Los buenistas: pesimistas con esperanza inactiva - Carlos Díaz

Tengo fama de hipercrítico, bien ganada, por cierto. Cuando muestro mi disconformidad crítica contra algún intelectual, político o predicador cuyas ideas me parecen dolosas, reacciono con rabia y con dolor, casi como un perro al que hubieran pisado el rabo. Sin embargo, contra la opinión de quienes me acusan de acusador hiperbólico, tengo que afirmar una vez más que no es por motivos personales, aunque disto mucho de ser tan bueno como para creerme por encima del bien y del mal, ni para negar que a veces escribo derecho con renglones torcidos. Pero con las personas a las que denuncio siempre estoy dispuesto a la reconciliación y al perdón personal, gracias a Dios.

Si yo creyera que todo está bien, que las cosas no van tan mal, que el ser humano no pierde su condición de tal con el paso del tiempo y que la naturaleza no está severamente dañada, que pobres y ricos no se encuentran tan contrapuestos, créanme que lo defendería con uñas y dientes. Pero lo que no puedo asumir es ese gran dolor que los buenistas me producen, porque además de equivocarse estoy seguro de que mienten: no es creíble que haya tanto imbécil que no se dé cuenta de la marcha de nuestro planeta ni de nuestro mundo personal a la deriva. Con el curso del tiempo se ha ido acentuando mi displacencia al respecto en la medida en que demasiada gente indiferente ante las grandes cuestiones me escandaliza por culpa de su comportamiento impropio de la menor dignidad humana.

Lo cierto es que no se lucha contra el mal, mientras rebosan los mataderos de corderos, borregos y carneros degollados que todo lo toleran y de este modo lo refuerzan. Hay demasiados muertecitos que cada vez más se ponen de perfil para sobrevivir. Muchos arrodillados asidos únicamente a su instinto de conservación, y muchos premuertos antes de que les maten, viven para huir del morir. Y son precisamente estos hipócritas cómplices los que con su inacción más hacen por el mal.

Lo peor es que esas turbamultas de desaparecidos para el combate proclaman sin embargo tener todavía esperanza porque dicen que creen en la bondad de la humanidad, pero son eucatastróficos en plena discatástrofe sin aducir argumentos. Creen, tienen fe, tienen esperanza, o así lo dicen, pero no actúan, no alzan la voz, se hacen los locos, no tienen caridad projimal, abrumados como lo están por el pánico. La vida es para ellos el arte de aferrarse a un clavo ardiendo. Son pesimistas con esperanza inactiva, faquires de la nada. Son pesimistas por su rapidez para decir y por su taruga lentitud para hacer, como si una justicia tardía no fuera una injusticia. Por eso son como son. No digo de ninguna manera que no haya gente admirable, auténticos maestros de humanidad, pero esos son los que sienten más desgarro ante la situación, los que menos se dejan anestesiar y caminan en carne viva. Viva, sí, viva.

Lo que alimenta mi espíritu crítico y militante frente a la dormición generalizada es precisamente eso: que no me resigno, que mi esperanza es activa, un poco como la esperanza reactiva de los desesperados, conforme al título de una de las obras de Mounier, con ese optimismo trágico de otros muchos luchadores. Y cada vez que los releo más me afinco en ello y más les entrego mi corazón con la misma actitud que cuando de niño rezaba aquella oracioncita tan hermosa: «Jesusito de mi vida, eres niño como yo, por eso te quiero tanto y te doy mi corazón, tómalo, tuyo es, mío no». Cuando esto se reza de pequeño y se reza y se procura hacer de grande con convicción tenemos a un creyente profético. ¿Profe qué, profe, qué lección toca para mañana?

Todo esto por un lado. Por el otro, lo que siento es un inmenso dolor por la facilidad que tiene el ser humano en general para dejarse engañar y engatusar, lanzando además y por si poco fuere la piedra contra el ‘activista’, agitador-adulterador del orden establecido.

Y, dentro de esto, me duele sobre todo la ceguera social y la falta de formación con que se aceptan y aplauden las teorías de aquellos que tienen saliva venenosa y no cesan de hablar y de aparecer ante los medios, pero falta de glóbulos rojos en su sangre. Ellos escriben panfletos contra el todo y hablan de las tareas del héroe, pero a la hora de la verdad su fondo de armario huele a naftalina burguesa y pequeñocéntrica. Estos ‘megafilósofos’ tienen poco fondo y además doble fondo. Pero, como sus seguidores también carecen de fondo, quienes denuncian su incoherencia cómplice con lo establecido perverso son denostados. La realidad es que a estos bueyes, mientras más viejos más pellejos, su lozana ufanía les viene de que a veces dicen estar a la izquierda del partido socialista, una hazaña al parecer insuperable. Mentirosos. Por ellos los charlatanes triunfan y el pueblo compra sus crecepelos.

Pues no, amigas y amigos, no es correcta la ecuación ‘a menor acción profética más esperanza’, todo lo contrario. Nos conocemos por nuestros hechos, y la esperanza, como he manifestado más de una vez, casi hasta rompérseme la mandíbula, se manifiesta en dos cosas: la primera, en la capacidad de solidaridad real y actual con el , en la lucha ahora mismo contra el ello; la segunda, en el tiempo y en el dinero que gastamos gratuitamente en ello. Algo tan costoso resulta insuperable para un corazón de piedra, el cual se caracteriza porque tiene sus propias convicciones definidas antes de la acción acerca de lo que considera correcto o bueno para su ego y el de su amada familia, lo cual no le permite incluir los temas dignos de interés para quienes quedan fuera de ese círculo. Por eso cada vez que tiene una nueva experiencia reitera el mismo error, que es la ausencia de una comunicación multidireccional aquí y ahora.

Lo propio de las sociedades insanas es que interrumpen y excluyen la comunicación solidaria con todos sus miembros, y a consecuencia de ello alteran su comunicación con los demás. En las sociedades neuróticas quedan bloqueadas algunas partes de sí mismas –inconscientes reprimidas, o negadas a la conciencia social– de manera tal que ellas ya no se comunican entre sí, porque quienes entran en ese infierno han perdido toda esperanza, como Dante en el infierno. Si tienen esperanza, es una esperanza límbica, la de alcanzar el nirvanático limbo. Y, si me dieran a elegir entre un buenista con su peculiar ‘esperanza’ y un desesperado activo, elegiría a éste, por su bien: porque a quien presume de lo que no tiene le irá mal, pero a quien no tiene y lucha por tenerlo puede comenzar a abrírsele un claro en el bosque: Señor, creo, ayuda mi incredulidad con esperanza, fe y acción.