lo que modifica la casta dentro del Estado es casta, no hay castas buenas y castas descastadas; como decía Epicuro, todo lo que modifica el cuerpo es cuerpo. Ahora bien, la policía no es tonta; Roma no paga traidores, así que esto es lo que piensa la casta principesca de las castas conspiradoras de sus cortesanos y políticos: «Generalmente los áulicos o cortesanos tienen un espíritu audaz y autoprotector mediante la adulación y la soberbia, pero con deseo malsano de obtener lo más alto. Agradables de aspecto por fuera, pero por dentro no dispuestos a despreciar los honores, son astutos para saber fingir virtudes, dotados de una mezcla de lujo, de astucia, de cortesía, de arrogancia. Hay cortesanos que, mientras advierten que los consejos de algunos tienden abiertamente a su propio encumbramiento, movidos por la envidia y la emulación, se los ganan previamente con facilidad y luego los eliminan. Por eso mismo captan los defectos del amigo o los fingen, para que destaque más ante todos su propia fidelidad, y por lo mismo proporcionan la infamia del amigo, de lo cual reciben ellos la gloria. Mas los que prodigan alabanzas son la peor clase de amigos, porque, para engañar con más astucia, alaban en público pero hacen secretas recriminaciones en privado. Estas son las habilidades de los cortesanos con las que se esfuerzan por arrebatar los premios de virtudes a los beneméritos y el favor del príncipe y, si no pueden obtenerlo por sí mismos, animan a otros a que siembren discordia para que con más rapidez el favor se convierta todo en odio, no de otra manera a como un árbol que se ha echado a rodar desde un monte altísimo hacia el precipicio arrastra tras de sí a otros árboles más pequeños que estaban todavía bajo su sombra. Pero, muchas veces, los mismos que promueven esa ruina y maquinan la perdición para los demás al fin terminan encontrándola para ellos mismos»6.

La cosa no ha cambiado, y las mareas siguen divididas, hoy pleamar, mañana bajamar: unidas no podemos estar las cortesanas: ¿Hasta cuándo Catilina, seguirás abusando de nuestra paciencia? Pobre príncipe, insomne por culpa de esta manada de lobos, lobas y lobeznos dispuestos a devorarle. No sé yo…

1 Pérez, A: Derecho público en el que se exponen los arcanos y derechos del príncipe. Ediciones de la Imprenta, Unión Europea, 2007.

2 Ibi, p. 47.

3 Ibi, p. 225.

4 Ibi, p. 71.

5 Ibi, p. 143.

6 Ibi, pp. 211-212.