Artículos

COVID19: Economía en tiempo de coronavirus - José Manuel García de la Cruz

Las ideas de los economistas y filósofos políticos, tanto cuando aciertan como cuando se equivocan, son más poderosas de lo que se cree habitualmente. De hecho, poco más es lo que gobierna el mundo”. (John Maynard Keynes)

La urgencia por analizar los efectos de la pandemia del coronavirus y la necesidad de dar esperanza al futuro económico de la sociedad mundial están generando todo tipo de análisis y propuestas. Unas con mejor intención, otras con indisimulado egoísmo y otras, las más sinceras, con enorme desconcierto. Me sumo a estas últimas.

Empiezo por tratar de aclararme frente a algunas afirmaciones muy generalizadas.

  1. “La situación es nueva”. No lo creo. No hace falta ir a la Edad Media ni a la gripe española; en los últimos años, la humanidad ha conocido varias pandemias. Desde el sida hasta la última peste porcina o el ébola. (No soy científico y con estos nombres todos nos entendemos).
  2. “Es una crisis de demanda” ¿o de oferta? No es una crisis, es un desplome de la actividad. Es como si en un tendido eléctrico se cortara el cable: la central de generación sigue funcionando, el tendido de distribución está instalado y el consumidor está esperando que vuelva la luz.
  3. “Se va a destruir la estructura productiva”. Pues no, las empresas no se van a destruir, las máquinas permanecen y el saber hacer las cosas también. Además ¿no estamos en la economía del conocimiento?
  4. “Van a desaparecer muchas empresas”. Seguro: todas las que iban a desaparecer en pocos años, si hacemos caso, si no a las cifras, sí a las alarmas señaladas por diversos estudios de la Universidad de Oxford y otras, como las de Lovaina, Utrecht y otras, incluso de la OCDE y de la OIT.
  5. “Se van a destruir millones de empleos”. Cierto, porque lo es igualmente que desaparecerán empresas.
  6. “La solución de la crisis no puede ser incrementar enormemente la deuda”. Cierto, si la deuda hay que pagarla puede llegar a ser una carga que bloquee el futuro que se desea mejorar.
  7. “Hay que recuperar los servicios públicos y la idea de bienestar colectivo”. Cierto, los problemas de todos deben ser resueltos por todos.
  8. “Hay que garantizar que las ayudas lleguen a quienes las necesitan”. Claro, de otra forma, nadie las defendería, salvo quienes esperan apropiárselas.
  9. “Hay que generalizar las exenciones fiscales mientras dure la crisis”. Habría que admitir las exenciones a quienes demuestren que han sido duramente afectados o, tal vez, no se han beneficiado durante la crisis.
  10. “Los mercados (de valores) son indicadores de las expectativas”. Hay que reconocer que sí están siendo indicadores de las oportunidades de beneficio de las ayudas públicas.
  11. “Los economistas predicen”. ¿No estamos ante una situación nueva? No se puede predecir. Pero, al fin y al cabo, siempre se especula.

¿Qué nos indican estas afirmaciones? Que seguimos pensando como si nada hubiera pasado. Por eso, y sin pretender dar respuestas ni necesariamente ciertas ni correctas, hay que empezar a revisar algunas ideas sólidamente establecidas en el pensamiento de los economistas. Empezaremos por algunas instituciones claves, definitorias, del sistema capitalista.

En pocos días nos hemos dado cuenta de que el mercado no informa bien de las necesidades. Esto choca con las ideas de Von Mises y Hayek, que legitimaban el mercado como gran mecanismo de coordinación de las decisiones de los actores económicos, siendo los precios el más precioso sistema de información. Ocultando que en el mercado solo pueden participar los que tienen algo que ofrecer: dinero, mercancías o trabajo. De aquí se desprende que proveer de dinero a todos los que tras la pandemia se puedan quedar excluidos del mercado no es sino una exigencia de la propia economía de mercado. Y por mucho tiempo.

Además, se ha roto el supuesto automatismo de las respuestas en el mercado reforzadas por los sistemas de producción just in time. Los costes de información sobre las necesidades se han mostrado elevadísimos y los de la respuesta desde la oferta también. La consolidación de las cadenas globales de producción y valor no ha sido capaz de atender a la emergencia. El tiempo y la geografía, habitualmente marginados en la interpretación de los fenómenos económicos, se han colocado en el centro de la acción.

No solamente el mercado: la otra gran institución del sistema capitalista, la propiedad privada, también está tocada. No es ninguna novedad que desde la iniciativa privada se vienen proponiendo modelos de gestión corporativa socialmente responsable que aceptan la cooperación con el Estado bajo diversas fórmulas de alianzas público-privadas. No obstante, la propiedad privada como derecho natural está enormemente cuestionada. Por la propia dinámica competitiva y por los nulos avances en la equidad. Los avances tecnológicos, con su enorme impacto sobre las capacidades productivas instaladas, se ven como una amenaza para el mantenimiento del empleo, muy en la línea señalada por Schumpeter y su “destrucción creativa”; en otros términos, pueden llegar a romper la cohesión social. Por otra parte, la globalización ha ido mostrando sus limitaciones ante la ampliación de las desigualdades a escala mundial, como Piketty, Milanovic y muchos otros nos han explicado. No hay que olvidar que la desigualdad se manifiesta, sobre todo, en las diferencias en la posesión de derechos de propiedad, en propiedades.

Sería auténticamente un desastre que la economía informal fuera el horizonte para la mitad de los trabajadores y empresarios arruinados, que ya lo es en buena parte de las economías mundiales. Además, así no se recuperaría la economía, se mantendría en un estado de depresión permanente. Basta con recordar las ideas simples de la identidad entre producción, renta y gasto social del flujo circular de la renta para verlo con claridad: quienes participan en la producción (producto social) obtienen unas rentas (renta social) que gastan en la compra de lo producido (gasto social). En un gráfico se expresa como un flujo circular en el que los actores intercambian esfuerzo por dinero (renta) y producen mercancías en la fábrica (producto), la producción se lleva al mercado y allí se vende a las familias (gasto). El riesgo de un equilibrio a bajo nivel, en el que una parte de la sociedad mantenga su posición previa y el resto quede excluido, es enorme.

Hay más: no tienen razón quienes dicen que estamos ante una crisis simétrica porque nos afecta a todos. ¿Seguro? No es ni simétrica ni asimétrica, no hay países que ganan y países que pierden, sectores ganadores y perdedores, ricos y pobres; hay empresas con solidez financiera antes, durante y después, y empresas siempre pendientes de la renovación de las líneas de crédito. Hay empresas sólidas y empresas recién creadas, incluso innovadoras, que todavía no han conseguido un circulante sostenido. El riesgo de concentración empresarial es muy fuerte. La oligopolización se puede acentuar. Habrá que potenciar las políticas de competencia y supervisión del mercado e incentivar que las pequeñas se agrupen creando medianas empresas. No entro en las consecuencias sobre la cohesión social ni en la respuesta política.

No solamente han fallado los mercados nacionales sino también el gran mercado mundial. ¿Alguien en su sano juicio puede pensar que China, en medio de su epidemia, podría estar dispuesta a vender equipos a los extranjeros? Solo desde la arrogancia de una supuesta racionalidad del beneficio a corto plazo se puede mantener la idea, tan arraigada, de que no hay que producir lo que se encuentre más barato en el mercado exterior.

Tampoco han respondido las áreas de integración regional. No basta con señalar, como se ha dicho en la Unión Europea, que la política sanitaria no está entre sus competencias; la circulación de mercancías se ha cuestionado, la de los servicios sanitarios, también, y, en el caso europeo, se ha suspendido el acuerdo Schengen sobre libre circulación de personas. Además, la escasa ambición de su presupuesto ha hecho inviable cualquier medida de urgencia. Solo el Banco Central Europeo ha respondido, con lo que tiene: dinero.

Los europeos, que nunca abandonaron la protección de su agricultura, ¿cómo es posible que hayan descuidado así la protección de la salud? Quizá la respuesta esté en que la agricultura europea se apoya en millones de agricultores/votantes y la salud en pocos oligopolios. Y quizá la respuesta venga de un fondo común con recursos limitados.

Hay que reinventar la economía pública, definir mejor el papel del Estado. El Estado keynesiano incorporó entre los objetivos de su acción el crecimiento inclusivo socialmente, lo que hacía necesario tratar de evitar las crisis económicas manteniendo un crecimiento estable, en un contexto internacional en el que las relaciones económicas internacionales estaban reguladas por amplios acuerdos monetarios, comerciales o sobre los movimientos de capitales. La globalización ha priorizado como objetivo la competitividad, apoyada no en mercados nacionales sino internacionales. Los viejos objetivos anteriores se someten a esta exigencia; más aún, la reputación de la política económica no se hace a partir de sus resultados para los ciudadanos de cada país, sino en términos de funcionamiento del mercado “libre”. Los informes del World Economic Forum o el Doing Business del Banco Mundial son un ejemplo inmediato y extraordinario de esto.

Si el Estado keynesiano se tornó en Estado de bienestar, ¿quién vela por un Estado de bienestar a nivel mundial? No se ha prestado atención a la necesidad de proveer de bienes públicos globales. Resulta paradójico que, si bien se han aceptado las fallas de mercado en los ámbitos nacionales, se hayan ignorado en el mercado global, que cabría esperar que ofreciera las mismas debilidades y, por lo tanto, los mismos riesgos para el funcionamiento y legitimación del propio mercado. Esta situación es una muestra más del escaso interés de los economistas por revisar sus ideas sobre la capacidad autorreguladora de los mercados, por más crisis de todo tipo que vayamos sufriendo. Nadie se reconoce en Polanyi y, solo ahora, nos volvemos a acordar de Keynes, coetáneos en la década de los treinta de la centuria pasada. Este no es el único problema, sino que el sectarismo se instaló en la academia.

Es un ejercicio sano reconocer que la teoría económica, tan rica en aportaciones a la solución de problemas muy concretos, ha fallado en ofrecer una respuesta teórica a situaciones como la que nos está afectando como consecuencia de la pandemia. Seguramente porque hasta hoy no ha afectado a los países “adelantados”. No basta con proclamar que se han de gestionar óptimamente recursos para satisfacer necesidades, si entre estas no se ofrecen soluciones a la más básica: la salud. Situada por Maslow justo encima de las necesidades fisiológicas.

Hemos visto cómo durante las crisis financieras se han desembolsado enormes sumas de dinero para salvar el sistema financiero, erigido en la columna vertebral de la globalización. Hoy, ante la pandemia que nos afecta, se apoyan, incluso desde el FMI, las ayudas directas a las empresas para sostener su actividad y el empleo. Nadie pregunta por el riesgo empresarial. No es momento, pero si hay que salvar la propiedad privada habrá que demandar responsabilidad social a los ayudados más allá del empleo. Porque el empleo se puede salvar con expropiaciones de empresas, como se hizo después de la Segunda Guerra Mundial. Pero tampoco es el momento de plantearlo, aunque algunas aerolíneas parecen demandarlo, claro que por tiempo limitado. Pero sí habrá que condicionar las ayudas a su uso responsable y a la rendición de cuentas, no solo a los accionistas sino a la sociedad, que es la que colectivamente contribuye a las ayudas. De otra forma, la mayoría social se podría rebelar. Pero no quiero entrar en política.

La política económica –pública– debe actuar simultáneamente sobre la demanda y sobre la oferta para dinamizar el mercado, la actividad, el empleo y acelerar la recuperación, y así lo reconocen todos los organismos y así está actuando el gobierno de España. Las polémicas están en los detalles. Además, atender a tanto necesitado y a tanto pedigüeño es muy complicado.

Esta política va a tener también mucha repercusión sobre los propios instrumentos a emplear. Así, la expansión monetaria no puede estancarse en la caja de los bancos –privados o públicos–, como sucedió con los préstamos del BCE en la anterior crisis financiera; debe llegar rápidamente a las familias y a las empresas. De ahí la importancia del famoso “helicóptero de Friedman” –dar dinero directamente a la gente–, puesto en marcha por Trump. Sin llegar a tanto –nos echaríamos a las calles a ver si cae algo–, el aplazamiento del pago de impuestos, no la cancelación, puede ser una solución de emergencia.

Ante las limitaciones operativas de la banca, habría que incluir a otros organismos no bancarios en esta tarea de distribución de dinero. Quizá las organizaciones empresariales, de autónomos y sindicales podrían facilitar información exacta de las necesidades y necesitados; incluso organizaciones privadas de asistencia social, desde Cruz Roja hasta Save the Children, porque no habría que ayudar solo a los ahora afectados, también habría que integrar a los excluidos. Se podrían crear cajas administradas o dirigidas, por ejemplo, por Economistas del Estado o Interventores (se hizo con los equipos de fútbol), dotadas de recursos bien definidos, procedimientos claros y rápidos, y con exigencia de redición de cuentas. Por cierto, ya se cuenta con instituciones como la SAREB (Sociedad de Gestión de Activos procedentes de la Reestructuración Bancaria) o el FROB (Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria), ejemplos de innovación pública.

Surge la polémica: los fariseos de la estabilidad ya anuncian los males de la hiperinflación. Tras una etapa en la que un 2% de crecimiento de los precios anuales parecía que era suficientemente motivadora de la ilusión monetaria, llegó la preocupación porque la no inflación no motivaba la inversión. Ahora, cuando todo está hundido, nos debemos de preocupar por la hiperinflación (¿Qué es? ¿El 8%, el 13%, el 75%? ¿Anual, mensual, …?). Esto no quiere decir que no sea un riesgo que atender, pero si la oferta reacciona a la demanda, el riesgo de inflación será transitorio. Se nos recuerda la situación de la Alemania ocupada después de su derrota en la Segunda Guerra Mundial, pero ¿cuál fue la inflación en Francia o en el Reino Unido, o en los Estados Unidos?

Por cierto, las enormes sumas de dinero negro de origen delictivo que circulan por el mundo rara vez han sido motivo de especial preocupación.

Hay otro riesgo: que las ideas de la teoría monetaria moderna, o al menos algunos de sus postulados, especialmente el relacionado con la financiación directa del gasto público, se abran paso entre la opinión pública. Al fin y al cabo, si el dinero es un bien público (aunque sea un poco especial, todos tenemos derecho a su disfrute), ¿por qué no producir dinero y evitar su escasez? (Es lo que, de nuevo, el BCE va a hacer). El papel de los bancos se diluiría y el mundo de las finanzas se transformaría radicalmente. No sé si para bien o para mal. Como siempre, como sucedió con las ideas de Roosevelt y de Keynes, no fue el análisis riguroso lo que justificó la intervención del Estado, sino la necesidad. La urgencia, en un caso, y la desconfianza en las ideas de la época, en otro, permitieron el cambio.

Otro tanto pasará con los impuestos. ¿Se va a seguir pensando que bajar impuestos es moderno y descuidar lo público anticuado? Si antes de la pandemia se había iniciado el debate en torno a la necesidad de reconsiderar las figuras y los tipos impositivos ante los movimientos de capitales, las oportunidades para eludir la ley encontradas por las empresas tecnológicas o por las urgencias que el cambio climático plantea, habrá que incorporar la necesidad de fortalecer a la sociedad frente al nuevo riesgo. La pandemia, como el cambio climático, nos recuerda que nadie está a salvo; ni siquiera el mejor de los seguros privados. Esta “externalidad negativa” no pregunta por la cuenta corriente.

El Estado de bienestar tendrá que ser nuevamente definido y por supuesto mejorar su gestión, evitando las diferencias existentes según lugar de residencia. Hasta el propio de Guindos se sorprendió al escucharse decir que una renta básica podría ser una solución al desplome de la demanda. Cierto es que, en cuanto pudo, subrayó que con carácter temporal. Sin duda, esto supondría una transformación radical del sistema económico, pero podría servir para resolver algún otro problema, como la ampliación de la desigualdad. Hay que recordar que la propuesta de renta básica no es uniforme y, de hecho, sigilosamente, se va extendiendo en nuestra sociedad. En el País Vasco funciona un modelo bastante avanzado de renta garantía de ingresos cuidadosamente ignorado por los demás.

También las políticas sociales deben volver a incorporar con intensidad la solución al problema de la vivienda. Impulsar la construcción de viviendas sociales sería una medida de empuje a la inversión y a la demanda de gran impacto económico y social. Igual que hay una ley sobre límite de gasto, debería haber una ley que limite la reducción de ingresos públicos hasta que determinadas necesidades básicas no estén mínimamente cubiertas. ¿Estamos dispuestos a encontramos otra vez sin saber qué hacer con la gente sin hogar o que ocupa infraviviendas?

En definitiva, se trata de no aceptar que la reconstrucción económica sea la recuperación de lo que existía antes del desplome. ¿No habría que construir algo que no reproduzca los errores anteriores?

¡Buah! Casi nada.

Con amor,

José Manuel García de la Cruz