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COVID19: Tercera guerra mundial - Carlos Díaz

Nadie hubiera dicho que podía llegar la tercera guerra mundial, tan silenciosa como un autista. Comparativamente con las dos anteriores, la presente matará a menos gente, pero las trincheras están más vigilantes y vigiladas que nunca. Hasta las fronteras se han vuelto trincheras, porque el virus es transfronterizo y transtrincherizo. Que se mueran lejos. Como si la muerte misma no fuera el máximo exilio, el lugar de la máxima lejanía, con o sin la coronación vírica de espinas primero y de espumas después.

Cada cual en su búnker. Faltan armas defensivas y ofensivas en este conflicto terapéutico mundial, se hace lo que se puede, sobre todo hay que agazaparse y exponer lo menos posible el cuerpo, pues las ráfagas asesinas del enemigo no dejan de buscar tu bulto. Lo peor es su invisibilidad. En las guerras de antes, las de toda la vida -pues la vida es milicia contra milicia- al menos veíamos desplazarse a las huestes contrarias, siquiera fuese entre botes de humo. Se les podía localizar, ametrallar. Aunque me cuesta, puedo imaginarme con mi sable de alférez de complemento arengando a mis brigadas, sargentos, cabos, cabos primeros y soldados obedeciendo a mi olfato bélico, no muy de fiar pues (esto es real) en cierta ocasión llevé a mi tropa al campo de tiro contrario, con el subsiguiente castigo. Pero ahora no sabes ni a dónde apuntar, y muchos se reducen a tabletear sobre su teléfono móvil, inmóviles ellos, sólo con el leve cosquilleo de sus pulgares. Como en la tragedia de Shakespeare, “por el cosquilleo de mis pulgares, algo maligno viene hacia ”.

De vez en cuando una rápida salida al campo de batalla con la sola protección de una mascarilla de papel para comprar alimentos y dar a los perros lo que es de los perros. Cada cual en su búnker. Pero la seguridad es dudosa, puesto que el enemigo no da la cara y no se la podemos partir, ni siquiera insultarlo.

Esta vez van a morir los más castigados por la vida, los viejos, los que supuestamente más han pecado porque más han vivido. Los jóvenes seguirán haciendo oposiciones a viejos como si nada fuera con ellos. Para muchos, una profilaxis sanitaria. Cuantos más viejos al hoyo, tantos más empleos para los supervivientes. Menos gasto para la seguridad social, que ya no puede con tanto leño reseco. Al final la naturaleza es sabia, y la crisis catarsis.

En cualquier caso, hasta el enterrador palidece, el contagio inmisericorde penetra las defensas, los guantes, las escafandras, y perfora los pulmones. No me imagino a los sepultureros jugando con las calaveras. El muerto, campo de minas. Una mala versión más del “dejad que los muertos entierren a sus muertos”.

¿Y después qué? No hagamos preguntas engorrosas, la vida se nos vino encima y la muerte nos abandonó. Así pues, comamos y bebamos, que mañana moriremos. ¿Y después qué? Nada por acá, nada por allá, siempre la nada.

¿Valdrá al menos esta tragedia para algo a alguien que no se contente con no ser sino nada?

Carlos Díaz, 23 de marzo de 2020