Artículos

Sobre el sexo de los olímpicos, que también es el nuestro - Carlos Díaz

Era la morada de los dioses apenas una montaña enana aunque nebulada, que permitía el trasiego y el ir y venir de los dioses a los terrícolas. Como no podía ser menos, el machismo de la peor especie, si es que hay algún machismo bueno, reina por todo el Olimpo griego en las cosmogonías, en las teogonías, y en todo lo que tenga que ver con gónadas (goné), es decir, ovarios o testículos.

Existen allí desde luego algunas excepciones, pero si tu marido es de la ralea de Júpiter, estás perdida, pues sus infinitas amantes fueron sin excepción vejadas hasta la saciedad, y hasta su misma esposa Juno, la miriónima por tener diez mil nombres, corrió la misma ‘suerte’, pues el cabrón de su esposo en cierta ocasión la suspendió de una cadena de oro entre cielo y tierra, dejándola allí, colgada y pataleando, con un yunque de oro en cada pie, pues entre dioses los elementos de tortura habían de ser de metal nobilísimo, después de lo cual Júpiter prorrumpió en una enorme carcajada para entregarse de nuevo a su libertinaje. Menos mal que Vulcano desde su fragua ígnea subterránea oyó los alaridos de su madre e intentó desatarla, algo que impidió el impresentable Júpiter propinando a su propio hijo una patada tan descomunal que hizo rodar al hijo desde el cielo hasta la tierra, de resultas de lo cual quedó cojo. La venganza planeada por Juno posteriormente contra el animal de su marido también fue captada por el espionaje secreto del protodios que, apiadándose de ella en atención a su condición de esposa perfectamente honrada y modelo, además de madre de su prole, atemperó su castigo.

Nada tiene de ilógico que, en aquellas condiciones patéticas, las mujeres casadas y sojuzgadas, en casa y con la patita quebrada, la adoptaran como su patrona y abogada, invocándola cual diosa tutelar de los hogares, cuyo templo rebosaba siempre de un devoto público femenino compuesto por solteronas y casadas virtuosas, que iban a confiar a la benigna Juno sus temores, sus duelos y quebrantos, y sus celos. Entrar en uno de los muchos templos dedicados a Juno confería a aquellas mujeres patente de honradas y suponía un recatado y silencioso reproche contra sus victimadores.

En todos aquellos templos llenos de artificio y de rencor difícilmente contenido se representaba a la diosa de majestuosa belleza sentada en un trono o en un carro tirado por pavos reales con sus irisadas colas de cien ojos, como Argos, símbolo de los celos. Evidentemente, nadie podía equipararse con Juno (Hera) por gozar ella del divino privilegio de fecundar innumerables hijos e hijas, que consistía ni más ni menos que en revalidar periódicamente su virginidad bañándose en las aguas del río Canuto, sin que ninguna otra mortal pudiera engañar a su cónyuge viril alegando ardides semejantes. Obviamente, de la frecuentación de los círculos quedaban excluidas las mujeres de dudosa reputación, todavía no empoderadas ni gobernadoras, ni ministras del ejército, ni crecidas en sus fuertes reivindicaciones identitarias contra el varón domado o mono desnudo.

La mujer, además de esposa, ha sido madre, la tierra madre (Démeter), Gea y Pangea, Tellus, Rhea, metátesis de Hera, de donde vienen los vocablos hebreos eretz y el alemán Erde (tierra), Cibeles, Ops (la Abundante), Ceres (la productora nutricia de cereales), o Vesta, guardiana del fuego. Todas las representaciones de Rhea muestran ese carácter de ingencia abrumadora y vastedad sin límites reputada no sólo madre de los hombres, sino también de los dioses, dado el complejo emocional que la maternidad conlleva hasta hoy.

Por reconocimiento a ella, sus eunuquizados sacerdotes (denominados gallos, curetes o curibantes), poseídos en sus ceremonias de místico frenesí, se aporreaban la cabeza e incluso, miméticamente, agarrando un pedernal agudo, se mutilaban la pudenda adoptando en adelante hábitos femeniles, mismos que sacaban en procesión todos los años a Rhea mientras danzaban frenéticamente, lanzaban aullidos espantosos, movían la cabeza de un lado para otro como aquejados de nervioso temblor, por lo que los romanos les llamaban tremuli (al igual que los cuáqueros más tarde) y se golpeaban la cabeza con afiladas hachas en torno a su ‘paso’ –cuyos ‘picaos’ pertenecen aún a la tradición en la Semana Santa sevillana– dando vueltas y revueltas circulares como los monjes giróvagos persas, hasta caer rendidos y agotados después de haber chillado hasta la afonía. Todo lo cual surtía el efecto de que la multitud, hipnotizada, poseída del contagio mimético, rompía también a danzar y gritar hasta caer extenuada a los pies de la diosa y bajo las pezuñas de las bestias que conducían las andas.

Por si fuera poco, tampoco faltaban jóvenes que, fanatizados por aquel delirante espectáculo, se desprendían de los brazos de sus amadas e iban a repetir ante la diosa el gesto mutilador, profesando así en la bárbara tropa de los coribantes, los cuales, por otra parte, no recibían estipendio oficial, hasta el punto de constituir una orden mendicante, si bien recibían copiosas limosnas, sobre todo por parte de las mujeres, a las que el sacrificio de su virilidad enternecía porque además se atribuían todo aquello cual si de un honor tributado a su sexo se tratase, si bien con el curso del tiempo esas costumbres terminaron degenerando en una picaresca lastimosa, convertidos en una tropa de pedigüeños astrosos invertidos y grotescos hampones llenos de roña y supersticiones que excitaban la risa de las personas cultas y las sátiras de Apuleyo (El asno de oro), de Petronio (El satiricón), y de Luciano de Samosata, que estalla así: «Odio a los impostores, pícaros, embusteros y soberbios y a toda la raza de los malvados, que son innumerables, como sabes. Pero conozco también a la perfección el arte contrario a éste, o sea, el que tiene por móvil el amor: amo la belleza, la verdad, la sencillez y cuanto merece ser amado. Sin embargo, hacia muy pocos debo poner en práctica tal arte, mientras que debo ejercer para con muchos el opuesto. Corro así el riesgo de ir olvidando uno por falta de ejercicio y de ir conociendo demasiado bien el otro».

Sin embargo, aquellas costumbres de alguna manera han pervivido hasta hoy, siempre con mayor o pasión mimética, comenzando por el tatuado al modo de las maras centroamericanas, y siguiendo incluso por el cambio de sexo, hechos que se producen tanto más cuanto más el ambiente lo provoca, no siendo lo que son de este modo muchos que parecen serlo. Por la moda perdemos un ojo y la yema del otro, y por supuesto el género, el número y hasta el caso, dado el caso de que obliguemos a Gonzalo de Berceo a reescribir su hermosa literatura en castellano nivelador de arco iris. Y más que veredes.

No existe en la naturaleza humana nada más potente que el mimetismo, dado el pánico a quedarse solo y la dulce compañía que el gregarismo produce, conforme a la enseñanza del etólogo Konrad Lorenz y de otros muchos, y que durante toda mi vida he podido presenciar yo mismo.