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Cuando la puerta se cierra - Carlos Díaz

Este conocido soneto envió don Francisco de Quevedo y Villegas desde su reclusión en la Torre de Juan Abad: «Retirado en la paz de estos desiertos, / Con pocos, pero doctos, libros juntos, / Vivo en conversación con los difuntos / Y escucho con mis ojos a los muertos». También Nathaniel Hawthorne se pasaba los días escribiendo cuentos fantásticos; a la hora del crepúsculo de la tarde, salía a caminar. Este furtivo régimen de vida duró doce años. En 1837 le escribe a Longfellow: «Me he recluido sin el menor propósito de hacerlo, me he encerrado en un calabozo, y ahora ya no doy con la llave, y aunque estuviera abierta la puerta, casi me daría miedo salir». Aquel hombre de Kafka, en fin, pide ser admitido a la ley. El guardián de la primera puerta le dice que dentro hay muchas otras y que no hay sala que no esté custodiada por un guardián, cada uno más fuerte que el anterior. El hombre se sienta a esperar. Pasan los días y los años, y el hombre muere. En la agonía pregunta: ¿será posible que durante los años que he esperado nadie haya querido entrar sino yo? El guardián le responde: «Nadie ha querido entrar, porque a ti solo estaba designada esta puerta. Ahora voy a cerrarla».

Hay quienes no saben cerrar la puerta, ya se ve, pero hay también quien no sabe estar en casa con ella cerrada, como el quinceañero o quinceañera mental cuya inmadurez le lleva a compartir a cualquier precio el sudor de los antros porque eso de contagiar o de ser contagiado no entra en sus adolescentes cálculos respecto de la vida. Adolescentes, gentes que adolecen, los hay, por desgracia, en cualquier esquina y de cualquier edad. Pero a veces existen esquinas inesquivables, y de eso ya no se debe culpar a nadie: «Nos despedimos en una de las esquinas del Once. Desde la otra vereda volví a mirar; usted se había dado vuelta y me dijo adiós con la mano. Un río de vehículos y gente corrió entre nosotros; eran las cinco de una tarde cualquiera, cómo iba yo a saber que aquel río era el triste Aqueronte, el insuperable. Ya no nos vimos y un año después usted había muerto»1. El destino nos parece ocasionalmente un símbolo de algo que estamos a punto de comprender, pero no: «El sueño que Pedro Henríquez Ureña tuvo en el alba de uno de los días de 1946 curiosamente no constaba de imágenes, sino de palabras: “Hará unas cuantas noches, en una esquina de la calle Córdoba, discutiste con Borges la invocación del Anónimo Sevillano, Oh, Muerte, ven callada como sueles venir en la saeta. Sospecharon que era el eco deliberado de algún texto latino, ya que esas traslaciones correspondían a los hábitos de una época, del todo ajena a nuestro concepto del plagio, sin duda menos literario que comercial. Lo que no sospecharon, lo que no podían sospechar, es que el diálogo era profético. Dentro de unas horas te apresurarás por el último andén de la Constitución para dictar tu clase en la Universidad de la Plata. Alcanzarás el tren, pondrás la cartera en la red y te acomodarás en tu asiento, junto a la ventanilla. Alguien, cuyo nombre no sé, pero cuya cara estoy viendo, te dirigirá unas palabras. No le contestarás, porque estarás muerto. Ya te habrás despedido como siempre de tu mujer y de tus hijas. No recordarás este sueño porque tu olvido es necesario para que se cumplan los hechos”»2.

Si yo tuviera capacidad para profesor de tanatología, seguramente tendría que extraer consecuencias con mis alumnos de la brevedad de la vida, a pesar de que ello no contraiga ninguna novedad al respecto. Pero es que, original o no, el asunto en cuestión me parece crucial para situar en su lugar adecuado la transinterrogación por la muerte: «El Palacio no es infinito. Los muros, los terraplenes, los jardines, los laberintos, las gradas, las terrazas, los antepechos, las gradas, las galerías, los patios circulares o rectangulares, los claustros, las encrucijadas, los aljibes, las antecámaras, las cámaras, las alcobas, las bibliotecas, los desvanes, las cárceles, las sendas sin salida y los hipogeos, no son menos cuantiosos que los granos de arena del Ganges, pero su cifra tiene un fin. Desde las azoteas, hacia el poniente, no falta quien divise las herrerías, las carpinterías, las caballerizas, los astilleros y las chozas de los esclavos. A nadie le está dado recorrer más que una parte infinitesimal del palacio. Alguno no conoce sino los sótanos. Podemos percibir unas caras, unas voces, unas palabras, pero lo que percibimos es ínfimo. Ínfimo y precioso a la vez. La fecha que el acero graba en la lápida y que los libros parroquiales registran es posterior a nuestra muerte; ya estamos muertos cuando nada nos toca, ni una palabra, ni un anhelo, ni una memoria. Yo sé que no estoy muerto»3.

Hoy me acompaña nada menos que Jorge Luis Borges en mi comentario de textos tanatológicos, el cual también censura estas opiniones tan manidas: «–Para morir no se precisa más que estar vivo, dijo una del montón; y otra, pensativa también: –Tanta soberbia el hombre, y no sirve más que pa juntar moscas»4. Ante Borges se pregunta el incapaz como yo si no habrá hecho en la vida más que escribir; más aún, mi propia incapacidad me lleva a preguntarme cómo ha podido lectoescribir5 tanto y tan original, tan culto y tan clásico, pero tan rebelde como puede esperarse de un maestro, pero la respuesta está aquí: «Clásico no es un libro que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidos por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad»6. Dicho con Walt Whitman: entonces el clásico se ha convertido en un hombre que sigue hablando a todos los hombres, ya no es un libro, es un ser humano que en cada página lanza puñados de sosa cáustica –y ahora con Unamuno– a los ojos de sus lectores. Borges es una metáfora de metáforas, siempre está en otra parte; aunque pienses haberlo encontrado, cuando esperas la conclusión te salta con una paradoja. Como la vida misma, como la misma muerte.

1 Borges, J-L: Delia Elena San Marco. In Obras completas. Vol. I. Ed. RBA, Barcelona, 2005, p. 790.

2 Borges, J-L: El sueño de Pedro Henríquez Ureña. Ibi, p. 1127.

3 Borges, J-L: Ibi, p. 1128.

4 Ibi, p. 335.

5 «Leer es, por lo pronto, una actividad posterior a la de escribir: más resignada, más civil, más intelectual». Ibi, p. 289. «Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído». Ibi, p. 1016.

6 Ibi, p. 773.