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Belleza que fascina y transforma – Francisco Cano

Jesucristo, Rey del Universo 2022 C. Lc 23,35-43

Jesucristo fuente de belleza que fascina y transforma

Una constatación ante la lectura de este evangelio que sigue haciéndose presente a lo largo de estos veintiún siglos: ante Jesucristo nadie queda indiferente. Unos comienzan pidiendo que muestre que es Dios, otros se burlan con ironía, muchos siguen pidiendo pruebas (danos muestras de que eres Dios, ante la muerte injusta, ante las guerras y la muerte de inocentes), no faltan quienes lo insultan, y no muchos lo aceptan. No es que nos extrañe, pues estamos ante un hecho incomprensible: en la cruz se nos muestra el salvador condenado, el redentor fracasado, el Mesías humillado. Y ahí está su belleza: “Cuando yo fuere levantado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí”.

Pero esta belleza es una belleza seductora que, puede, y de hecho, ha sido y es hoy utilizada por el mal; porque Dios se viste de belleza, pero no es esa que es manipulada, utilizada, reducida por y para muchos en un esteticismo: muchas cruces de oro y piedras preciosas, cruz que se utiliza para esclavizar con modas fascinantes de la sociedad de consumo y manifestar el poder en tantas coronas reales que están cargadas de belleza por su oro y piedras preciosas. Pero esa no es la belleza de la cruz, porque está disociada de la belleza, de la verdad, de la bondad. La belleza de la cruz se reconoce por su luminosidad en la vida, en su energía inspiradora, en la mirada limpia, en el agradecimiento del corazón compasivo y comprensivo, en la benevolencia y en la solidaridad.

La cruz se muestra ambigua hasta el extremo, y es necesaria una luz para saber leer en las contradicciones el misterio profundo de la paradoja que lleva a conocer los caminos de Dios. La cruz habla de otro tipo de triunfo, de otra forma de victoria. La cruz habla de la reconciliación que pasa por el perdón y la entrega generosa hasta el final, y de saber perdonar, para mostrar de esta forma las entrañas mismas de Dios. No es extraño que Dostoyevski diga que la belleza es una cosa terrible, por ella pelean Dios y Satanás. Y ahí estamos…

Es duro aceptar que pocos hayan sabido entender su entrega y captado su amor a los últimos, pocos ven en su rostro la mirada compasiva de Dios, a ti, a mí y a todo ser humano. Sigue en pie: “si eres Dios, sálvate a ti mismo”. ¿Cómo va a salvar al pueblo de la liberación de Roma si no puede escapar de cuatro soldados que vigilan su agonía? Dios no puede estar de su parte, porque no interviene para salvarlo. Leamos desde lo profundo: el enviado de Dios no busca su propia salvación escapando de la cruz que le une para siempre a todos los crucificados. No podemos creer en un Dios que nos deja para siempre hundidos en nuestro pecado y en nuestra impotencia ante la muerte. Pues bien, hay quien se burla de él y hay quien lo invoca. El Reino tiene sus exigencias: conversión y fe, necesitamos cambiar el corazón para aceptar el Reino: no estamos bajo un rey dominador terreno, sino ante el Reino de la Paz, de la libertad, de la justicia. La belleza, como el dolor, hace sufrir, puede herir y ser herida. Esto es lo que manifiesta la belleza de la cruz, porque descubrimos limitación, pobreza, indigencia y vulnerabilidad, pero también fortaleza y capacidad de elevarnos a lo más alto y superior. La belleza, cuando hiere, hace pensar en nuestro destino, y esta belleza nos humilla, nos arranca de la seguridad sobre la que pretendemos apoyarnos para sentirnos más seguros. La belleza de la cruz nos hace ser mendigos, mendigos de algo inenarrable (Aquilino Bocos).

¿Qué hemos hecho con la belleza de la naturaleza, de la vida humana, para maltratarla en las cruces de tantos crucificados por el mal? Ahí la belleza queda herida. Si la belleza de la cruz no produce asombro, el que queda herido es el hombre, que se ciega y entorpece. Se producen las heridas de la belleza cuando se utiliza, se hace negocio con ella, se desdibuja la imagen de Dios en los marginados y explotados, en la dignidad de las mujeres, de los ancianos y de los pobres, y lo más horrible de todo es la indiferencia.

Mi reino no es de este mundo, porque su realeza se muestra de modo admirable en la cruz. Ahí está Dios oculto. Comenzará a reinar en un pesebre de un establo y reinará definitivamente en una cruz romana, en la cruz de los esclavos, porque la realeza de Cristo se expresa en el servicio, en la entrega a todos los hombres. No podemos olvidar que, desde la Cruz, Jesús se nos presenta como testigo fiel del amor de Dios, y también de una existencia identificada con los últimos. La lectura real es que ha muerto por nosotros, por defendernos hasta el final, por atreverse a hablar de Dios como defensor de los últimos. Ahí en la cruz están todas las víctimas olvidadas a través de los siglos, los que han sufrido y los que sufrirán. Por esto no podemos besar al crucificado y olvidarnos, ser indiferentes a todo sufrimiento que no sea el nuestro. No se puede mirar al crucificado sin imitarle, sin vivir identificados con quienes sufren injustamente. Cargamos con la cruz que nace del servicio, del amor y la entrega. No es tanto besar la cruz como cargar con ella, porque ya sabemos por experiencia que tenemos que compartir su destino. No se puede vivir un cristianismo sin cruz. “Si alguno viene detrás de mí… que cargue con su cruz y me siga”. Lo sabemos: acercarnos en el servicio a los crucificados nos ha traído conflictos, rechazo y sufrimiento. Por suerte la cruz nos intranquiliza, nos carga, nos tensiona, es aguijón.

En tus manos, Señor, encomiendo mi vida, ahí la dejo, quiero dejarme amar por Dios hasta la vida eterna. Esto es lo que hizo el malhechor en el momento de morir… y escuchar: “Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso”. Mientras vivamos con intensidad el regalo de cada día, perderemos la vida, pero no la esperanza. No importan los errores, mis pecados, sólo cuenta la fuerza salvadora de Dios.

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