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Amor y sordoceguera - Antonio Calvo

Publicamos este artículo con motivo de la celebración, hoy 27 de junio, del día internacional de la sordoceguera.

El aislamiento es una circunstancia imposible para el amor. Si un hijo viene a la vida sin poder ver, ni oír, sin poder hablar, sólo queda la cercanía de la piel, el aroma de los cuerpos, el sabor de los abrazos para alzar el símbolo en su alma y despertar una persona a la vida. Por encima de los miedos, el amor exige aupar al hijo a costa de la propia vida. Amar recrea un mundo nuevo y eterno. Hace fuerte al débil por ser amado y convierte al fuerte en servidor, por amor. En esto consiste el escándalo eterno del amor: en convertir el poder en servicio. Nada hay más revolucionario, ni más poderoso, su fuerza arraiga en la misteriosa entraña de la realidad. Es la clave de la humanización.

«El hombre alcanza su madurez cuando se adhiere a valores que valen más que su vida» (E. Mounier). La tarea del hombre es llegar a ser padre-madre. Venimos como hijos, para aprender a amar como los padres y crear la fraternidad que acoja a todos. El valor que vale más que la propia vida es la vida del amado. Adherirse a este valor es el que, paradójicamente, nos libera. Es el amor al amado el que nos hace superar el miedo a morir, o lo que es lo mismo, superar el miedo a vivir esclavos de los miedos. Es el amor al otro el que nos libera al convertirnos en sus servidores. Sorprendentemente no es el más fuerte el que lo parece, sino el más amado. Es el amor el que nos hace fuertes porque impulsa al amante a dar su vida por la nuestra. El más débil puede ser el menos fuerte y, al mismo tiempo, el más poderoso. Ciertamente, el amor es la única realidad creadora. La única capaz de crear la vida y de llevarla, a pesar de la mortalidad, a vivir lo eterno en la historia.

Nuestra imaginación sólo puede desplegar sus alas hacia realidades de las que tenemos algún barrunto. Cuando desconocemos algo, cuando alguna realidad se nos presenta de un modo completamente nuevo, no somos capaces de interpretarla y, mucho menos, de comprenderla. Venimos a la vida con muchos conocimientos codificados en la herencia recibida, pero, los que nos hacen ser humanos, los que nos elevan del animal al hombre y nos hacen ser conscientes de existir, de ser únicos entre únicos, mortales y, sin embargo, caminantes en lo eterno, requieren siempre la relación amorosa del otro. El hombre no nace solo. El saberse humano es, co-nacimiento. Jamás hay yo, sin tú. El nosotros es la tierra de cultivo en la que se siembra, arraiga y crece el hombre, el único, el irrepetible, el menesteroso radical, el indigente pleno y, sin embargo, paradójicamente, el imprescindible. Porque, una vez convocado a la existencia, la entera creación ya no puede dejar de contar con él. Todos somos convocados al ser como personas. Nuestra condición humana, para existir y para ser, requiere, siempre, cuando la lucidez la llega a habitar, cultivar la humildad y el agradecimiento, actitudes que siempre acompañan a la realidad que es fundamento, camino e inspiración infinita, la única realidad creadora, de la que emergen todas las demás: el amor. El hombre y todo lo que existe, pero él emerge como intérprete, en el sentido pleno de poner nombre, de encontrar un significado y de co-creador, de encargado, que debe hacerse cargo y encargarse y cargar con el trabajo, con la pena gozosa de vivir como hombre –varón o mujer–.

Cor-poreidad

La vida humana siempre se da entre corazones, en el radical e incesante ir y venir entre corazones. Sin ese paso y traspaso no existe. Al principio, lo que será cor-razón es piel con piel. La primera comunicación se da inter-pelando. Llamándonos a ser, a piel desnuda. De esta interpelación irán despertándose y alzándose a la existencia y a su consistencia todos los sentidos: tacto, olfato, gusto, oído, vista. La percepción inconsciente y animal, interna y externa, la vida, surge entre animales. La percepción consciente, tanto hacia dentro como hacia fuera, requiere al hombre. Para que en la vida emerja la palabra y el sentido son necesarios los abrazos. Si no volviéramos a nacer entre personas nuestras palabras sólo serían gritos, no símbolos.

El lugar del misterio, en el que se elabora el milagro de la humanidad es, sobre todo, el cerebro. Pero los datos que van a hacer posible elevarse de la animalidad a la humanidad provienen de los sentidos. El cerebro trabaja con un cuerpo, su cuerpo. Si éste está dañado no llegan los datos necesarios para elaborar la comprensión del vivir. Y, comprender, encontrar sentido al vivir, es la tarea fundamental de un ser humano. Cuando la vida no tiene sentido, tampoco vale la pena vivirla. Para que a la vida se le encuentre sentido es menester la relación humana, y, sobre todo, es necesario que esa relación sea de amor. Como la vida se abre y se cierra en medio de la dependencia y la menesterosidad, el amor debe tener la forma del cuidado que acaricia, que se acerca, del cuidado que limpia, que sana y ayuda a sentirse un ser valioso. La vida exige la fusión de los seres que la transmiten para poder ser, y para llegar a ser humana, requiere la conversión permanente de quienes están encargados de su cuidado en testigos de amor y de sentido.

Como acierta a expresar nuestro gran poeta: «la dolencia de amor, que no se cura sino con la presencia y la figura»1. El amor no puede quedarse en la palabra, necesita expresarse en el abrazo y el cuidado. El amor debe ser carnal, de cuerpo entero.

Sordoceguera y amor

Esto es así para cualquier persona, pero, en las circunstancias de mayor debilidad o carencias, es todavía más evidente. Una de las circunstancias en las que se manifiesta la necesidad de un cuidado no sólo próximo, sino de piel con piel, es la sordoceguera. En ella se trata de despertar una persona mediante el tacto. La caverna en la que nacemos y de la que todos debemos salir para saber y saborear la luz de la verdad que nos hace humanos, en el que carece de vista y de oído, sólo puede darse en la oscuridad y en el silencio. Ni siquiera pueden revolotear en ese apagón espiritual las aladas palabras que nos van a permitir pensar e imaginar. ¿Cómo poner nombres al silencio y a la oscuridad? ¿Cómo pasar de un caos bullente a un hogar?

Madre, tú le hiciste pequeño, tú fuiste quien le empezó;
Para ti él era nuevo, tú inclinaste sobre los ojos nuevos el mundo amigo, defendiéndole del extraño…
¿Dónde, ay, quedaron los años cuando tú, sencilla,
Con tu figura esbelta atajabas el caos bullente?
Mucho, así, le escondías; el cuarto sospechoso de noche
Le hiciste inofensivo. De tu corazón lleno de amparo
Sacaste espacio más humano para mezclar a su espacio nocturno.
No en la tiniebla, no, sino en tu existir más próximo
Has puesto la candela, que encendiste con amor.
Nunca un crujido que no explicases sonriendo,
Como si hace mucho supieras cuándo el entarimado se porta así.
Y escuchaba, y se calmaba. Tanto lograba
Suavemente tu presencia…2

En estos versos, Rilke nos habla del papel que realiza el amor de la madre en los comienzos de la vida del hijo. En cómo apacigua el caos bullente de su vida y lo transforma en un mundo amigo. Pues lo que acontece en la vida de una persona con todos los sentidos se alarga en el tiempo y en el esfuerzo toda una vida cuando el nuevo ser viene con el caos del silencio y de la oscuridad. Una persona sordociega necesita un cuidado de madre toda su vida. Alguien que se incline permanentemente sobre los ojos que no pueden ver, sobre los oídos que no pueden oír, para despertar los ojos y oídos del alma de ese hijo alojado en la soledad, para ir haciendo del caos inexplicable un mundo amigo.

Los que dependen del cuidado de los otros para poder vivir dignamente su vida no pueden hacerlo en el aislamiento. El amor y el cuidado jamás reconoce al peligro o al riesgo el mando sobre su comportamiento. Quien ama se orienta por la necesidad del amado, jamás pone su vida por delante.

1 San Juan de la Cruz. Cántico Espiritual. Texto B , 11, p.117. versión de José Jiménez Lozano. Ámbito. Valladolid. 1994.

2 Rilke. Tercera elegía. Traducción y cita de José Antonio Marina en: El Cerebro Infantil: la gran oportunidad. Ariel. Barcelona, 2011. p.191.