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La misión de los párrocos - Carlos Díaz

«El Párroco tiene que habérselas con los hombres, es necesario que los conozca; corrige las pasiones humanas, preciso es que tenga una mano delicada y suave, llena de prudencia y mesura. Estando en el círculo de sus atribuciones las faltas, los arrepentimientos, las miserias, las necesidades y pobrezas de la humanidad debe tener el corazón abundante de tolerancia, de misericordia, de mansedumbre, de compasión, de caridad y de perdón. Su puerta debe estar abierta a todas horas para el que le vaya a despertar; su lámpara siempre encendida y su bastón siempre en la mano. No debe distinguir ni estaciones, ni contagio, ni distancias, ni sol, ni nieves, en tratándose de llevar el bálsamo al herido, el perdón al culpable, o Dios al moribundo. No debe haber delante de él, como delante de Dios, rico ni pobre, pequeño ni grande, sino hombres, esto es, hermanos de miserias y de esperanzas.

»El Párroco tiene relaciones administrativas de muchas clases con el Gobierno y con la autoridad municipal. Sus relaciones con el Gobierno son sencillas: le debe lo que todo ciudadano, ni más ni menos: obediencia, sumisión y respetos a sus determinaciones y mandatos. No debe apasionarse ni en pro ni en contra de las formas o de los jefes de aquí abajo: las formas se modifican, los poderes cambian de nombres y de manos; los hombres se precipitan alternativamente en el poder, cosas humanas, pasajeras y fugitivas.

»La religión y el gobierno perpetuo de Dios sobre la conciencia se halla por encima de la esfera de versatilidades políticas, y se degrada descendiendo; su ministerio debe mantenerse alejado de ella. El Párroco es el único ciudadano que tiene el derecho de permanecer neutral ante las diferencias, las luchas y los odios de los partidos que dividen las opiniones y los hombres; porque él es ante todo ciudadano del reino celestial, padre común de los vencedores y de los vencidos, hombre de amor y de paz que no puede predicar más que paz y amor.

»Con el alcalde, el Párroco debe conservar relaciones de noble independencia en lo que concierne a las cosas de Dios, de dulzura y conciliación en lo demás. No debe solicitar influencias, ni luchar como autoridad en el distrito, recordando siempre que su autoridad comienza y concluye siempre en su iglesia, al pie de su altar, en la cátedra de la verdad, en la casa del indigente y del enfermo, a la cabecera del moribundo: allí debe ser el hombre de Dios; en cualquiera otra parte, el más humilde y el más inofensivo de los hombres.

»Como hombre, el Párroco tiene que llenar algunos deberes puramente humanos que el cuidado de su buen nombre le impone, pues el esmero en su vida civil y doméstica es como el buen olor de la virtud. Retirado en su humilde parroquia, a la sombra de su iglesia, debe salir con poca frecuencia. Debería tener en todas partes una casa decente, una viña, un jardín, un huerto, a veces una pequeña pradera y cultivarlos con sus propias manos; mantener algunos animales domésticos de placer y de utilidad, la vaca, la cabra, el cordero, el pichón, pájaros que cantan, el perro. De este asilo de silencio, de trabajo y de paz el Párroco no debe alejarse mucho para mezclarse en las reuniones ruidosas de la vecindad. No debe, sino en algunas ocasiones solemnes, poner sus labios con los dichosos del siglo en la copa de una hospitalidad suntuosa. El pobre es suspicaz y celoso; acusa fácilmente de adulación y de sensualidad al hombre que ve a menudo a la puerta del rico a la hora en que se eleva el humo de la chimenea y le indica una mesa mejor servida que la suya. Con más frecuencia y de vuelta de un paseo, o cuando la boda o el bautizo reúnen a los amigos del pobre, puede el Párroco sentarse a la mesa de labrador y comer con él su pan moreno. El resto de su vida debe pasarlo en el altar, en medio de los niños, a quienes enseña a balbucear el Catecismo, ese alfabeto de una sabiduría divina; lo restante del tiempo debe pasarlo en estudios serios, entre los libros.

»Por la tarde, cuando el sacristán ha tomado las llaves de la Iglesia, cuando ha sonado la oración en el campanario del lugar, puede verse al Párroco con su breviario en la mano, ya sea bajo los manzanos de su huerto, o en los senderos más elevados de la montaña, respirar el aire suave de los campos; mirar al cielo y el horizonte del valle, y descender a paso lento en la santa y deliciosa contemplación de la naturaleza y de su Autor. Esta es su vida, estos sus placeres: si sus cabellos blanquean, si sus pies se entorpecen, si sus manos tiemblan al elevar el cáliz y su voz no llena ya el santuario, aún resonará en el corazón de su rebaño. Muere: una losa sin nombre indica por lo común su sepultura, ¡he ahí un hombre olvidado para siempre! Pero este hombre ha ido a reposar a la eternidad»1.

Quien espere de mí un comentario mordaz y despectivo de este texto no me conoce; por el contrario, quien sí me conozca sabrá que no comparto en absoluto esa castración apolítica por encima del bien y del mal, ni otras perlas de este relato de mediados del siglo XIX bajo el pontificado de aquel Pío IX. ¡Y sin embargo, cuántas emociones sacuden mi vida ante este texto! Hoy, después de tantos curas y franquistas primero, luego psicólogos y profesores de sexualidad, quisiera yo ser este asturiano párroco rural y sedentario del viernes 3 de febrero de 1865, en la placidez idílica de una hermosa naturaleza, casi al margen de la historia: nada de política, calle poca, cuanta más piedad mejor, lectio divina, pastor de almas en el corazón de mi rebaño, del rebaño de Dios. Un Párroco de idilio, un tiempo para la eternidad.

¡Cuántos párrocos de ese estilo ha ido perdiendo el pueblo, cuántos espirituales como antes se decía, y cómo le han ido fallando a los parroquianos los párrocos cada vez más aburguesados, burócratas estériles, incoloros, inodoros, insípidos, ya sea en su versión trabucaire o en su versión guerracivilista! La mayoría de los jóvenes de hoy anda como rebaño sin pastor, nunca en su vida ha frecuentado el rincón de una capilla campesina o de alguna periferia militante, nunca han rezado, ya no suena para ellos ni siquiera la agiornata guitarra eléctrica de Ricardo Cantalapiedra y otros tales, que desterraron de las misas el gregoriano y la música sacra. Ese párroco que debería serlo así en la tierra como en el cielo ya no enseña a buscar pan eucarístico nuestro de cada día.

Por lo demás ¿hemos hecho mejor nuestro sacerdocio laico los catolicones en nuestras reuniones de parejas, mera prolongación del beaterio? ¿Hemos los matrimonios ‘piadosos’ abierto nuestras eclesiolas domésticas para los que ansían lo eterno, hemos salido a la calle para ofrecer nuestro pan? Andamos como muertos sin sepultura. Y es que no se puede servir a dos señores.

1 Boletín oficial eclesiástico del Obispado de Oviedo. Año I, núm. 4. 3 de febrero de 1865, pp. 60-62.