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Sin ánimo de ofender – Carlos Díaz

Cada vez hay más hijos que manifiesta abiertamente, incluso a sus propios progenitores, que a ellos no les quieren lo más mínimo, pero que están deseando recibir su herencia. De hecho, la cantidad de padres defraudados por esos hijos a los cuales ya está comenzando a desheredar va en aumento en cantidades muy considerables. Han criado cuervos que les han sacado los ojos, y con las cuencas vacías entonan hoy desoladoras canciones de ciego.

Nunca está asegurada una perfecta educación, porque el hijo es también una persona distinta a la del padre y la madre, y las razones de éstos no siempre sirven para la prole. Corren de boca en boca las historias de magnicidios, pero son peores las historias de minicidios en las cuales los hijos dan mala vida a los padres porque aman más al dinero que a ellos.

No es mi intención enfrentar a padres contra hijos, claro está, ni a la inversa, pero hay muy malas educaciones sentimentales, y me complazco en reproducir un texto de un singularísimo extremeño hoy desconocido: “Si al hombre se le impide trabajar para sus hijos ¿no se le privará del estímulo del trabajo convirtiéndole en un haragán que no haría nada, o lo menos que pudiese? El hombre se mata hoy trabajando por sus hijos, por darles de comer, por juntarles una fortuna. Tan verdad es eso, y con tal ceguedad y tesón quiere el hombre conseguirlo, que es frecuente ver padres honradísimos emprendiendo negocios de moralidad equívoca con la obsesión del testamento. Considerando este hecho tristísimo, se me ocurre la alegría inmensa de esos padres cuyos hijos sólo con nacer serían partícipes de los bienes de la tierra en igual grado que los hijos de los otros. Tenemos por lo pronto un beneficio innegable en la destrucción de la herencia: la redención de esos míseros esclavos que se llaman padres de familia. Vale tanto como concederles la libertad, la facultad de vivir para sí mismo a que tiene derecho el hombre”1.

Tal vez venga a cuento añadir con nuestro autor que la mala educación sobre los valores de la persona -reducida a los valores del dinero y de sus usos- entraña otra mala respecto de la elección de los estudios y la dedicación profesional de los hijos. No sé si esto que escribe les parecerá a ustedes tan bien como a mí: “Si son escogidas a voluntad de cada uno, ¿no habrá profesiones que no quiera nadie, como son todas las molestas y las inmundas? ¿Quién, pudiendo ser catedrático, preferiría los bajos oficios de barrer las calles o limpiar las letrinas? Si el lector ha pensado así, permítaseme decirle que le ofusca el hábito de lo presente. Hoy es violento que un pocero de alcantarilla pueda obtener mañana la dignidad del hombre. Pero imposible ¿por qué?, ¿quizás no es un hombre el pocero de hoy? ¿No es más útil, con su olor a estiércoles, que el perfumado haragán de las tertulias? Creo que no puede darse un modo más gentil y lógico de unificar la profesión más baja de todas con una de las más brillantes. Enseguida se vería a un limpiador de comunes bañarse, perfumarse y quedarse convertido en un elegante sportman.

Entre mi limpiabotas y yo media hoy gran distancia intelectual y de aptitud; pero llévese a un hijo mío y a otro del limpiabotas al mismo colegio desde los dos hasta los veinte años, ¡y quién sabe de parte de cuál de ambos quedará la desventaja, si quedaba en alguno! Lo probable es que no hubiese más genios ni talentos asombrosos, porque lo fuesen todos. Se cree ahora que una estatua representa un honor a un hombre de talento, y no es verdad; representa la estupidez de todos los tontos que la admiran”.

Y añado algo que con toda certeza desagradará a algunas mujeres, no siendo en absoluto mi intención, sino la contraria, la de la lucha contra la frivolidad consumista, del sexo que fuere: “Según los tiranos caprichos de la Moda, unas veces rige el amplio miriñaque combinado con el tormento del zapatito pequeño y otras la delgadez modernista con el potro del corsé y el reinado anemizante del vinagre; y en las orejas siguen nuestras mujeres clavándose los brillantes y rubíes, como las salvajes oceánicas, y en las muñecas siguen luciendo argollas de oro, como las esclavas egipcias, y en los escotes siguen brindando los senos condimentados con perlas, como las cortesanas de Roma. Cada moda que llega es recibida con hostilidad, pero impone otra violencia nueva y contraria: se acoge con burla al primer polisón resucitado, al primer gabán de vuelo, y dos años después lo ha aceptado todo el mundo con una tan general abdicación del sentido estético y de la voluntad, que los trajes ceñidos pasan a ser tan cursis e imposibles como las chupas de la Edad Media. Ahora bien, el lujo, sin la moda perdería su razón de ser, que se cifra en la ostentación de la variedad; la millonaria elegante que de pronto sustituye el raso por el terciopelo y el brillante por la esmeralda, lo hace porque ha visto que todas las burguesas llevan ya rasos y brillantes parecidos, más o menos ricos, más o menos falsos, pero de apariencia idéntica y de igual efecto “embellecedor”; dual y el interés colectivo defendida por entonces varía sus ropas y sus joyas; vuelve a ser imitada y vuelve a variarlas; en su afán de singularidad, pasa a la extravagancia (claveles verdes, escarabajos vivos y tortuguillas exóticas, perros espantosos). Una titiritera o una cómica cubiertas de talcos y brillantinas y cristales puede estar tan bella, si lo es, como una reina, que lo sea; una friolenta notaria puede estar tan abrigada en un blanco boa de pieles de conejo, como una rusa emperatriz en martas cibelinas; el lujo pasará a la categoría de histórica salvajada con sus terciopelos, con sus brillantes, con sus ridiculeces, con sus crueldades. Si hoy muchas mujeres son gatas de salón, princesas tristes y cloróticas, muchachas histéricas y modernistas de interesante belleza enferma, mañana serían guerreras, serían Walkirias, tipos de belleza sana y fuerte creados por la actividad. Pocas aventajan en belleza de cuerpo y de cara a las artistas de circo. Esto con respecto a nuestras bellas, que no pasan de ser nuestras señoritas y nuestras artesanas, porque con respecto a las más numerosas, nuestras campesinas, no son más que muecas de la belleza ajada en flor por el hambre, por la suciedad y por la fatiga: son viejas, las infelices, a los veinte años, sin haber sido jóvenes jamás

Y, dicho esto, una mujer será libre cuando no necesite al hombre para mantenerse. Únicamente cuando sea libre de ese modo será cuando pueda amar y ser amada por el amor mismo”.

1 Felipe Trigo: Socialismo individualista. (Mérida, 1904, reedición de 1920). True World of Books Dehli, 2021.

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