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Epitafio – Carlos Díaz

A algunos les ha sacado de este mundo la pandemia. Les llegó la hora del epitafio, término que se compone de ἐπι- (epi, ‘sobre’) y de τάφος (táphos, ‘tumba’). Ya está sobre la tumba escrito quien fuera de la tumba estaba. Se ha convertido en ciprés de sí mismo, y hay quien ha manifestado su convicción en que los cipreses creen en Dios. En todo caso, su altura parece el resultado de un estiramiento para tocar el cielo.

Otras personas, por el contrario, no esperan nada de todo cuanto hubo; la tumba les engulle, les devora, se convierte en su sarcófago (σαρκοφάγος, genitivo de σάρξ, sarx, carne), de φάγειν (phagein, comer), y del sufijo o, (agente, quien lleva a cabo la acción). Pese a su policromía, el sarcófago no pasa de ser un sepulcro blanqueado. Tanta es la voracidad del sarcófago antropófago, comedor de carne, que para evitar esa ingesta algunas culturas embalsaman el cadáver, y de esta forma el difunto deviene mientras tanto un intermedio entre la vida en la tierra y la vida en el probable más allá. Es un resurrexo en lista de espera.

Determinadas civilizaciones dejan que la voracidad de los córvidos se lleve entre sus torvos picos los girones de carne del difunto y lo disfruten en soledad, sin que ningún otro animal ose disputárselo; es, pese a todo, una forma de morir haciendo el bien, algo similiar a dejar una herencia a quien ni siquiera conoces, ni va a darte las gracias.

Tampoco faltan los resignados a morir individualmente a cambio de gozar de una serie de reencarnaciones sucesivas e interminables (metempsícosis), o estabilizadas en formato genérico: muere Vladimir Illich Ulianov, alias Lenin, pero pervive en una vida más importante que la suya particular, es decir, en el glorioso materialismo dialéctico: la carne desaparece pero el alma del marxismo sigue tan incorrupta como el brazo de santa Teresa.

La muerte, tan dramática, no deja de ser lírica, aunque el viviente no haya gozado precisamente de una vida épica, sino mortecina o premuerta. Incluso quienes reducen la muerte al doloroso morir (como dijera Martín Descalzo la diferencia está en que morir se acaba) quedan impregnados por el olor inevitable a cadaverina en formol.

Sea como fuere, si algún adulto no se ha preguntado a estas alturas por el non omnis moriar (“no moriré del todo”, que dijera el sin par Virgilio, creyendo habría de sobrevivir en su Eneida), es que no ha llegado todavía a la condición de adulto, o que ya está un poco muerto, o que la Eneida es lo único que hubiera deseado rescatar del olvido durante su vida, “volverán los oscuros ejercicios espirituales (puras golondrinas)”. La escatología da para mucho.

A tenor de mi carácter melancólico, personalmente, me encantan tanto los cementerios románticos, que a veces hasta me dan ganas de alquilar alguna lápida con un epitafio excelso, ya sin huellas ni rastro del anterior usufructuario, y después de un ratito salir de allí con los ejercicios espirituales bien hechos. No me explico cómo este procedimiento no se le ocurrió a alguno de los jesuitas expertos en tenebrosas calaveras. Si no lo hago es porque temo que alguien se siente un rato demasiado largo sobre el cajón, y luego a ver cómo salgo de la ratonera.

En cualquier caso, si hubiera una subasta de epitafios labrados sobre cenotafios (cajones ya vacios), yo pujaría hasta el límite de mi peculio por este cuya autoría, como no podía ser menos, pertenece al ciego José Luis Borges, ese eterno Tiresias de la mitología griega:

Ya somos el olvido que seremos.
El polvo elemental que nos ignora
y que fue el rojo Adán y que es ahora
todos los hombres, y que no veremos.

Ya somos en la tumba las dos fechas
del principio y el término. La caja,
la obscena corrupción y la mortaja,
los triunfos de la muerte, y las endechas. 

Primero, porque, mientras vivimos, todos somos el olvido que seremos más tarde o más temprano, por muchas estelas funerarias conmemorativas de su existencia. Segundo, porque el polvo no es más que polvo, por mucha proposopeya declamatoria y bucolismo pastoril que le echemos. Tercero porque sé que algunos comentadores de mi obra están deseando cerrar el paréntesis de mi vida, que comenzó en 1944 (1944-20…), aunque sólo sea porque, cuanto antes desaparezca, menos libros míos tendrán que leer obligatoriamente para hacer sus tesis doctorales. Finalmente porque me gusta eso de los triunfos de la muerte, y las endechas; aunque siempre lleguen a título póstumo, más vale tarde que nunca.

Para mi gusto, a tan memorable epìtafio borgiano le falta, todavía sin embargo, añadiría yo (lo negociaré con los sepultureros) una apostilla que diga: “Estas cenizas esperan el amor resucitador de Jesucristo”. Eso bajo una cruz verdadera, tal como ha sido mi vida en algunos de sus tramos más cruciales. Y luego a la tierra, en-terrado el humus del homo, polvo sí, mas polvo enamorado.

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