Artículos

Hundertvier und siebzigtausend fünf hundert siebzehn - Carlos Díaz

La inmensa producción de violencia inútil, parte importante del sufrimiento global, representa cuando menos una ofensa al pudor. A Primo Levi, como a un animal destinado al matadero, se le tatuó en la cara externa del brazo el número 174.517, a los hombres se les tatuaba en la cara externa del brazo y a las mujeres en la cara interna. Hundertvier und siebzigtausend fünf hundert siebzehn. Esa era la nueva y definitiva identidad en Auschwitz, pues los números no se volvían a asignar tras la muerte o el traslado de su portador, pues indicaban a primera vista la fecha de llegada al campo, a diferencia de lo que ocurría en otros campos de concentración.

–¿Por qué, Warum? –Hier ist kein Warum, aquí no existe el porqué. Ahí está el gran estupor: la razón de ser del número que se ponía al momento mismo de llegar al campo de concentración carecía de la menor razón, algo que ocurre cuando se puede preguntar, pero no se puede recibir respuesta alguna, generando de ese modo la espiral del ¿por qué el ser y no más bien la nada? Ese absurdo está en la raíz de todas las violencias, el no hallar sentido. Toda pregunta nace enferma cuando va del KZ al ‘hospital’ (KB, Krankenbau), o al horno crematorio, un severísimo burn out.

A la severidad del sufrimiento inútil, contraparte de la violencia inútil, contribuía la primera forma de desidentificación del prisionero, a saber, la mano del Block-frisör que rapaba el pelo y con ello toda identidad. Luego, los cucharones para el reparto de la sopa, y dos porras de goma, una hueca y otra llena para el mantenimiento de la disciplina, por si acaso alguien se atrevía a seguir siendo alguien, y no meramente un algo rapado y vejado. Lo peor es que al narrar esto parece que hablamos de algo preterido e irrepetible, generando la posible ilusión falsa de que nada de eso volverá a reproducirse, cuando el vil desprecio y el odio distan mucho aún de haberse ido de la faz de la tierra.

La rapa del pelo humano, algo no comparable a la gallega rapa das bestas, es decir, el camino de la reducción al anonimato de los prisioneros, no permitía un lenguaje comunicativo fuera de la Lagerjerga, una fusión en el alemán más grosero de aportaciones procedentes del polaco, del yiddish y del húngaro, una horrísona jerga de la inautenticidad parecida a la del narco, tipo ‘mueve tu puto culo’, que por cierto ya ha sido incorporada a muchos países entre las gentes más desarrapadas, a veces también más rapadas. Pero había que adaptarse: los que eran capaces de adaptarse sobrevivían, y los que no se adaptaban morían. Morir era sencillo. Bastaba con contentarse con lo que se te daba de comer y obedecer todas las órdenes. Vivir era más complicado. Había que abstraerse, abstenerse de devolver los golpes. Era un absurdo abismal, pues en tales condiciones no existía una diferencia insalvable entre los que iban a morir saludando al César, o a vivir para seguir arrastrándose ante él.

He ahí, pues (vivir la vida de los muertos), todo un proceso alucinatorio: preguntar primero, no obtener respuesta después, luego hablar lo ininteligible y, como resultado de todo eso, morir o vivir reptando: la lógica hecha pedazos, el ser humano desaparecido, sorbido por la nada tras el sufrimiento del no ser. Y al alba los Häftlinge, los prisioneros dirigiéndose en largas hileras de a cinco, a ser enterrados vivos; bueno, vivos o muertos, pues la glacial guadaña de la nada necesitaba funcionar para justificarse a sí misma, la nada como fin en sí misma. Allí estaban loa Sturmbannführer, Obergruppenführer, los comandantes y los generales de división para obedecer al Führer sabio único o monosabio, tarea en la que no faltaron judíos exterminadores, aquellos criminales Kapos también alemanes especializados en la tortura cercana, cotidiana de los suyos, que para salvar la propia pelleja despellejaban la piel ajena.

La sincronía de la orquesta horrísona y la balada de los infrahumanizados mientras eran conducidos al degolladero, ¿quién podría describirla sin caer muerto? Pocos como el Padre Maximilian Kolbe murieron entonando cánticos de salmos. Los diálogos de Hitler con la gente se alzaban como un espectáculo glorioso y a la vez espantoso, pues se formaba una inducción mutua como entre una nube cargada de electricidad y la tierra, un intercambio de rayos tan olímpicos como los del Zeus tonitronante. En aquel dantesco espectáculo, he ahí un coro en el que todos y cada uno de los brazialzados se sentían Oberführer.

Un pueblo de judíos rapados sustituido por un pueblo de alemanes descerebrados, pobres Mozart, Beethoven, Kant… ¿Se hubieran preguntado también ellos, maestros de humanidad años antes, si tendrían derecho a solicitar la clemencia del jurado y si se es realmente culpable por sobrevivir, en el caso de que lo hubieran logrado? ¿Dónde habría quedado la Oda a la alegría con su Permitid, hermanos, que mi beso abarque a toda la humanidad? ¿Hubieran podido entender por qué un prisionero herido recibió una donación sanguínea a petición del médico SS y a continuación fuera enviado a la cámara de gas?

En fin, en Auschwitz los judíos tenían formalmente prohibido escribir y no recibían correo alguno, qué pocos fueron los que, como Víktor Frankl, lograron pese a todo garabatear clandestinamente en aquellas circunstancias el libro de su vida, aunque el hecho de encontrar a los prisioneros en posesión de un lápiz y de un trozo de papel podía significar la muerte, pues escribir estaba equiparado a un acto de espionaje. Preguntar primero, no obtener respuesta después, luego hablar lo ininteligible, y finalmente no poder escribirlo. Y lo que es peor, si aún cabe algo peor: como dijera Adorno en su obra Jerga de la inautenticidad, incluso la conciencia más radical del desastre corre el riesgo de degenerar en cháchara. Como la mía, sin ir más lejos.