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Sobre el principio de incertidumbre – Carlos Díaz

México es el decimotercer país con mayor superficie del mundo, el décimo más poblado, y el cuarto más castigado por la pandemia. Desde luego, aunque el señor Slimm no haya podido evitar el contagio, no están muriendo en la misma proporción en las zonas ricas del país que en las pobres, otrosí digo para en el mundo entero. Mueren proporcionalmente muchos más en las zonas pobres de México donde hay mayor analfabetismo y menos medidas de protección. Pasará la pandemia, pero todo volverá a la misma disimetría, los AMLOVERS aplaudiendo a su Presidente, los enemigos abucheándolo, y el zoon politikón hozando en su zoológico político. El diario Reforma califica hoy mismo a México como “el peor lugar para estar durante la pandemia”.

No pocos mexicanos reaccionan contra eso porque las penas con mariachis son menos. Qué lindo su ¡qué bonito podría ser el mundo!, pero ¿por qué no lo hacemos más bonito, pasando del modo condicional potestativo al modo real efectivo?, ¿o es que la realidad está hecha para ser cantada mas no para ser corregida?, ¿no hay a veces que dejar de ser cigarra y devenir hormiga? Un país está enfermo cuando el canto de sus cigarras políticas opaca el sonido de sus fábricas, campos y talleres. Cuando no es la cigarra es el santero el que vende devocionarios y estampas milagrosas a las puertas de las iglesias o en la calle, el que recurre a ritos de sanación para evitar afrontar la realidad ignorando el “a Dios rogando y con el mazo dando”.

Pero en la vida rige el principio incertidumbre. Nuestra biografía es incierta y a veces muy dura. Además la incertidumbre conlleva angustia, es angosta, atenaza y deja sin salida, paraliza, neurotiza y deprime. Cuando uno se siente continuamente sin salida, entonces ya no hay sentido para él y vive incapsulado a la defensiva. Incertidumbre, angustia y miedo propician además el pánico. La angustia existencial nace de una profunda desconfianza frente al mundo y frente a las personas, y no sería demasiado estúpido recordar a este tenor que quien es tuerto para el entorno es ciego para sí mismo. Cualquier terapia narcisista lleva al apanicado a abrazarse a su pánico para salir de él.

Pero no hay que confundir la oscuridad que late en la incertidumbre con la opacidad sin relieve con resultado de pesimismo existencial. La incertidumbre pide una logoterapia capaz de reconocer al mismo tiempo la precaución y el riesgo, la tranquilidad mental y la lucha por la vida. Sístole y diástole las hay en todo corazón, y tanto su hiperdilatación megalocardiaca como su retracción infartada dan con el vivo en el tanatorio.

La vida no nos adeuda placer tan sólo, sino que nos ofrece sentido y militancia frente al mismo, por humilde y lenta y necesitada de esperanza que ella, la militancia, fuere. Tampoco nos adeuda felicidad. Culpabilizar a los antepasados, a la sociedad, etc, por nuestra desazón es peligroso para la salud mental y degenera en antropofobia. El paso de la impotencia a la potencia (y a la inversa) se da de algún modo en cualquiera ámbito de la vida y alguna vez. No siempre puedo lo que quiero, libertad y necesidad son inseparables para quien no se aferre al determinismo ni al fatalismo. Estas cosas se dicen siempre a quien, sin embargo, menos quiere o puede oírlas, de ahí el fracaso terapéutico cuando falta el pedagogo atento a los altibajos de quien sufre. Si la cosa fuera tan fácil como algunos charlatanes predican a los pobres pacientes incautos, estaríamos hablando de los sacamuelas y barbitonsores.

Pero el hecho de que cada quien tenga que labrarse su propio rostro, hacerse su propia cabeza, y activar su corazón exige contar con las demás personas. Con ellas, y no sin ellas, yo soy el que puedo llegar a ser con los demás: no hay biografía sin nostrografía. En buena medida uno es el entre de los hilos relacionales en que se mueve. Me gusta decir que cada persona es transitiva, pues va más allá de lo que va cuando va con otros, trans-itivamente: yo soy el que puede llegar a ser contigo y con vosotros. No es bueno que los “otros” sean pocos, aunque más valga ir solo que mal acompañado. Una vida rica en relaciones interpersonales positivas es un tesoro verdadero. No seré yo quien diga que se trata de una tarea fácil, pero ineludiblemente dura la vida entera. Si de un golpe barres toda esa tela de araña relacional corres el riesgo de quedar demasiado desencarnadamente expuesto con una pared frente a ti. Lo cual impide que cada persona tenga también consigo misma una relación arácnida, dada la pluralidad de sus personalidades y de sus vivencias afectivas. Nada de esto valdría si no valiese para la vida, valga el pleonasmo.

Aunque no quisiera extenderme demasiado, debo añadir que constituye una patología demasiado inadvertida ignorar la relación que existe entre mi yo y mis circunstantes lejanos. El mundo es una montaña de mierda y hay que agarrarla con las manos sin ensuciarse el corazón. Hay mucha gente que sufre demasiado y que, afortunadamente, no clama por alguna bomba atómica que les sepulte. Sin embargo, esto del prójimo suele ser un ángulo ciego en nuestra vida cognitiva y afectiva. A no pocos padres les cuesta sobreponerse a la culpabilidad de haber pasado poco tiempo con sus hijos, pero a muy pocos les preocupa no haber movido un dedo por los hijos de los demás. El mundo social es un espacio desierto explorado por muy pocos astronautas. Nos gustaría un mundo habitable, amable, pero… ningún proceso psicológico saludable se da cuando el entorno está amenazado, amenazado incluso por un pánico cósmico, forma patológica insana de pavor, pero creciente en nuestros días. Por paradoja, una vida cotidiana obsesivamente autocéntrica desemboca en el miedo a la soledad de los intersticios espaciales infinitos.

En fin, la incertidumbre es como el eclipse: se vive con él con la esperanza de que volverá a salir el sol. Quien tiene un porqué para vivir debe ser capaz de soportar cualquier eclipse. Yo sé que no, dice el eclipse, pórtico para cualquier fatalismo poblado de sapos y culebras. Yo sé que sí, dice la esperanza. Decir no al eclipse y hacer un huequito a la luz emergente es de gente razonable. Al eclipse absoluto del sentido no se debe responder con un absurdo relativo incapaz de amarse amando. Creo que ahí radica un poco el cambio de experiencia de vida.

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