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Persona, entre la vida y existencia – Mariano Álvarez Valenzuela

La Vida es a la Existencia como el Ser al Estar, como el fondo a la forma, como el continente al contenido. La vida es el a priori de la existencia. La vida es patrimonio del Creador de la Vida, la existencia es patrimonio del hombre. De la vida responde su Creador, de la existencia su sufridor, el hombre.

Quien ante el dolor y el sufrimiento opta por quitarse la vida, intenta fallidamente usurpar un poder del que carece estructuralmente por su propia naturaleza, hierra en lo que pretende conseguir y solo consigue retirarse de su forma de estar existiendo, pero no de su vida y además carece de experiencia, razones y evidencias que avalen lo que pretende.

De la existencia, la Persona tiene experiencia propia, de la vida no, ni experiencia ni razones. La vida es pregunta, la existencia es respuesta. Entre la vida y la existencia hay una relación dialógica, práxica y trágica, resultado de una tensión entre el estar y el ser, que es un dinamismo fronterizo entre la temporalidad en la que “está” y la trascendencia en la que “es” o debe ser.

La Persona en su querer “ser”, en tanto no “es”, es un “estar”, un existir en estado crítico. El estado de crisis es su espacio, espacio Persona, espacio dialógico en el que la vida y la existencia se debaten en una vibración incesante, en un movimiento continuo entre la inquietud y la angustia, entre la derrota y el triunfo, entre la fe y el escándalo.

El hombre, no es una existencia maciza interiormente compacta e inmune a esta dialéctica existencial como lo suelen presentar tanto las psicologías materialistas como el idealismo individualista, que de alguna forma acaban contemplándolo como un objeto entre otros. No hay ley que faculte su estabilidad física, ni emocional, ni psíquica, ni espiritual, de ahí sus temores existenciales y su vida inconsciente, subterfugio ineludible de sus deseos y frustraciones y que a la más mínima ocasión se le manifiestan sin que él sea consciente.

El hombre para llegar a “ser” precisa estar siempre superando lo ya conseguido, lo ya adquirido, sus hábitos, sus costumbres, sus deseos, sus ideas, sus creencias, pues su vida, su ser, siempre gravita sobre su porvenir que es su forma de estar en el tiempo, su forma de estar en la realidad mundana. En definitiva, la persona en su tránsito del existir (el estar), al ser (la vida), es siempre un ideal, un deseo, una necesidad de “ser más”, pero ese deseo es inalcanzable por sus propios recursos, pues entre el ser y el estar, entre la vida y la existencia hay un abismo insondable que le incapacita y le frustra, y más cuando en este tránsito surge la posibilidad de confundir el “ser más” con el “tener más”, con lo que entonces esta existencia queda atrapada en una contingencia cerrada, sin apertura al ser en tanto no rectifique.

La vida es don y la existencia es contingencia, pero contingencia abierta a la trascendencia (que nada tiene que ver con el azar), abierta en forma de esperanza dinámicamente fundamentada y alimentada en un acto libre de su voluntad, de su libre albedrío, un acto de fe, fe que precisará de toda su razón pero que siempre irá por delante de ella. La fe será la luz que ilumine su razón para dejarla ante el atrio de la trascendencia y que la persona entera, con su voluntad, su sentimiento y su razón, trascienda del estar al ser, a la vida.

En este ámbito metafísico entre la vida y la existencia es donde la fe y la razón entablan una relación dialógica y que el hombre expresará práxicamente con sus actos de voluntad, pues ella es siempre quien tiene la última palabra, pero con dos discursos: El logos filosófico y el logos teológico, con similitudes y diferencias, pero animados por una misma finalidad, pues si la persona es esa realidad que “estando” en el tiempo, contingencia pura y dura, “es” en la transcendencia libre de toda contingencia, precisa de una verdadera integración entre ambos para llegar a ser quien debe ser. En caso contrario no es que no llegue a “ser”, sino todo lo contrario, llegará a “ser” lo que no debe ser, que es la frustración radical del ser siendo lo que no debe ser.

Este dinamismo trascendente del existir al ser, es un movimiento de plenificación, de maduración hacia la plenitud del ser que incoadamente late en el origen de su existencia y que no hay que confundir con las absurdas corrientes transhumanistas o transpersonalistas o trans… de todo género tan en boga actualmente.

Ambos logos parten de dos estados distintos, uno desde la Absoluta Libertad Creadora, la Gracia, y el otro desde su libre albedrío sujeto a la contingencia de la existencia, libertad relativizada y condicionada a su voluntad existencial. El primero por vía descendente y el segundo por vía ascendente. No es que uno haga una cosa y el otro otra para encontrarse en un punto, pues desde el origen ya han de integrarse para recorrer un mismo camino con un mismo fin, con un mismo sentido. Los dos lo hacen todo. Todo se hace con el libre albedrío, y todo se hace con la Gracia.

Cuando decimos “yo”, nos referimos al yo existente, al yo contingente que responde desde la distancia infinita al Tu que trasciende a toda contingencia en el acto Creador, en el acto que sale de sí como una exhalación, exhalación que es don y demanda, pues a la vez que da la vida da la palabra para que el “yo” responda del don recibido, respuesta que lo afirmará o lo rechazará en cada acto de su existencia y acabará sellándolo definitivamente en esa contingencia existencial por excelencia que acontece al final de toda existencia, la muerte. Con la muerte la persona rompe radicalmente la barrera de su contingencia, de su existir, la temporalidad del estar, para encontrarse cara a cara con el don que ya le impulsaba a trascenderse desde el principio de su existencia y del que carecía de experiencia plena para poder pasar a experimentar la vida como don y no como conquista autónoma, pero como ya se ha dicho: Respondiendo de sus actos existenciales, de los que es absoluta y radicalmente responsable.

 

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