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COVID19: No sólo de palmadas vive el hombre - Carlos Díaz

Dar a otra persona palmadas en su cara porque “tu cara me suena” puede ser peligroso, pues no es seguro que no me devolviese el gesto con un gatillazo de su Winchester. Dar palmaditas babosas en el hombro del jeje jefe (pues en el de la jeje jefa supongo que se habrá vuelto más complicado) retrata al pelotillero irredento. Palmear al cantante de flamenco es un arte muy codiciado, también para los turistas. Se aplaude, en todo caso, según lo que se es. Se aplaude hasta con sordina, aunque sin ganas, porque si no aplaudes no sales en la foto. La mayoría busca el aplauso con luz y taquígrafos o topógrafos. Hasta un pobre diablo como yo se ve asaltado después del mucho palmeo que sigue a sus conferencias porque la rebelión de las masas quiere una foto conmigo, no sé cuántas cámaras habré roto por esos mares de Dios. Debo añadir, aunque resulte poco plausible, que me aburren tanto los aplausos, que he desarrollado un sistema mental inmunitario casero que los traduce a ruido mientras deseo que acabe el circo. Mi aplausímetro distingue perfectamente a estas alturas entre los provenientes de acarreados que reciben un zapato antes del mitin y otro después para que vitoreen de principio a fin, según la densidad perimetral del personaje. No creo para nada en los estallidos de las manos convertidas en bombas para uso social o político porque post eventum la gente no recuerda ni siquiera qué es lo que aplaudió. Tengo anécdotas divertidísimas sobre todo con algunos gobernadores civiles y líderes, y si me apuran se las cuento.

En cualquier caso, aplausar o aplaudir se ha vuelto barato, se aplaude en las iglesias como sacando en andas al vitoreado, se aplaude en los actos académicos con palmada floja (en los países nórdicos con los nudillos sobre la mesa, olé tu alegría), y así. Soy experto en identificar la compleja relación entre carraspeos antecesores de aplausos, y aplausos que preceden a los carraspeos, y hasta contados tengo los pliegues de las vestiduras y la arquitectura de las manos que los émulos de Demóstenes y de Cicerón (auténticos maestros en el arte de oratoria narcisista) han desarrollado en sus cutres escuelas de retórica, que funciona al menos a determinados gurús que llenan teatros, plazas de toros y estadios, se desplazan en jets privados, y se enriquecen como Creso. Son cose orribili, cose spàventose, máquinas que enrojecen y trepidan sin moverse del suelo al que dejan sembrado de desmayados/das.

Ya adivinarán ustedes, mis sufridos lectores, que lo escrito hasta aquí no es más que un pretexto para alancear, pues ¿a qué podría referirse este exordio, sino al aplauso antivírico? Hoy me limito a preguntar: ¿cuántas personas de las que aplauden a los sanitarios y sanitarias heroicas a las ocho en punto estarían dispuestas a donar a sus homenajeados el diez por ciento de su salario durante el tiempo que dure la pandemia?

Es todo, ahí es nada.