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Soy un petardo – Carlos Díaz

He pasado de escribir librotes ininteligibles tales como una tesis doctoral sobre Jorge Guillermo Federico Hegel, otra sobre Edmund Husserl, y otra sobre Max Scheler, todos los cuales fenomenólogos aquilatados: el primero, fenomenólogo del espíritu; el segundo, fenomenólogo de la fenomenología propiamente dicha; el tercero, sobre la fenomenología de los valores, la axiología. Y me parece que no exagero si digo, sin pretender herir a nadie, que hoy estos venerables padres fundadores ni se leen ni se entienden, empezando por los profesores del gremio, a juzgar por los estereotipos que manifiestan cuando por alguna desventurada casualidad se refieren a ellos.

Sin necesidad de lanzar ningún órdago, osaré musitar que esos grandes maestros del pensar profundo ni siquiera son hoy entendidos por los profes de colegios y universidades, casi tan poco como por los ciudadanos de la calle. Tienes que escardar mucho para encontrar entre sus parvas mieses alguien que sepa leer y traducir elementalmente al menos latín y griego, todo aquello que constituía a mediados del pasado siglo algo todavía al alcance de los buenos estudiantes. Estos días, ni siquiera los catedráticos universitarios, ahora que hay tantos y tan low cost, supieron traducir el título latino de una conferencia dictada por mí mismo en conmemoración de don Miguel de Unamuno en la Universidad de Salamanca, intitulada Unamunior Unamuno, un ablativo absoluto de verbo elíptico que en mi época se estudiaba en segundo de bachillerato y que significa Más Unamuno que Unamuno, jugando yo con el ingenio de don Miguel al presentarme a mí mismo como un Unamuno más unamuniano que él. Añado ahora para justificarlo en broma pero seriamente, que, si ustedes ascienden peldaño a peldaño por la escalinata del Palacio de Anaya en que me cupo el honor de estudiar, quizá puedan comprobar al final de la misma la similitud de mi perfil con el del busto capital de Unamuno. Otros me comparan con van Gogh, pero esto último ni me consuela, ni me desconsuela, sólo viene a lo obvio, o sea, a que estoy tan loco como él, pero sin su genialidad.

Bueno, pero no quería hablar de mí, aunque cada vez que lo hago, y lo hago mucho, este yomeo tenga sobre todo voluntad de tuteo. A lo que yo quería venir a dar es a la lucha de este pobrecito escritor que quisiera ser, émulo de Mariano José de Larra, que no renuncia a magistrar urbi et orbe para gente que ya ni siquiera se encuentra en condiciones de entender ni de lejos las cosas que escribe. En compensa, como decían los clásicos, en cada página que escrituro pierdo un brazo como si estuviera siempre en la misma batalla de Lepanto, pues constituye una tragedia muy singular esto de querer abrazar con mi palabra a la entera humanidad careciendo de brazos.

Todavía humea mi palabra, dicen los menos, aunque haya perdido mucho de su fuego, y –como dijo una vez en una joyita de teatro de Buenos Aires ante cientos de fervorosos argentinos don José Ortega y Gasset, que era un piquito de oro, un auténtico crisóstomo- apenas queden de ella cenizas de mi voz en el micrófono. Pero las palmas, los aplausos, ya no enfervorizan a las multitudes, pasó la hora de la voz, del verbo canoro, y ha llegado la electrónica, el twiteo, que es la herrumbre del tuteo.

Habría que ser muy marmolillo para no reconocer que la decadencia de la oratoria cara a cara la tenemos bien merecida esa interminable pléyade de muletillas académicos que saltamos al ruedo tan escasos de torería, que mereceríamos ser arrastrados nosotros mismos al corralón por las mulillas, y no a la inversa, después de la faena. Cuánto sopor, cuánta incapacidad de decir , cuánto miedo a dejar atrás las cuartillas incubadas por la gallina clueca, cuánta miopía incapaz de alzar la vista, y tutear al auditorio cada a cara, pegaditos al capote. A los buenos profesores alemanes, que llevaban escritas y siempre renovadas sus clases (Vorlesungen, lecturas en voz alta) yo lograba seguirles, pero a la mayoría de los que te hacían contar ovejas hasta la dormición final, a esas nada de pan ni de sal, porque decían tonterías en cuatro idiomas

Dicho, como queda, que el éxito de las lecciones y conferencias aburridas llama a su contrario, es decir, a no aguantar dos minutos siguiendo a un mismo tribuno, nada tiene de raro que llenen los estadios con sus “conciertos” las horrendos fritangas de berreadores sobre escenarios mugrosos. Peor aún, en lo a mi atinente, heme aquí teniendo que pagar esos platos rotos garabateando pequeños artículos llenos de anécdotas y chascarrillos, a ver si de ese modo no se me van los lectores a la tercera línea del texto o textículo. Y, claro, eso no les gusta a quienes me reprochan tales faenas de aliño.

Los obreros de antes, de hace sesenta años, se me enfadaban cuando descubrían en mis textos de divulgación alguna palabra difícil para ellos, incluso me reprochaban no elegir vocablos más a la altura del pueblo, pero yo, pobre masoquista, siempre les hacía caso sin tan siquiera preguntarles por qué ellos no ponían también un mínimo de su parte comprándose algún pequeño diccionario, como gustaban hacer los militantes del siglo anterior. Hoy ya nadie me exige nada, ni siquiera que diga más clarito las cosas, aunque los censores de Franco conocían perfectamente que mis folletos contenían la suficiente claridad como para ser inmisericordemente censurados, tanto que hube de pasarme al psuedónimo. ¿Qué yo escriba más claro?

Ahora bien, ¿quién se acuerda hoy de los diccionarios, my God? Ninguna necesidad de ellos, pues los iconos, los emóticos, los espasmóticos y las escrituras jibarizadas son su territorio jérguico y pélvico. Pero hay que plantar cara y no llorar como Boabdil entregando circunflexos al poder las llaves de nuestra escritura. En fin, aunque nos quejemos, debemos ser un poco más inteligentes y seguir buscando la comunicación fluida, inteligible y didáctica, como lo hago una vez más trayendo a colación textos con inteligencia tan críica como este de Juan de Timoneda, aunque dicho autor esté bastante olvidado: “En cierta batalla de Nápoles, teniendo un soldado a su enemigo debajo de sí, y con la boca en tierra para darle de puñaladas, rogábale el caído que le dejase volverse cara arriba, y que le matase entonces. Preguntóle que por qué y respondió: ‘Porque si mis amigos me encontraran muerto, no se avergüencen las heridas en las espaldas’”1.

Y hasta Max Weber.

1 Timoneda, J. de: Sobremesa y alivio de caminantes. Editorial Gredos, Madrid, 1964, cuento LIII.

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