Artículos

Volver a la normalidad de la lotería – Carlos Díaz

Cada vez que veo esas colas enormes en las calles de Madrid para comprar la lotería en la expendiduría de Doña Manolita me entran ataques controlados de madrileñofobia, teniendo en cuenta que el juego de la lotería se me antoja el impuesto sobre los débiles mentales, cada uno de los cuales espera le toque un pellizco sustancioso del premio anhelado. Todos dicen que quieren “tapar un agujero” con la ganancia soñada, pero ¿qué agujero?, ¿qué es lo que tienen tan agujereado? Como si el agujero fuese la mancha de la mora, que con otro más grande se tapa, estas estrellas enanas con bocas gigantescas más grandes que los siete infiernos budistas piensan salir adelante después de haber dado marcha atrás, lo que les define como cangrejos no demasiado evolucionados.

De este modo, cuando estas gentes vuelvan a la normalidad, si les cae el veinte como dicen los mexicanos, seguirán reincidiendo en lo que para ellos es lo más normal del mundo: volver a endeudarse una vez dilapidada la ganancia premiada, para volver a situarse a la cola de la lotera que resuelve todas sus estrecheces saliendo de su carroza mágica de hada madrina, doña Manolita, esa admirable benefactora a la que vuelven con la lengua afuera como la puerca lavada vuelve a su vómito y según la ley del eterno retorno de lo idéntico. Seguramente la lógica de determinados consumidores de felicidad barata no da para mucho más. Lógica tan indefensa mata más que revive, conforme a la lógica del jugador compulsivo que nunca deja de serlo. Lógica ludopática arrastra a lógica ludopática, con el conocido resultado de que, cuando un ciego guía a otro ciego, ambos acaban en la zanja sin que jamás la zanja quede zanjada.

Pero en fin, cada cual jugamos nuestra propia lotería, y un escritor mediocre (y no digo ahora en quién estoy pensando) nunca se dará cuenta de que cuanto más juegue a la escritura tanto peor para la escritura, y que no debería proponerse corregir su mal libro con otro, sino sencillamente dejar de escribir, pero ¿quién le pone el cascabel a ese gato? El gato, blanco o negro, pequeño o grande, seguirá intentando cazar algún ratonil premio literario. Y además se creerá in pectore el gato con botas del Marqués de Carabás cuanto peor lo haga. Lenta, pero inexorablemente, la humanidad acaba siempre realizando el sueño de los peores jugadores, es decir, quemando su incienso al pie del altar de Doña Manolita, y luego volviendo a la normalidad para lo mismo repetir mañana.

El barón Rotschild, famosa familia de multimillonarios que siguen siéndolo, oyó cierto día en las calles de Frankfurt a un ciudadano malencarado que, señalándolo con el dedo, le espetaba no sin cierta grosera violencia: “Con el dinero que tiene ese hombre habría para dar de comer a toda Europa toda la vida”. “Ven acá, le dijo Rotschild. En Europa hay doscientos millones de habitantes, y yo poseo doscientos millones de florines; aquí tienes dos florines, uno para ti y otro para tu amigo; comed con ellos durante toda la vida”. Si trasladamos esta conocida anécdota a doña Manolita la lotera, la vuelta a la normalidad de algunos agraciados con premios multimillonarios significaría también la vuelta a la normalidad de todos aquellos que, no habiendo sido agraciados por la suerte del premio gordo, se verían obligados a regresar a su mísera condición.

Por otro lado, a tenor de la normalización de ciertas costumbres, llegará a no mucho tardar el día en que la nueva normalidad consista en colgar la cruz de Caballero de la Corona de Italia al cuello de un perro. La vuelta a la normalidad, al fin y al cabo, no es más que una cuestión de estadística, por lo cual nada tiene que ver con la idea del deber ser cuando el deber ser ya se ha vuelto una bagatela con denominación meramente formal.

Y ya no digo nada de volver a una normalidad creativa, porque eso ha devenido imposible. Volver a la normalidad, según me parece, se asemeja mucho a regresar al redil de la gregariedad. Y en ese trajín volverán a ser barnizados los caballos más viejos para vender sus caries dentales como si fueran muelas de oro, siempre para alborozo de los chalanes más aventajados.

Qué descansada vida la que huye de la creatividad, qué alegre sino la frecuentación de la cola de la lotería expedida por la mirífica y milagrosa doña Manolita. ¿Y además qué? Los disidentes anormales, a fin de no ser echados a la hoguera, siempre podrán ponerse cada día un ratito a esa cola, y de esta guisa nadie podrá reprocharles la deserción de dicha normalidad. También está en la mano del disidente anormal levantarla haciendo como que grita Heil Hitler, pero mascullar por dentro Me cago en tu padre, algo que como premio menor de lotería también resulta hasta cierto punto reconfortante.

Que te toque la pedrea, y no digamos ya el reintegro a la santa Normanilandia tampoco es moco de pavo. Norma Duval, norma social, norma de moral, y eso por norma: no está tan mal. En la Granja los animales son todos iguales, aunque unos más animales que otros, pero todo discurre dentro de la más exacta normalidad. Así que rojos al paredón: roja, ni Caperucita.

La gente normal es la que siente despertar en su corazón más consuelo con el capullo de una rosa que con todas las máximas morales de un buen confuciano. Un tonto encuentra siempre a otro más tonto que le admire (y donde se dice tonto léase “romántico”). La del manojo de rosas, et tout le reste est littérature, según Paul Verlaine.

¿Dónde podemos comprar normalidad en este mundo? En cualquier esquina, incluso en aa1uella donde va imantado el perro a depositar su firma. Hoy no se necesitan siete generaciones para hacer tras un elaborado proceso un gentlemen, basta con sólo una para hacer de él un hooligan. En lugar de hacerse cada cual su propia cabeza, basta con que vayas a la peluquería para salir de ella como un bucanero, luego de lo cual te compras por internet un garfio para rebanar el cuello al hincha del equipo de fútbol contrario. Normal, pues no otra está llegando a ser la nueva sensibilidad histórica.

Dicho lacónicamente, todo lo que no es anécdota es norma. Un millón de moscas comiendo mierda nunca se equivocan. Decenas de millones de moscas votando a Trump (o a su tramposo Antitrump) nunca se equivocan, porque son el mismo personaje: don Abundio. Basta con castigar a cualquier disidente porque todas las disidencias quedan automáticamente castigadas cuando se castiga a don Normalito.

Share on Myspace