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Sobre el miedo patológico a morir - Carlos Díaz

Aquel borracho golpeaba al hijo de Sofronisco, Sócrates, con puñetazos en plena cara; él no resistía, y dejó que el beodo calmara su cólera al punto de dejarle el rostro hinchado y amoratado por los golpes. Cuando cesó de vapulearlo, se cuenta que Sócrates se contentó con colocarse en la frente la siguiente inscripción: ‘Fulano hizo esto’. Y esa fue su venganza. Esto es un poco fuerte, sobre todo porque el borracho lo negaría, y algunos pensarían incluso que se lo hizo a sí mismo Sócrates con el fin de incriminar al tal fulano. Y más fuerte aún, patético incluso, fue que Sócrates llevó esa actitud hasta su propio lecho de muerte: Mis jueces fueron culpables de esto.

Me gustan los denominados escritos protrépticos o exhortativos de los maestros de antes, a pesar del riesgo de la moralina que con frecuencia los echaba a perder. Con ática elegancia, y como elemento esencial e imprescindible en la paideia, enseñaba el estoico Epícteto: «La muerte está frente a tus ojos cada día, y no tendrás nunca un pensamiento rastrero ni una pasión excesiva». También Séneca lo predicaba: «Filosofar es aprender a morir». Esta actitud fue en buena medida compartida por el cristianismo de los primeros siglos, y así san Basilio, apodado el Grande, escribe: «Nosotros, hijos míos, no damos ningún valor a esta vida terrena ni consideramos ni llamamos un bien a lo que muestra utilidad solamente para esta vida. Ni el brillo del nacimiento, ni la fuerza física, ni la belleza, ni el tamaño, ni los homenajes de todo el mundo, ni la misma realeza, ni todo lo que se llamaría humano, nada de esto es grande ni aun deseable según nuestra opinión, y aquellos que lo poseen no causan en absoluto nuestra admiración. Nosotros llevamos más lejos nuestra esperanza y cumplimos todas nuestras acciones para prepararnos otra vida. Decimos que hay que amar y buscar con todas nuestras fuerzas lo que nos sirve para aquella vida y despreciamos como no valioso lo que a ella no conduce»1. Y añadía poco más adelante: «Un músico no admitiría una lira desafinada ni un corifeo un coro que no sea lo más perfecto posible. ¿Y soportaremos a una persona que está en contradicción consigo misma, incapaz de armonizar sus palabras y su vida? ¿Se dirá con Eurípides mi lengua ha jurado pero no mi corazón? ¿Seguiremos la apariencia del bien en vez de la realidad? Recuérdese que, Según Platón, el último grado de la injusticia es querer parecer justo sin serlo (República 361 a)»2. A esta forma de defender la verdad llamamos hoy los psicólogos mensajes yo (así me siento cuando me golpean, así actúo cuando me condenan injustamente a muerte) a diferencia de los mensajes tú de corte acusativo y polémico que enredan los asuntos ilimitadamente.

Ahora bien, ¿no parecen estos mensajes yo un poco más que demasiado fuertes, cobardes, morbosos, masoquistas incluso? ¿Por qué no habríamos de agredir directamente a quienes nos agreden injustificadamente? ¿Por qué no llevar a la silla eléctrica al asesino como adecuada lógica de la venganza? Morbosos o no, desde luego minoritarios sí lo son. Matar a lo que mata y a quien mata parece ser un acto de coherencia, y si el ecologista aquejado por el cáncer de cuello dijese ‘dejen crecer a ese cáncer que me mata, no lo maten’, más de uno diría que ha perdido el juicio, lo mismo que las sectas que prohíben transfundir la sangre, aunque de ello se derive la muerte del necesitado de transfusión.

Estos meses no he cesado de preguntarme, sin embargo, por qué este apego destructivo a la vida: ¿por qué ha aumentado el 26% en los centros de salud europeos el número de personas que están patológicamente enfermos de gravedad por miedo al coronavirus, a veces tan grave que ha llevado a la destrucción de vínculos personales y familiares? Porque una cosa sensata es protegerse y una cosa insensata soñar con que tal o cual riesgo de contagio vírico va a por mí, por lo cual me aíslo absolutamente, a cal y canto, a fin de acorazarme en el bunker de mi salud. Vivir así, con una profilaxis tan espantada, es perder contacto con la vida, por renuncia a la cual se exige el aislamiento e incluso el encierro en una burbuja perfectamente aséptica y sin mezcla alguna de amenaza, a fin de que la vida asesina no mate a la vida sana.

Si volver a la vieja normalidad está significando para muchos volver a lo que siempre fueron, es decir, a la normalidad de su anormalidad, y eso ya no hay quien lo pare cuando la vida se torna bárbara berreando en manada en los estadios de fútbol, en los botellones, en las despedidas de soltero o de soltera, o en simples banquetes de amigos o familiares, qué se le va a hacer, no es mejor sin embargo la nueva normalidad consistente en enfermar de miedo a la vida, la cual seguirá amenazando con eliminarnos. El prolongado hábito de temer la muerte hace que terminemos odiando la vida, forma evidente de círculo vicioso.

Todo esto ¿qué nos está diciendo? He ahí el clamor de fracaso, la incapacidad que la sociedad misma exhibe para educar, es decir, para no pasar de la barbarie ofensiva a la barbarie defensiva. ¡Y todavía andan por ahí los partidos políticos vaciándose entre sí los ojos ciegos como carroñeras aves elaborando nuevos planes de estudios sin enterarse de que huelen y no a ámbar, amigo Sancho! Puede corregirse un temor con otro, pero ese miedo al morir con nada puede contrarrestarse, pues quien lo padece hace rato que está premuerto y casi RIP.

La tarea de enseñar a vivir no es la de llenarla de pánico, sino la de llenar de vida al propio pánico rompiendo los barrotes de su jaula de muerte, es decir, llenando de luz y fecundidad cada rincón oscuro de la existencia supuestamente amenazada. Como terapeuta, hasta hoy siempre he comprobado que los más miedosos han sido los más infecundos y estériles, aquellos cuya vida ha sido peor realizada. Como si en el fondo fuera una misma cosa ser colocado en la cuna o en el ataúd, repiten con la Tristitia de Ovidio: Quocumque aspicio, nihil est nisi mortis imago, allí donde miro veo únicamente imagen de muerte. Porque la muerte no solamente viene de fuera, sino del interior de quien está muerto de miedo. Por eso no me gusta la terapia de la autocompasión, sino la de la lucha. En último extremo, sólo para quien lucha tiene sentido morir.

Y una última reflexión protréptica o exhortativa esta calurosa tarde de finales de junio: eduquen a sus hijos, a sus alumnos, a sus amigos, a sí mismos en la fecundidad existencial, abandonen tanto proteccionismo sin que eso signifique descuido, dediquen sus días a agradecer la vida, y no a poner una vela al final de sus jornadas como réquiem por el día que pasó. Que pasó y no ha sido.

En fin, y por todo ello, no deberíamos robar a los vivientes el amor con que acompañamos a los muertos cuando los enterramos. Tenemos la obligación de ser mejores que nuestros muertos. Tenemos la obligación de vivificarles dando vida a los vivos. Fin del duelo.

1 San Basilio: A los jóvenes sobre la manera de sacar provecho de la literatura griega. Universidad Católica Sedes Sapientiae, Perú, 2010, p. 136.

2 Ibi, p. 143.