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«Yo ya reciclo» - Carlos Díaz

«Me sorprende que no me hayas enviado el artículo al que te comprometiste en la reunión de febrero. Supongo que ni te has acordado, aunque lo apuntaste en ese momento. Así que te refresco la memoria, el tema era: Personalismo y ecologismo. Interrelación entre el ser humano y la naturaleza. Ecolatría y ecodulía (4 páginas). No lo despaches de un plumazo, necesitamos profundidad».

Esto me escribe el director de Acontecimiento, a quien pido perdón por el olvido, tal vez derivado de que ya he escrito mucho sobre ello, por lo que suele ocurrirme a estas alturas lo que también le ocurría a Juan Luis Ruiz de la Peña, que se las veía y se las deseaba para hacer florituras o inventar algunos acordes para que el mismo perro al final no dejase de llevar el mismo collar.

Junto a eso, cosas de amigos, el director de Acontecimiento me recomienda «no lo despaches de un plumazo, necesitamos profundidad», lo cual refuerza mis ganas de no escribir nada ya por mí mismo regurgitado, aunque sea verdad que cada vez con mayor frecuencia despacho mis escritos de un plumazo, y lo peor es que me salen mejor cuanto menos los pienso, y sobre todo cada vez peor cuando quiero competir con el Manco de Lepanto. Tal vez sea la curva descendente inevitable de este pobrecito escritor.

Por lo demás, querido director de Acontecimiento, es tanto el retraso con que saca usted los números de la Revista, que ya me parece que no quita ni pone nada que yo los escriba cum tempore, sabiendo que por los motivos que fueren usted es un tardado irredento, como puede verse por ejemplo en la fecha en que sale esta revista.

Dicho todo lo cual, he ganado casi una cuarta parte de lo que debía haber comenzado a escribir, lo cual compensa mis quejas y mis quebrantos. A pesar de todo, conste en acta, soy el stabat mater de lo que se necesita escribir, siempre estoy ahí maternalmente, para las duras y para las maduras, y siempre acudo a mi cita con la pluma, me pidan lo que me pidan. Algún mérito debe de tener esta estabilidad, digo yo. Como escritor de cutio, sin embargo, me gustaría ser relevado para que otros digan lo que sepan, porque –la verdad– yo de ecología sólo sé que todos saben y un poco menos, pero lo saben de tal modo que por un oído les entra y por otro le sale. Lo que más me enfada es esa incapacidad que la gente tiene para procesar la cuestión más importante de nuestros días: la ecología.

He aprendido mucho de mis hijos Esperanza, Esther y Charly, que han estudiado y vivido con seriedad esta cuestión, llevándola también al terreno de la implicación personal y, con independencia de mi común paternidad, admiro su militancia frente a un mundo tan impresentable y cortito. Cuando viajo por esos mundos de Dios, ganas me dan de hacerme el harakiri o de quemarme a lo bonzo delante de los montones y montones, y montañas y montañas de bolsas de plástico, basuras varias, y pueblos y regiones donde apenas se puede respirar por acumulación de tóxicos.

El ser humano parece acostumbrado a ello, y a estas alturas no sé muy bien si primero fue la toxicidad humana y luego la ambiental. Esto es como la drogadicción: los toxicómanos se acostumbran y ya no saben vivir sin ello. Lo mismo que los miserables se acostumbran y aman su condición. La verdad es que por esos motivos me molestan tanto los comerciantes con los humos negros y las aguas fecales, como los consumidores atolondrados compulsivos. Sé que las grandes multinacionales matan más, mucho más que los individuos, pero no puedo evitar las gana de retorcerle el pescuezo a estos individuos tan ignorantes que nada saben, o tan malos que nada quieren atajar, o tan impotentes que nada intentan en cuestiones de tanta importancia.

Desde luego cada vez me cuesta más pertenecer al repolludo personalismo comunitario, sobre todo porque me parece un conjunto vacío de lo que presume, pero lleno de lo que debería avergonzarle. En fin, que según los buenistas ya estoy envenenado por dentro, así que para qué necesito la polución de fuera. Casi enveneno yo más de lo que soy envenenado. Y hasta puede que alguien me considere un perturbado, un problemático mental, en lo que tal vez, mire usted por donde, acaso lleve razón: cuando los demás te llaman chango, tú debes ir pensando en hacer provisión de bananas. O quizá lo que pase, sencillamente, sea que estoy deprimido con actitudes reactivas neuróticas. Tampoco diría que no.

Por otra parte, lo que llamamos normalidad tampoco me gusta, no me satisface considerarme ecologista «porque yo ya reciclo», reciclo un montón de botellas de vidrio cervecero y otro montón de plásticos que son resultado de una inmoderada ingesta de alcohol, y un creciente consumo de cocacolas. Oiga, ¿y no sería mejor que redujese usted su compulsión consumista y reciclase menos? Porque tiene su guasa el funcionamiento de la conciencia moral del imbécil, que opera así: soy mejor porque consumo más y luego recojo u oculto ordenadamente el lugar del crimen en los contenedores.

Querido Luis, pues ya no sé más, aunque ahora que se han puesto de moda premiar las palabras supuestamente nuevas, no me vendría mal que ustedes, el círculo de mis lectores, elevase a la Real Academia de Lengua española, todo con mayúscula, la petición de premio para el término ecodulía, que a diferencia del manido término ecología, estudio de la naturaleza, significa piedad para con la naturaleza. De este modo con una palabra mágica me vería compensado en mi ansia de reconocimiento a cambio de la flojera de escribir cumplidamente este artículo, que cierro en este momento –treinta y un minutos y diez segundos después de comenzado, palabra de honor– con esta carta de esta misma mañana dirigida a otros que también han quitado la mano del arado de la ecología humana. Y vaya usted con Dios, señor director de Acontecimiento.

Estimado director de Libre Pensamiento, Jacinto Ceacero:

 

Estimado amigo:

Supongo que, al menos por mi condición de escritor, te suene mi nombre. Probablemente sea el más prolífico autor y traductor del mundo sobre anarquismo, lo cual no constituye ningún mérito que quiera reivindicar, sino un honor que agradecer por haber sido bendecido con él y por seguir amando la causa de algunos de los grandes anarquistas españoles y no españoles, a los cuales he tenido la fortuna de conocer y de amar, porque ellos y ellas han abrazado la causa de los empobrecidos de la Tierra como testigos de la mejor humanidad.

Tampoco soy nadie para traducir en reproche el esfuerzo de otras personas como vosotros, que tienen su modo de ver las cosas y también de trabajar por ellas.

Lo que ahora quiero manifestaros es mi dolor por la línea de Libre Pensamiento, donde además tengo amigos muy estimados, y donde también aparecen de cuando en cuando artículos interesantes. Nada, pues, de demonizar.

Mi sufrimiento, evidentemente personal y subjetivo, lo es también -como no podía ser de otro modo, si es sano- objetivo y correspondiente a causas históricas, que podría condensar en esto: demasiado papel cuché, demasiado lujo tipográfico, demasiada dependencia ideológica de los tópicos dominantes. Y demasiado poco espíritu revolucionario, demasiado poco fondo anarquista, demasiada ausencia de solidaridad fáctica con los pobres, oprimidos y explotados de la tierra, cada vez más vulnerables; en una palabra, cada vez menos mordiente en la realidad y cada vez mayor acomodación al capitalismo. No veo apenas planteamientos ético/políticos que tengan algo que ver con el anarquismo real. Pensamiento libre es pensamiento liberal, y está bien que lo sea para quien le guste; pero el anarquismo es también pensamiento y acción libre, igual, y fraterno: moderno, no posmoderno. Esto no es, pues, una regañina, una pataleta, ni el mal humor del abuelo Cebolleta.

Estoy abierto a todo y dispuesto a dialogarlo, pero soy inmune a quienes niegan evidencias obvias, entre las cuales se encuentran las que señalo, sin que valga como excusa el aburguesado entreguismo de casi todos y de casi todas. Quizá convenga que existan ‘herejes’ (oportet haereses esse) que den cuenta de lo que pasa, sin que pretendan doctrinaria ni anquilosadamente dar lecciones de nada a nadie. En este momento tengo setenta y seis años bien contados, y he visto y vivido y estudiado lo que no está escrito, por mucho que haya escrito.

La propia organización que yo mismo fundé hace más de treinta años (Instituto Emmanuel Mounier) también me está haciendo sufrir más de la cuenta, por similares motivos a los que os estoy manifestando. El mundo ha cambiado, pero no tengo parado el reloj en ninguna hora fija, ni soy amante catastrofista e incivilizado del ‘cuanto peor mejor’, ni del ‘pues peor para la realidad’. Pero sigo preguntando ¿qué cantan los poetas andaluces de ahora, que escriben los librepensadores de ahora?

Nada más por hoy. Arriba los pobres del mundo, en pie los esclavos sin pan. De lo contrario, aunque la historia no, que Dios nos lo demande: aunque muchos no crean en Dios, Dios cree en ellos. No es mi batalla.

Un abrazo fraterno,

Carlos Díaz.