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Si yo enseñara tanatología… - Carlos Díaz

Aseguraba el poeta Novalis que la vida es una enfermedad del espíritu, y Rimbaud añadía que la verdadera vida está ausente, que no estamos en el mundo. A estos idealistas metafísicos lo que les ocurre es que no quieren vivir, y en todo caso jamás reconocerán que cuando se lleva una mala vida también enferma el espíritu, que se vuelve malo. Quien separa materia y espíritu está un poco bebido, o peor, abducido. Echarle la culpa al espíritu es la mala canción de los enfermos de la carne, como si la carne no fuese también espíritu, digo carne y no meramente cuerpo. Esta gente quiere su propia biografía de la eternidad antes de haber pasado por sus propios infiernos, lo cual constituye una pretensión tan pálida y tan extra-vagante como fantasmal. El así llamado idealismo confunde las ideas con las idealidades y se especializa en fabricar nubes de humo. Como si la mayor gloria para Dios fuese la de haber absuelto del mundo a sus criaturas. También yo quiero morir del todo: quiero morir con este compañero tan pegadizo que es mi cuerpo. Cultiven el cuerpo, no lo echen a los cerdos, y podrán aspirar a la condición de ángeles, no a la de arcángel, porque entonces se verán obligados a blandir sus espadas flamígeras a fin de defender su pretendida superioridad evitando que entren al jardín del Edén los pobres pecadores.

Si yo fuera maestro de tanatología hablaría de los vivos, y ello de tal manera, que la vida misma se convirtiera en tan traslúcida que en ella se contemplara en su máximo de nitidez la muerte que la inhabita y con la que ella convive.

Esto significa que para vivir tanto el advenir a la vida como el permanecer en ella e incluso el salir de ella no hay que estar bien llorao, sino vivir llorando, lo cual me parece constituir la mejor manera de enjugar el llanto con entereza, con la persona toda entera. Nada de llorar como plañidera hipócrita en un circo repugnante donde hasta el llanto se convierte en forma de vida pagado a lágrima por hora. No saber llorar, no querer llorar o embrutecerse o drogarse para no llorar, es la enfermedad del espíritu: «Desdichado el pobre en espíritu, porque bajo la tierra será lo que ahora es en la tierra. Nada se edifica sobre la piedra, todo sobre la arena, pero nuestro deber es edificar como si fuera piedra la arena. Felices los valientes, los que aceptan con ánimo parejo la derrota o las palmas. Felices los que guardan en la memoria palabras de Virgilio o de Cristo, porque éstas darán luz a sus días»1.

Por otra parte, la entera existencia de cualquier ser humano que acepte serlo está llena de hiatos, de rupturas y de disarmónicos, lo cual, por paradoja, constituye en muchas ocasiones su más verdadera sinfonía. Y, por qué no, la entonación de algunas metáforas. Quien no sabe aceptar la realidad tal y como es, el pusilánime, es el que más muere porque es quien más huye de la muerte, «vida y muerte le han faltado a mi vida. De esa indigencia, mi laborioso amor por estas minucias»2. Líbrenos, pues, Dios de la funesta manía de ahorrarse la vida para que sea la fe sin cuerpo la que nos justifique el paso a mejor vida: «Los ángeles me comunicaron que cuando falleció Melanchton, le fue suministrada en el otro mundo una casa ilusoriamente igual a la que había tenido en la tierra (a todos los recién venidos a la eternidad les sucede lo mismo y por eso creen que no han muerto). Los objetos domésticos eran iguales: la mesa, el escritorio con sus cajones, la biblioteca. En cuanto Melanchton se despertó en ese domicilio, reanudó sus tareas literarias como si no fuese un cadáver y escribió durante unos días sobre la justificación por la fe. Como era su costumbre, no dijo una palabra sobre la caridad. Los ángeles notaron esa omisión y mandaron personas a interrogarlo. Melanchton les dijo: “He demostrado irrefutablemente que el alma puede prescindir de la caridad y que para ingresar en el cielo basta la fe”. Estas cosas les decía con soberbia y no sabía que ya estaba muerto y que su lugar no era el cielo. Cuando los ángeles oyeron ese discurso lo abandonaron… Las últimas noticias dicen que ahora es como un sirviente de los demonios»3.

Las naturalezas que viven de la fe y contra el cuerpo, ¿qué experiencia existencial podrían recordar? Ninguna, según creo, de ahí que su compulsivo temor a morir no pueda en el fondo ser más que un apanicado temor a la fe misma en la que dicen confiar para recuperar el cuerpo que no tuvieron, y eso como tantas otras cosas las dice el mago ciego Jorge Luis Borges: «Cuando una congestión pulmonar lo estaba arrasando y la inventiva fiebre le falseó la cara del día, congregó los ardientes documentos de su memoria para fraguar su sueño»4.

Quien no vive la vida en su incertidumbre, en su caducidad y en su infirmeza, y para mejor defenderla la envuelve en anestésico papel de celofán, está condenado a sentir remordimiento por cualquier muerte, por la muerte de cualquier cuerpo, pues –ajeno a la realidad de la vida– para esa persona el muerto no es un muerto: es la muerte: «Dunne asegura que en la muerte aprenderemos el manejo feliz de la eternidad. Recobraremos todos los instantes de nuestra vida y los combinaremos como nos plazca. Dios y nuestros amigos y Shakespeare colaborarán con nosotros. Ante una tesis tan espléndida, cualquier falacia cometida por el autor resulta baladí»5. Sea, en fin, todo ello musitado con las últimas estrofas del Martín Fierro:

«Y ya con estas noticias
Mi relación acabé,
Por ser ciertas, las conté,
Todas las desgracias dichas:
Es un telar de desdichas
Cada gaucho que usted ve.
Pero ponga su esperanza
En el Dios que lo formó,
Y aquí me despido yo
Que he relatao a mi modo
Males que conocen todos
Pero que naides contó».

1 Borges, J-L: Fragmentos de un evangelio apócrifo, in Obras completas. Vol. I. Ed. RBA, Barcelona, 2005, p. pp. 1011-1012.

2 Discusión, Ibi, p. 177.

3 Un teólogo en la muerte. Ibi, pp. 337-338.

4 Una oración. Ibi, p. 1014.

5 El tiempo y J-W Dunne. Ibi, p. 649.