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Un estoico con el cementerio al fondo - Carlos Díaz

«Quiero decirte una cosa, aunque recibas pena de oírla, y es que te criaron los dioses para morir, que te engendraron los hombres para morir, que naciste de las mujeres para morir, que vives en este mundo para morir. Nacer los niños en casa no es sino emplazar a los padres y abuelos para la sepultura. Si me preguntan qué cosa es muerte, yo diría que es un atolladero donde todos atollan, porque a la verdad el que pensó pasar más seguro, para siempre quedó allí entrampado. Cuando me paro a pensar y mirar a muchos hombres amigos y no amigos, a los cuales no ha muchos años que yo los conocí muy verdes y muy hermosos, y ahora los veo viejos y secos y enfermos y feos, pienso que lo soñé entonces, o que no son ellos ahora. Murió nuestra infancia, murió nuestra puericie, murió nuestra juventud, murió nuestra viril edad, y muere y morirá nuestra senectud. De lo cual podemos colegir que morimos cada año, cada mes, cada día, cada hora y cada momento. ¿Por qué lloras que murió temprano y no lloras que nació tan tarde? So color de amar mucho la vida nos damos muy mala vida, porque sufrimos tantas cosas para conservarla». Señoras y señores, tenemos que morir, así que vayan preparándose para salir. El pánico a la muerte produce avalanchas con resultados pandémicos de donde no se salva ni Zerristaco.

Tengo la suerte de que buenos amigos me regalen libros poco o nada comerciales, y el que ahora me ocupa, Relox de príncipes, es una joya (1087 páginas de letra pequeña y caja grande que no se las salta un gitano) editada por los franciscanos de Murcia y escrita primorosamente por Fray Antonio de Guevara, confesor de la Corte del emperador Carlos I. Rescato aquí algunas de sus frases relativas al morir:

«Al fin la vida tenémosla arrendada como alcabala de viento, mas la muerte tenémosla por perpetuo juro; la muerte es un patrimonio que sucesivamente se hereda, pero la vida es un juro de por vida que cada día se quita; porque la muerte tenémosla por tan nuestra, que muchas veces viene sin nos avisar, y la vida tenémosla por tan extraña, que muchas veces se nos va sin se despedir»1.

«La mayor vanidad es que los contentos con ser vanos en la vida, procuremos que haya memoria de nuestras vanidades después de la muerte… ¿Cuál de nosotros tendrá más gloria en los siglos advenideros, tú que naciste romano y vives como bárbaro, o yo que nací bárbaro y vivo como romano?… Mucha diferencia hay entre los infortunios de los buenos y los avatares de los malos, porque del malo no podemos decir que desciende, sino que cae, y del bueno no podemos decir que cae, sino que desciende. Loable cosa es que el filósofo perdone las injurias, así como suelen hacer los buenos y virtuosos filósofos, pero también sería injusto que las injurias que perdonamos los hombres injuriados tomasen cargo de vengarlas los dioses justos, porque muy dura cosa es ver que un tirano quita la vida a un bueno, y que de aquel tirano jamás sus amigos ven castigo»2. Exactamente como si estuviera hablando Emmanuel Kant: tiene que haber alguien que, en el más allá al menos, cuando esto no sucede en el más acá, premie al que hizo bien y castigue al que hizo mal. Sólo al malo le conviene funcionalmente la inexistencia de Dios.

Y, como todo lo que apareció mutará hasta desaparecer, «tomar vanagloria de alguna cosa de este mundo, por muy perfecta que sea, digo que es vanidad de vanidad, pero tener presunción de fermosura del cuerpo digo que es liviandad de liviandad. Pues pregunto yo: ¿qué diferencia habrá entre hermosos y feos en la estrecha sepultura?»3. Ninguna, aunque a los guapitos de cara esto nos disguste un poco.

Fray Antonio de Guevara, como tantos otros filósofos cristianos de la época, ve al filósofo estoico y emperador Marco Aurelio como modelo de vida por su imperturbabilidad y su aceptación de la realidad. Si algún daño, o miedo producen miedo a vivir, no es por culpa de la muerte, sino por vicio o defecto de quien muere, es decir, por culpa de la fragilidad y de la finitud de nuestra naturaleza caediza. Todos los seres humanos vivos se quejan de la vida, moriri habemus, donde morior, morir se conjuga en voz pasiva, pero tiene significación activa, como la misma muerte, pues después de tanta lucha se está cada cual en su muerte.

De donde que la mera resignación no es lo único definitorio del estoico, el cual reprende a quien no sabe luchar para conseguir la paz, un poco como en el Ramayana, el cual rompe con el hinduismo anterior precisamente porque –diciéndolo con la novela de Unamuno– busca paz en la guerra, vale decir, nirvana activo. Y guerra, y no parva, es la forma en que el emperador Marco Aurelio manda llamar a su hijo Commodus: «Bien tengo creído, hijo, que, según mis hados tristes y tus costumbres malas esto que te quiero decir muy poco ha de te aprovechar; porque de las palabras que no quisiste creer siendo yo vivo, no dudo que burlarás después que me veas muerto. Más hago esto por satisfacer a mi deseo y cumplir con la república que no porque espere de tu vida alguna enmienda… No sé, hijo, si me engaño, pero te veo en el juicio tan depravado, en las palabras tan incierto, en las costumbres tan disoluto, en la justicia tan absoluto, en lo que deseas tan atrevido y en lo que te conviene tan perezoso, que si no mudas de estilo, los dioses te han de perseguir y los dioses te han de desamparar». Marco Aurelio hubiera podido matar un caballo o un elefante con esta severísima reprimenda, pero yo creo que, además de las razones que él mismo aduce, alienta aún en su corazoncito de padre una última solitudo, una esperanza desesperanzada de que su hijo no se deje ‘atollar’ en ese atolladero en que se ha metido. Un padre estoico no es complaciente con los errores de nadie, y menos con los de su propio hijo, algo que los papás posmodernos ultrapermisivos, que más matan que enseñan a vivir, olvidando que en todo padre hay un terapeuta, es decir, alguien que cuida, y por tanto que exige. Algo que Rogers, Maslow y aquella camada de falsos terapeutas humanistas nunca aprendió. Ternura y vigor al mismo tiempo no supieron exigirse ni exigirlas.

Algo de estoicismo terapéutico nos conviene, pues, como el de los cartujos que sólo intercambian al día este diálogo una sola vez: –«Tenemos que morir, hermano». – «Ya lo sabemos». Y lucidez sin lloriqueos: «¿Piensas tú, Panucio, que yo no veo que es agostada ya mi hierba? Bien sé que es vendimiada mi viña, no me es oculto que se va ya al suelo mi casa, bien sé que ya no hay sino el hollejo de la uva y el pellejo de la carne, y que no hay sino un soplo de toda mi vida»4.

Y para eso aceptar resulta imprescindible que el terapeuta tenga precisamente eso: ternura y vigor. Por la poca experiencia que tengo como terapeuta me parece que éste ha de gozar de la suficiente admiración como sanador (verticalidad), pero al mismo tiempo mucha compasión (horizontalidad). Y con esto concluye la terapia de hoy: «Cuando yo estoy enfermo no querría que me consolase el que está sano; cuando estoy triste, no querría que me consolase el que está alegre; cuando estoy desterrado no querría que me consolase el próspero; ni cuando estoy a la muerte querría que me consolase el que no tiene sospecha de la vida, sino querría yo que me consolase el pobre en mi pobreza, el triste en mi tristeza, el desterrado en mi destierro, y el que tiene tan en peligro su vida, como yo tengo ahora a mano la muerte; porque no hay tan saludable, ni tan verdadero consejo como es el del hombre que está lastimado cuando aconseja a otro lastimado como él»5.

1 Fray Antonio de Guevara: Relox de príncipes. ABL Editor, Murcia, 1994, p. 259.

2 Ibi, pp. 176, 322, 327-328.

3 Ibi, p. 342.

4 Ibi, p. 968.

5 Ibidem.