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Cagatintas – Carlos Díaz

Cagatintas es un epíteto que se reservaba para un funcionario, y más específicamente para el funcionario que dirigía un periódico, de ahí que en esa función pueda estar ligado al chantajista y ser más despreciable aún que este último. Por analogía, cagatinteaba todo aquel oficinista mediocre que con su manguito y su visera ocupaba el cuarto trasero de los periódicos. También le caía encima el remotete de chupatintas, dando así remate a la cochinada, ya que primero tenía que cagar la tinta y luego chuparla. Viene siendo a partir de entonces una cuestión muy disputada qué sea lo primero, si cagar la tinta o si chupar la tinta, pero suele reconocerse que ambas fases tienen algo que ver con los cefalópodos, especialmente con los calamares que se ocultan tras su propia tinta.

A mí no me ha tocado dirigir ningún diario de mucho peso ni siquiera de peso mosca, y menos aún de corte sensacionalista, así que no me considero un cagatintas; tan sólo he llegado a dirigir alguna colección de libros de pensamiento, alguna revista científica o de opinión intelectual, y algunas hojillas volanderas, aunque incluso en espacios tan modestos se pueda prevaricar, publicitar indebidamente, calumniar, ningunear, etc. Además, para tener la seguridad de que se publica una noticia inédita basta con inventarla. Lo cual me lleva a la convicción, una vez más, de que allí donde haya un ser humano puede llegar a haber un cagatintas, por no hacer caso a la célebre máxima sigmundfreudiana del “donde había Ello debe llegar a haber yo”. Cuando me detengo en el Ello sin llegar al yo, soy un cagatintas, y cuando me detengo en el yo sin contar con el Ello, más de lo mismo.

Y, hablando del yo, más que un cagatintas me considero un cagaprisas, buscando aplauso antes de concluir la frase. También esto me ocurre por no ser suficientemente flemático, pues un flemático es un humano que se ha acostumbrado a vivir y por ello alcanzado la cima del adocenamiento. El adocenado domina los ismos mochos, y que producen fatalmente la muerte del propio espíritu y el de los lectores: el pesimismo. Yo he conocido pesimistas tan previsibles, que incluso después de su muerte les han seguido creciendo las uñas.

En lo que se refiere al yo de este pobrecito escritor ante ustedes, sus trazos se parecen frecuentemente a esas cagaditas de mosca, que a veces nos sugieren formas de puntuación cuando caen en alguna frase o periodo oracional merecedoras de inflexión, pero que carecen de la fecundidad de un buen estiércol y de dos palmos de agua. Sea como fuere, si no me agrada obedecer a un león arrogante, mucho menos aún a doscientas ratas de mi propia especie.

La escritura del erudito ara el terreno, pero no lo siembra, a mi me gustan ambas prácticas, pero es precisamente mi intemperancia la que me impide culminar lo uno y lo otro. Me encanta el periodismo, pero no he sabido abrirme un hueco tranquilo en ningún medio, quizá sea porque en el periodismo confluyen los políticos fracasados en la lucha cotidiana en todas las profesiones, pero incapaces de ejercer ninguna. Va a ser por eso.

Los medios están muy corrompidos, eso lo sabe cualquiera, y son poco más que pools de intereses donde el que dice la verdad dicta su propia sentencia. No sé si se excedería, pese a todo, Sahra Bernhardt cuando hace un siglo escribió estas palabras: “¿Queréis ser periodistas? ¿Y por qué no preferís ser porqueros? Es un oficio muchísimo más limpio”. También Clemenceau fue igual de rotundo: “¿Es un imbécil tu hijo? No te preocupes, nosotros le haremos periodista”.

En el gremio de la cagatintorería la mayoría de las citas son repeticiones erróneas de palabras ajenas no comprobadas, por lo que resulta prácticamente imposible devolver limpias las piezas narrativas sucias. Es algo que padecí en mis propias carnes durante mi estancia en la cadena COPE en el programa de Cristina López Schlichting, apellido alemán que significa “pura y simplemente”, y que en su caso tenía poco de puro y mucho de simple, hasta el punto de decirme ella un día cuando ambos íbamos a afrontar una mesa redonda en un programa de televisión: “Digan lo que diga Puente Ojea y todos los de su cuerda, no les escuchen, tú tan sólo repite las frases que tengas preparadas”. Tratándose de una persona que durante casi toda su vida estuvo y está viviendo de la “prensa católica”, aquello me devastó, tanto que poco después fue expulsado de la citada cadena, de la que al propio tiempo fui liberado. Jamás emisora católica pudo contar con seres más mendaces y egóticos como Federico Jiménez Losantos, su jefe, y al mismo tiempo tan histriónicos como don César Vidal, facha animador de varietés que engolaba su voz en varios idiomas, y que ahora se envuelve en Miami en una tela similar a la de aquel vidente al que robaron su casa sin poderlo predecir por su parte, un tal Rappel, modista y vidente de estética extravagante, siempre vestido con túnicas de colores brillantes y el pelo recogido con una coleta o trenza.

Ambos popes, como no podía ser de otro modo, salieron tarifando con la Iglesia católica y después de dispersarse como el rosario de la aurora, helos ahí convertidos en sus permanentes detractores y maledicentes. ¿Pagó Roma a sus traidores? Yo no sé quién traicionaba a quién, o si todos ellos estaban al partir de un piñón, pero lo cierto es que la conferencia episcopal los cuidaba como oro en paño y les llevaba bajo palio. La enfermedad nuestra es la salud de los microbios de ellos.

Yo creo en la existencia de Dios a pesar de todas las sandeces que me han contado dentro para hacérmelo creer y de todas las chorradas para hacérmelo descreer, incluso las del día en que el bueno de Sartre demostró que no existía. A lo peor es que soy tan egoísta en mis juicios, que me preocupo porque ellos tienen más preocupación por sí mismos que por mí.

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